Mujer de ojos grandes

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—Te amo –le dije tratando de no gritar al momento de salir.

—Yo también te amo –respondió volteando antes de regresar a su mundo–. ¡No vengas después corriendo dramáticamente!

No lo iba a hacer, no había necesidad.

Sólo quedaba aferrarse al momento.


Cuando le di la noticia de mi llegada, supe de inmediato que su corazón se saltaría un latido en sigilo, sin darse cuenta. Bien me había dicho que no era fanática de las sorpresas, pera esta era una que era inevitable para ambos.

Fue fácil ponerse de acuerdo en un lugar y una hora. El tictac del reloj en la habitación incrementaba el loco deseo de volar hacia ella, no quería esperar ni un segundo más para nuestro reencuentro. Y no hubo más grata belleza que divisar su figura aproximarse tan perdida entre los transeúntes. Sólo quería lanzarme como flecha hacia su encuentro, y ahora lamento no haberlo hecho.

Miradas cruzadas, un silencio indebido. La abracé con ciertas reservaciones que después me cuestioné. Aquella, nuestra primera cita fue exactamente lo que esperaba no fuera. Extraña, algo confusa. Podía sentirlo en ella también. La distancia nos había cambiado y el reencuentro nos llevó cara a cara con estos cambios. Pero antes de comenzar de manera oficial, le regalé un pedazo de mi alma en aquel libro rojo y blanco que le di pocos minutos después de encontrarnos.

En el tiempo que compartimos aquel día paseamos por un parque, cruzamos un puente y al llegar al otro lado regresamos de inmediato, aprovechamos la promoción de 2x1 en helados, compramos una memoria que ella andaba buscando, hablamos con pichones (que yo insistía en llamar palomas) y a ratos, me perdía en sus marrones perlas oculares.

Quizás no fue lo más romántico, quizás no fue la cita que idealicé en relatos cortos y poemas. Pero ni Dios mismo puede negar que en mi rostro una larga sonrisa de bobo enamorado brotaba cada vez que ella volteaba a otro lado.

—Adiós –le dije con una actitud calmada al momento de irme–. Por ahí nos vemos.

—Cuídate –respondió, sellando el momento con un abrazo a medias por ambas partes.

No tardé ni dos minutos en salir corriendo detrás de ella, ajeno al pensamiento, simplemente guiado por algo palpitando en mi pecho. Logré alcanzarla a la mitad del camino que rodeaba el parque, ella sin prisa y sin retrasar su paso.

Como ella dijo al día siguiente, fue bastante dramático.

—Espera... dame un segundo –le dije entre suspiros y pausas largas cuyo propósito era ganarme tiempo para pensar. Pensar en algo audaz, inteligente y con suerte romántico.

Nada de eso.

Di un paso hacia ella y la abracé. Así, sin reservas, y ella también lo hizo, apretando con mucha más fuerza de la que imaginé.

—Te amo.

—Yo también te amo.

No quería más distancia entre nosotros. El momento perfecto lo vivimos ahí en aquella tarde, durante un instante fugaz.


Al día siguiente la tomé por sorpresa por segunda vez. Se organizó para ella una celebración de cumpleaños aquella noche, a la cual fui discretamente invitado por alguien más.

¿La sorpresa? La misma fiesta.

Fui de las primeras personas en llegar, sorprendiendo a la vez a los demás invitados que no me habían visto en dos años. Unos saludos y abrazos acompañados de conversaciones acerca del pasado que me perdí y el presente que compartíamos. No tardó mucho en llegar la hora de esconderse y esperar a la festejada ocultos en la oscuridad.

Un vestido azul, maquillaje, un rostro sorprendido y sus bellos ojos.

Así llegó ella en su esplendor.

No pude pasar el tiempo que deseaba con ella. Era su fiesta después de todo. Lo nuestro no era algo que se conociera y bien sabía, que debía permanecer así en aquel entonces. Así que traté de disfrutarlo por lo que era. Una fiesta, una reunión cuyo fin era hacerle pasar un buen rato a todos, en especial a mi amor.

Poco hablamos, poco nos miramos. No pude quedarme a partir el pastel ni a romper la pista de baile. Me despedí de mis antiguas amistades y la llamé antes de salir del salón.

—Ya es hora.

Entendió y me acompañó hasta la salida, ninguno sin decir mucho. Ha sido la última vez que la he visto en carne propia. Al día siguiente regresé a mi hogar con un corazón que alternaba entre pesado y ligero, furioso y alegre. Mirando por la ventana del taxi dirigiéndose al aeropuerto, la maldita amargura del adiós chocaba con la dulzura del reencuentro al compás de unas lágrimas discretas en mis mejillas.

Deseaba con toda mi alma que las cosas fueran diferentes. Acabar con las malditas barreras de la distancia, la discreción y el guardarse toda emoción.

Maldije mi suerte.

La bendije después.

Abordé el avión 30 minutos tarde.


—Te amo –me dijo conteniendo su voz al salir.

—Yo también te amo –le dije mirándolo partir con esa torpeza que hasta cierto punto me parecía enternecedora–. ¡No vengas corriendo dramáticamente! –agregué al recordar la extraña e inesperada escena de ayer. Pero algo me decía que no lo iba a hacer.

Lo vi partir y no lo he vuelto a ver desde entonces. Por un segundo sentí la presión en mi palpitar al volver a la fiesta. Una roca pesada en el pecho, tan ajena a mi sentir habitual.

Culpé al amor por tan estúpida sensación.


Pero hoy...cómo quisiera no hacerte daño, amor mío.

Perdóname por todo esto.

Perdóname por tener miedo de vivir, de amar, de afrontar tantas chingaderas.

Perdóname por dejar que mi dolor se vuelva tuyo.

No sé que más hacer fuera de pedir perdón.    

Amores tercos y el diario petricorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora