Epílogo: Los Abandonados

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Coco bruscamente se despertó.
Se frotó los ojos, se quitó la mantita preguntándose qué estaría pasando, y se fue a la ventana.

Aún no era la mañana, que todo permanecía negro a través de la cortina. Fuera no había nadie.

No obstante ella sí sentía una sensación muy desagradable, como si alguien la estuviera pellizcando o tirando de los cabellos.
Espantada la niñita abrió la puerta y corrió hacia el cuarto de su mamá.

Subió a la cama y se acurrucó contra ella.

Del ojito cerrado de la pequeña salió una sola lágrima mientras extendía un brazo hacia el otro lado de la cama, que todavía permanecía vacío.

'Papá...'


Al día siguiente, antes de que Imelda se fuera al taller del zapatero quien le iba enseñando a fabricar zapatos, el cartero trajo una carta que ella interceptó antes de Coco.
La joven sintió una punzada en el corazón al ver que sólo comportaba una hoja y que la caligrafía no era de Héctor, a pesar de los sentimientos mitigados que ella ahora le portaba.

Miró a la firma.

¿Era de Ernesto...?

Imelda alzó una ceja pero la leyó de todos modos.

Abrió ojos de par en par al acabar de leerla, y casi dejó caer la hoja.

De un golpe se le había roto el corazón.

Rechazando las lágrimas, la muchacha desgarró la misiva en pedazos con un grito de rabia que terminó en un sollozo medio controlado.

'¡Ya lo sabía—!'

Coco, que estaba jugando tranquilamente con su muñeca de trapo en el suelo de la habitación, oyó el grito de su mamá y corrió a verla.

La pequeña se inmovilizó cuando la vio pasar como una furia, agarrando a la vieja guitarra de Héctor y lanzándola por la ventana abierta con toda su fuerza.

'¿Mamá...?' se alarmó Coco con ojos como platos y temblando.

Señaló a la ventana mientras le corría una lágrima por la mejilla.

'¡Era de Papá!' protestó.

Imelda se volteó hacia ella.

'¡Ese hombre está muerto ahora! ¡Ya no tiene nada que ver con nuestra familia!' aulló.

Su cara devastada por el dolor y la pena, junto con tales palabras, le aterrorizaron a la niñita.

Entonces se fue hasta la cómoda y cogió la fotografía que les representaba a los tres; Coco en las rodillas de su mamá con su papá de pie detrás de ellas.
La apretó contra su corazón que latía como si le estuviera a punto de atravesar el pecho.

Pero Imelda de un golpe se la arrancó de las manos.

'¡¡¡Papá!!! ¡¡¡Noooooo!!!' gritó Coco, echándose a llorar al verla con horror arrancar la parte con la cabeza de Héctor.

'¡¡Ese pinche pendejo se fue con otra y nunca regresará!!' replicó su madre con voz vacilante, antes de correr a encerrarse en su cuarto dando un portazo y dejando a su hijita solita, impactada y panicada.

Imelda sin embargo volvió un par de minutos después con los ojos enrojecidos. Abrazó a su pequeña que lloraba desconsoladamente y la apretó muy fuerte contra ella.
Luego la miró al ojo con una expresión suavizada pero firma.

'Olvidémoslo, mi Coco, y también olvidemos esa chingada música que destruyó a nuestra familia. Fue a causa de eso que nos dejó. Pero nosotras seguiremos viviendo sin él.'

Le dirigió una sonrisita media tranquilizante y le acarició los cabellos con ternura.

'Te voy a fabricar los zapatitos más bonitos del mundo', le prometió.

Cuando se fue, Coco corrió a recuperar en la basura el pedazo con la cara de Héctor, y lo guardó en la gaveta de su cómoda después de prometerle a su papá que siempre lo recordaría.

En cuanto a Ernesto, al redactar la carta a Imelda selló su última venganza con la mentira más desvergonzada que también le sirvió al productor cuando se presentó a su hacienda solo, con la libreta y la guitarra de Héctor.
Héctor, quien entonces se "había ido con otra persona".

El resto de su historia se volvió leyenda cuando fue producida Recuérdame, transformada ahora en un bolero de amor, luego seguida por Un Poco Loco y todas las otras canciones de la libreta, que le proporcionaron al joven músico un éxito aún más gigantesco de lo que se había imaginado.

Entonces Ernesto por fin vivió su momento y pudo tocar por el mundo.

Con los años se ensombreció su corazón roto y él lentamente se dejó ahogar en la fama, sin cuestionarse nunca por su crimen.
Se había vuelto vacío en el interior, solamente le importaban su reputación y su renombre ahora que había alcanzado su sueño de hacerse el más grande cantante de todo México.

Ahora solía llenar los estadios y también se había hecho actor, le sobraba la plata, se había conseguido su inmensa hacienda en la capital e incluso tenía su estatua en la Plaza del Mariachi en Santa Cecilia, aunque no regresó allí jamás.

Pero lo más triste fue que durante toda su carrera, Ernesto permaneció convencido de que le habría enorgullecido a Héctor todo eso que él había cumplido, y que le habría honorado que Ernesto cantara a su memoria.

Si algún día volvieran a ser juntos más allá de la muerte, estaba seguro de que se lo confirmaría su amigo.

Loco de Atar ESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora