El verdadero amor espera (y luego se devora)

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Íbamos por las Quintas, por eso de las horas de la comida. Esta vez mi madre conducía, no me encontraba con ganas de hacerlo yo misma. Vimos aquel puesto de jugos tan bueno en la esquina, abierto e invitándonos a parar. Los Jugos Flores habían estado ahí desde que tengo memoria, siempre las mismas personas atendiendo y el mismo menú de siempre. ¿De qué quieres tu jugo Norma? No, no. Algo más barato. Ahí estaba, esperando en el mostrador. Cuando lo vi por primera vez no podía creer mi suerte. Era el único que estaba ahí, nada ni nadie más. Nunca fui de apreciar el físico tan detenidamente, pero eso ameritaba una extraordinaria excepción. Me acerqué a verlo con más detalle, sin el mínimo interés de disimular mi interés. De cerca se apreciaban mejor sus facciones, tan simétricas, tan bien pulidas como el oro bien cuidado. Me iba a acercar a cumplir mis obvias intensiones, pero mi madre lo notó. Norma, ¡vámonos ya! No, no, que tenemos prisa. Si no fuera mi madre hubiera hecho como los instintos me dictaban, pero a la ley a veces hay que apegarse, en especial cuando esta ley te mantiene con vida. Y ahí tuve que abandonarlo, lamentando ligeramente el no poder haber hecho nada.

No vayan a creer que me obsesioné, al poco tiempo ya lo había olvidado. Proseguimos con la rutina normal del día, de aquí para allá, yo ocupada en alguna tarea que dejaría hasta el final del día por amor a la indiferencia. Pero fue curiosa mi suerte, cuando mi madre me ofreció volver para verlo una vez más. Seguía ahí, bonito y digno, esperando a su amor. Me acerqué y al tomarlo, supe que era verdadero, un amor como ningún otro.

Estaba muy rico ese bollito de zanahoria. Costó diez pesos ya con el descuento.    

Amores tercos y el diario petricorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora