Let me out

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Nada más entrar por la puerta vi a mi madre cosiendo, como siempre. Ahí no había nada fuera de lo normal. Lo extraño fue ver a Haruma sentado a su lado, charlando como si fuese un hijo más.

Intentando olvidar como fuera esa imagen, pasé por delante ignorando el saludo de mi madre y entrando a mi habitación como si nada.

De pronto una extraña sensación de tristeza empezó a invadir mi mente. Se me empezaron a pasar las peores ideas que se me podían ocurrir y sin darme cuenta, se fueron instalando en mi mente conforme iban pasando los días.

No veía cambios de ningún tipo en mi vida, sentía que lo que hacía no servía para nada y que la gente cada vez se alejaba más de mí.

La idea de la muerte no me parecía tan aterradora. No tenía nada que perder. Poca gente estaba apegada a mí, por lo que no muchos sufrirían y, la pregunta del millón: ¿para que me molestaba en llevar mi vida adelante si iba a morir algún día?

Eran ideas a las que les veía cada vez más sentido...

Obviamente no podía dejar que mi mentalidad fuese tan trasparente, por lo que tuve que seguir fingiendo que me encantaba mi vida, mi familia y mis estudios, algo que era cada vez más difícil.

Pero aún había una barrera invisible que me separaba de mi gran destino que es la muerte: el afán por no decepcionar a los que me rodean.

Todos esos sentimientos se juntaban cada vez más hasta formar una maraña. Ya no sabía cuando estaba alegre, o triste, o furiosa. No sabía diferenciar ningún sentimiento. Todo aquello que me apasionaba había perdido todo el sentido. Ya no sabía qué comer, qué ver, en qué emplear mi tiempo libre...

Estaba en un pozo del cual no podía salir. No sin ayuda.

Cada vez me encontraba más irritable y me ponía a llorar por las cosas más simples. No podía más. El simple hecho de respirar era una carga pesada que no podía seguir llevando.

A pesar de todas las ideas -en mi opinión, fantásticas- que se me ocurrían para dejar de ser una carga, la falta de fuerza de voluntad lo jodía todo. Esto era un círculo vicioso del que no podía escapar. Repito, no sin ayuda.

Uno de esos tantos días en los que decidí salir a la calle por la simple razón de que no quería quedarme en casa pensando, una escena familiar me vino a la mente. Diferente estación, pero misma escena.

Haruma. Sí, Haruma paseando del brazo de su querida. En un intento de pasar desapercibida -que no salió precisamente bien- me invitaron a charlar con ellos.

Hoolaa...-saludé arrastrando las sílabas vagamente.

Anda, la chica de la otra vez.-observó su acompañante. En unos pocos segundos pude analizarla mejor. Su imagen era impecable, con unas manos tan finas y cuidadas que era obvio que no habían conocido el trabajo en su vida. Ropa elegante -como no- y un aspecto envidiable para toda mujer.-Oye, siento lo de la otra vez. No pretendía ser tan borde. No sabía quien eras y yo...

A ver, tampoco creo que ser la vecina de tu novio sea gran cosa, ¿eh?-intenté quitarle hierro al asunto.-Bueno, nos vemos.-empecé a caminar sin saber siquiera a dónde me dirigía.

¿Mi novia?-murmuró Haruma.-¡Oye, no te equivoques!¡Es mi...!-para cuando estaba terminando la frase, ya no podía oírlo.

Para cuando me di cuenta de que estaba caminando sin tener ni puñetera idea de a dónde iba, ya estaba anocheciendo. El camino a casa parecía largo, pero aún así había que emprenderlo -¡qué remedio!-.

Al llegar, solo podía tumbarme en la cama. Sólo eso. Cómo mucho pude sacar fuerzas para levantarme y empezar a cambiarme de ropa. Cuando estaba a punto, pude ver cómo Haruma intentaba llamar mi atención desde la ventana de en frente.

¿Pasa algo?-pregunté vagamente, mostrando apenas interés en seguir con la conversación-.

Oye, creo que antes te has colado y bien. Esa chica, con la que me has visto antes...

Que no, que no hace falta hombre. Tú ni te preocupes. Hala, a dormir, que es tarde.-cerré la ventana a la velocidad del rayo, evitando alargar la conversación y tras cambiarme de ropa, me volví a tirar en la cama.

Insomnio, insomnio y más insomnio. Este curioso fenómeno me hacía mantener los ojos abiertos, fijados en el techo sin saber yo que esperaba que pasase.

Ahora estaba a merced de mis pensamientos. Y no eran precisamente los de un cuento todo rosa y con purpurina. ¿La muerte a que esperaba para llevarme?¿Es que todavía me queda por vivir?¿Estoy mal de la cabeza? Tal vez.

Cada segundo que pasaba mirando aquel techo blanco, más me convencía de que necesitaba ayuda. Ayuda de verdad. Pero ese gran enemigo, la vergüenza, me impedía gritar y pedir ayuda. Y eso es algo que se paga caro.
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Nota: ciertas partes de este capítulo las he inspirado total y únicamente en mi experiencia a la hora de vivir con depresión, por lo que algunas de las cosas ahí narradas las he vivido en primera persona y os puedo decir con seguridad que es lo peor que se puede sentir.

Una Vida CambianteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora