Amor pasajero

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Como todos los días, tomé el tren para ir a trabajar. Estaba acostado contra la ventana, mirando cómo las hojas del paisaje generaban una imagen tan borrosa que me llevaba a no entender si era otoño o aún seguíamos en verano. La velocidad a la que íbamos les daba el lujo de permanecer en cualquier estación, dependiendo del ojo de quien estuviera viendo ese espectáculo. En cuanto a mí, llegué a la conclusión de que era otoño.

Decidí mirar hacia adentro del tren. Quizás, con suerte, encontraría algo a lo que prestarle toda mi atención. Miré hacia atrás y disfruté ver cómo un hombre peleaba con su bolso para colocarlo en un estante y perdía. Quise ver hacia adelante, pero la única cosa que conquistó mi paisaje, además de una barrera que evitaba mi comodidad, era un cartel de salida; claro, yo estaba al lado de la puerta. Fue en ese momento cuando me acordé que, colgado a su costado, había un espejo. Entonces, sin nada que perder, decidí ver a través de él.

En un instante fue cuando te vi, durmiendo contra la ventana. Un rayo intenso de sol descansaba en tu pelo y un poco, también, en tu mejilla. Se apoyaba de una forma tan sutil como si estuviera pidiéndote permiso para sentir tu piel. Vos te cubrías las piernas con un pequeño saco de tela negra, o al menos eso era lo que podía ver a través del espejo. De repente, mi imaginación se marchitó por, en parte, el susto que me generó el sonido del timbre porque sentí cómo, de un impulso, me expulsó de la abstracción en la cual me encontraba sumido al verte. Por otra parte, me había olvidado por completo de que esto era un tren y que las paradas existían. Yo tenía que llegar hasta el final del recorrido, pero la insoportable idea de que te bajaras donde sea sin poder, aunque sea, preguntarte tu nombre, dominó mi cabeza. Entonces, decidí girar mi cabeza como podía, en vez de ver tu reflejo.

Me hubiera encantado pararme, pero el señor que se encontraba a mi lado roncaba de una manera tan libre que podía suponer que despertarlo hubiera sido una misión muy peligrosa de cumplir. Es por esto que me conformé sólo con verte a esta distancia. Evité hacerlo por varios minutos porque noté que, con mi mirada, estuve alimentando la cabeza de quienes me rodeaban con la idea de que te atacaría o algo. Así que volví a mirarte por el espejo con el timbre sonando una vez más. Te despertaste, pero no bajaste. Preparaste tus cosas y supuse que, a diferencia de mí, te bajarías en la próxima estación.

Me acomodé en mi asiento, con la tranquilidad que generó el silencio que provocó el despertar del señor a mi lado y volví a ver la puerta. Cuando caí en razón y entendí que vos ibas a bajar por acá, de forma obligada, los nervios tomaron control de mi cuerpo, desatando un terremoto interno porque, entre tanta gente, no frenarías ni por un segundo. Igualmente, no estaba en mis planes rendirme fácilmente. Entonces, rápidamente, anoté mi número de celular y mi nombre en un papel que tenía en mi bolsillo, con el deseo de querer deslizártelo en tu bolso. De esta forma, recién encontrarías el papel fuera del tren, mientras yo me alejo quien sabe cuántos kilómetros de vos.

Cuando el sonido del timbre comenzó, vos ya te habías acercado a la puerta y yo ya había logrado escribir lo necesario. Empecé a pararme, fingiendo que yo me bajaría en la siguiente parada, ni bien iniciaste tu marcha para descender. Sutilmente, sentí tu saco de tela efectivamente negra y logré esconder el papel entre tu ropa, sin que lo notaras. Te bajaste, dándole un fin, aunque sea momentáneo, a la intensidad de mi amor alimentada por la incertidumbre de no saber donde te ibas a bajar desde que te vi. Mientras divagaba por estos pensamientos, llegó mi parada.

Caminé, con la vívida imagen de vos en mis ojos y con la azarosa idea de, algún día, saber tu nombre.

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