Yo lo que quería era impresionarte, no hacerte daño

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No sé cómo, pero consigo sobrevivir a la comida del domingo con mi padre. Habíamos quedado el viernes, pero me dejó tirada en el último momento y yo no pude
estarle más agradecida. Lo último que necesito es que mis padres me digan las palabras malditas, esa frase que todo buen padre espera poder decirte en algún momento
de tu vida, preferiblemente cuando la realidad te acaba de dar un bofetón en toda la cara: «Te lo dije».
En vez de eso, decido poner mi mejor cara, bueno, casi, y vamos a comer a uno de los mejores restaurantes del pueblo, esta vez sin Travis. Intento no marear la
comida en el plato y él intenta no apretar ningún botón de esos que me hacen explotar. Quizá cree que estoy en pleno síndrome premenstrual y por eso me pide un
helado enorme mientras debatimos sobre nuestras vidas.
—Y ¿cómo te van las clases?
—Bien, supongo.
—¿Sí? ¿Qué tal aquella de la que me hablaste, la de economía? ¿Sigue siendo dura?
—Bastante.
—Bueno, no pareces preocupada.
—Pues no.
El intercambio continúa unos cinco minutos más hasta que mi padre desiste y deja que me concentre en el helado. Seguro que si ahora me sacaran sangre, encontrarían
trozos enormes de helado flotando por mis venas.
Pero, eh, aparte del posible riesgo de enfermedad, consigo sobrevivir el resto del día hasta que Travis me lleva de vuelta a la universidad. Hoy he aprendido una
lección importante: nunca dejes que te lleven porque, si te dejas tu coche, estarás a merced de terceros y tu hermano aprovechará para intentar sermonearte. Por si no
me hubiera fustigado suficiente con lo mal que lo he gestionado todo, cuando oigo a mi hermano hablando del tema me entran ganas de tirarme delante de un camión.
Sí, últimamente estoy un poco morbosa y no, no tengo intención de suicidarme, es solo que me siento mal. Megan y Beth han dejado que me fuera a regañadientes;
me fastidia no volver a verlas hasta Acción de Gracias, pero, si quiero actuar como una adulta, no puedo quedarme escondida en mi habitación. Si hasta he conseguido
deshacerme de esos malditos pijamas de Scooby Doo que tantos problemas me han causado.
Sí, la culpa la tienen los pijamas. Quizá aún están impregnados con la magia vudú de Nicole.
Cuando Travis me deja por fin delante de la residencia, estoy emocionalmente agotada. Me duele la cabeza de tanto pensar en el próximo movimiento y mi cuerpo
está cansado por la falta de sueño. Mi hermano me mira a los ojos y ni siquiera se molesta en disimular la pena que siente.
—Habla con él, Tess, seguro que no es tan malo como crees.
—Sé... que si le pido perdón es probable que las cosas se solucionen, pero tampoco quiero que todo vuelva a ser como antes. A veces creo que nos hacíamos daño el
uno al otro sin querer y que necesitábamos hacerlo abiertamente.
Travis suspira.
—Bueno, pues ya lo habéis hecho. Ahora aprovechad la oportunidad para hablar de vuestros problemas, así es como funciona una relación. A veces os miro y es
como si lo tuvierais todo pensado, como si estuvierais muy seguros el uno del otro, y luego...
—¿Lo fastidiamos como cualquier otra pareja de instituto?
—No hagas eso, no le quites importancia a lo vuestro. Habéis tenido mucha suerte al encontraros tan pronto, ahora solo tenéis que trabajar para conservarlo.
Me enjugo una lágrima solitaria de la cara y le doy un beso en la mejilla.
—Pareces más sabio desde que estás con Beth.
—Sí, y créeme cuando te digo que necesitáis hablar. Venga, tú puedes.
Asiento, me despido de él y subo por las escaleras de la residencia hasta mi habitación, con el petate colgando de la espalda. Seguro que tengo un aspecto lamentable;
me habría venido bien un poco de rímel o de brillo de labios.
Por suerte, no me cruzo con nadie conocido de camino a la habitación. Abro la puerta, entro arrastrándome y me desplomo sobre la cama.
—Hola a ti también.
Ni siquiera abro los ojos; estoy tan cansada que ahora mismo solo soy capaz de respirar. Puede que esté asustando a Sarah, pero ella sabe respetar el código sagrado
de las residencias de estudiantes: nunca cuestiones los ataques de locura de tu compañero de habitación.
—Hola.
—Deduzco que el fin de semana no ha ido como esperabas.
—Y aciertas —replico con un suspiro.
—Bueno, si te sirve de consuelo, yo también me he peleado con mi novio. ¡Le he cerrado la ventanita del Skype en los morros!
Me río al oír cómo lo dice, porque es evidente que se está haciendo la dura. Es una chica muy callada cuando está con desconocidos, pero con su novio no para de
pelearse, aunque siempre hacen las paces en menos de veinticuatro horas.
—Un momento, ¿cómo sabes que Cole y yo nos hemos peleado?
Me incorporo y la miro a los ojos para que no me pueda mentir. Está sentada en su escritorio, con un libro en la mano y una leve expresión de pánico en la cara.
—¿Eso he dicho? ¿Cómo iba a...? He supuesto...
—Sarah, ¿has hablado con Cole?
Enseguida aparta la mirada, incapaz de mirarme a los ojos.
—Vale, vale, no me mires así. Ha venido a ver si habías vuelto; de hecho, se ha pasado un par de veces. No le he preguntado nada porque no quería meterme donde no
me llaman, pero puede que haya mencionado que os habéis peleado.
Me hace feliz saber que ha venido a buscarme, pero me cabrea que siga ignorando mis mensajes. Tengo tal lío en la cabeza que ahora mismo podría plantarme donde
esté y montarle un espectáculo que sus fans no olvidarían en mucho tiempo. Sin embargo, teniendo en cuenta lo bien que me salió la última vez, sé que antes de
enfrentarme a él tengo que tranquilizarme. Encerrarme en la habitación tampoco me ayudará, solo servirá para que acabe pegándome otro atracón de azúcar. ¿Cómo lo
llaman? ¿El asesino silencioso?
Hablando del rey de Roma...
Saco mis reservas de Nutella del petate y dejo los botes sobre la mesa de Sarah.
—Esto es por ser una compañera de habitación maravillosa y no pedir un cambio.
Cuando ve el tesoro que tiene delante, se le iluminan los ojos.
—No hacía falta, Tessa —me dice, sin molestarse en mirarme a la cara.
La dejo tranquila para que disfrute de su momento Nutella. Todas las chicas merecemos que nos cuiden de vez en cuando.
Cojo la ropa de deporte del armario que compartimos y me cambio rápidamente, mientras ella aún está distraída. Me recojo el pelo en un moño y cojo una bebida
energética de la neverita que tenemos en la habitación. No se me ocurre mejor momento que este para eliminar frustraciones sudando.
—Si vuelve...—Le digo que te busque en el gimnasio.
Si le apetece besarme y que nos enrollemos, tendrá que hacerlo conmigo sudada. No se me ocurre mejor manera de poner a prueba una relación.
—Gracias.
La cinta de correr y yo nos hicimos amigas allá por la época de Tessa la Obesa. Casi todo el mundo prefiere correr al aire libre, pero por aquel entonces yo me sentía
más segura en el gimnasio de mi propia casa. Cuando se tienen tantos complejos, lo último que quieres es que la gente te vea toda sudada y jadeando. El verano en el que
perdí el peso que me sobraba pasé tanto tiempo subida a la cinta que, cada vez que la uso, me invade una sensación de paz. Pongo la mente en blanco y corro
concentrándome en mi único objetivo, que es correr hasta que ya no pueda más.
Una hora después, estoy haciendo estiramientos y limpiándome el sudor antes de meterme en la ducha cuando, de pronto, aparecen un par de deportivas Nike en mi
campo de visión. El corazón ya me va a doscientos, no creo que pueda ir más deprisa, pero eso es exactamente lo que pasa cuando levanto la mirada.
Aunque la decepción es mayúscula.
No es Cole y, obviamente, existe la posibilidad de que ni siquiera sepa que ya he vuelto, pero aun así me da mucha rabia que llevemos dos días enfadados.
—Un entrenamiento intenso, ¿eh?
Va vestido con ropa de deporte pero, a diferencia del resto de sus compañeros de gimnasio, no tiene ni una sola gota de sudor, ni de grasa, en todo el cuerpo. Es alto,
al menos metro ochenta, con los brazos musculosos y el pecho recio. Se aparta el pelo de la frente y me sonríe; lo tiene oscuro, a juego con los ojos, casi negros. Casan
perfectamente con su piel morena y, por un momento, me quedo sin palabras.
Los chicos monos no suelen acercarse a mí y, cuando lo hacen, pasan cosas malas. Aunque, teniendo en cuenta que parece que me hayan intentado ahogar en una
piscina con mi propio sudor, es imposible que me esté tirando la caña.
—Gracias, supongo.
Miro a mi alrededor, sin saber muy bien qué hacer, como me pasa cada vez que otro ser humano me dirige la palabra.
—No te he visto mucho por aquí. ¿Es la primera vez que vienes?
—No, normalmente vengo a primera hora de la mañana, será por eso.
Él se ríe y se lleva la mano a la nuca. Espera, espera, ¿está nervioso?
—No te estoy acosando ni nada de eso, ¿eh? De hecho, trabajo aquí como entrenador, por eso preguntaba. No te he asustado, espero.
El pobrecillo se está poniendo colorado y su nerviosismo anula el mío. Es otro inadaptado social como yo, así que no hay de qué preocuparse.
—¡No, no, pues claro que no! Aunque, si no fueras entrenador, seguramente te preguntaría cuántos cuerpos tienes guardados en el camión de los helados.
Pasa un minuto interminable hasta que por fin entiende el chiste, se ríe y me ofrece una mano.
—Bentley, estudiante de último curso y entrenador personal a tiempo parcial.
—Tessa, primer año y deportista muy ocasional.
Hablamos un rato sobre la universidad y nuestras respectivas carreras hasta que lo dejo para irme a la ducha. Gracias a Dios, he traído una muda decente, aunque sean
mis pantalones de yoga favoritos y un jersey gris de manga larga que me queda bastante bien.
Encuentro a Bentley en la zona de pesas ayudando a otro estudiante; cuando me ve, levanta un dedo y me pide que espere.
Me quedo donde estoy y, en un arrebato, saco el móvil y miro la pantalla. Sigue vacía y mis mensajes sin respuesta. Le estoy dando vueltas al tema cuando noto la
mano de Bentley en el hombro.
—¿Te vas ya?
Me mira de arriba abajo, nada descarado, pero es evidente que me está repasando.
—Sí, normalmente solo hago una hora de cardio. No soy experta en nada más.
Al oírlo, se le ilumina la cara.
—Yo podría echarte una mano. Solo tienes que meterte en la web del gimnasio y reservar hora conmigo. Si te va mejor por la mañana, puedo cambiarme el turno.
Podríamos empezar con un entrenamiento básico...
Se le nota que tiende a divagar cuando se pone nervioso, y ahora ha empezado a morderse el labio porque cree que me está asustando, pero le digo que no se
preocupe, que pediré cita, y le sonrío antes de irme.
Es entonces cuando veo a Cole, apoyado contra una de las paredes del gimnasio. Está espectacular, como siempre, con unos simples vaqueros, una camiseta blanca y
una chaqueta negra por encima. Me sigue con la mirada mientras me dirijo hacia él, pero no consigo leer nada en ella. No puedo evitarlo, tengo que acercarme; me pasa
cada vez que estamos en un mismo sitio. Y, a pesar de que me dan miedo las posibles implicaciones de esta emboscada, voy directa hacia él hasta que entre nosotros
apenas queda espacio.
Enseguida me doy cuenta de que lo está pasando mal. Lleva un par de días sin afeitarse y tiene la mirada cansada, derrotada. Es como mirarse en un espejo.
—Hola —le digo con un hilo de voz.
No sé qué siente, no consigo leer nada en su cara. Tiene la mirada clavada en algún punto por encima de mi hombro y, cuando me giro para ver qué es lo que le llama
tanto la atención, descubro que está en pleno combate de miraditas con Bentley y que los dos se niegan a claudicar. La cosa se alarga al menos un par de minutos más
hasta que decido intervenir y le pongo una mano en la mejilla a Cole porque sé que así conseguiré que me haga caso.
—Hola —repito—. ¿Qué haces aquí?
Tarda unos segundos en entender la pregunta, tras lo cual me responde de la mejor manera posible: me pasa una mano por la nuca y me planta el beso más delirante y
sensual de toda mi vida.
Obviamente, me olvido de que estamos en un lugar público y de que tenemos que hablar de lo que ha pasado. Cuando me besa, todo lo demás me da igual. Ha sido así
desde el principio, ni siquiera sé si es bueno o malo, pero tampoco lo quiero saber.
Le paso los brazos alrededor del cuello y me pongo de puntillas para devolverle el beso. Él apoya las manos en la curva de mi espalda, unos centímetros por encima
del culo, y sé que le está costando no seguir bajando. Nos besamos con rabia porque es como nos sentimos; no se parece a los besos dulces que me da justo después de
decirme que me quiere. Casi puedo sentir el dolor que desprende y es precisamente eso lo que hace que me aparte. Le pongo una mano en el pecho para poner un poco
de distancia entre los dos.
—¿A qué ha venido eso? —pregunto entre jadeos.
Él vuelve a mirar a Bentley por encima de mi hombro y yo me pongo furiosa. Pues claro, estaba marcando territorio como todos los hombres. Me aparto de él y,
cuando miro por encima del hombro, veo a un Bentley alicaído y visiblemente incómodo. Quiero ir a hablar con él y pedirle disculpas, decirle que mi novio no siempre
se comporta como un imbécil, pero la expresión de suficiencia de Cole hace que la situación sea aún más violenta.
Salgo corriendo del gimnasio y sé que me sigue de cerca.
—¡Tessie, espera!
Ignoro sus gritos, me abro paso entre un grupo de gente que se dispone a entrar en el gimnasio y corro hacia la residencia. Cole no puede entrar a menos que yo le deje
mi identificación, así que es bastante probable que pase la noche al raso. Por desgracia, me saca diez centímetros y mis piernas al lado de las suyas parecen un par de
muñones, así que en cuestión de segundos me atrapa y tira de mí por el brazo. Intento resistirme, pero me pasa los brazos alrededor de la cintura y me atrapa contra su
pecho.
—Estate quieta —me susurra al oído como si fuera una niña, y me entran ganas de aplastarle un pie.
—¡Suéltame, bestia!
Él se ríe, a pesar de la situación tiene las santas narices de reírse de mí.
—No pienso soltarte, ni ahora ni nunca, así que será mejor que no te resistas.
Estamos en la penumbra, rodeados de edificios del campus y sin apenas gente a nuestro alrededor. Cole se aprovecha de la situación y me empuja contra la pared deuno de los edificios. Sus labios se abalanzan sobre mi cuello y lo siembran de pequeños besos que me hacen dudar de mi determinación.
—¿A qué ha venido eso? ¿Por qué me has besado de esa manera?
—¿Cómo? —murmura sobre mi piel.
—Como si estuvieras enfadado conmigo.
Se queda petrificado, sus brazos se relajan y yo siento que un escalofrío me recorre el cuerpo. Me da un beso en la mejilla y me hace dar la vuelta para que lo mire a la
cara.
—No quería que fuera así, pero...
—¡Estabas celoso! ¿Qué te ha hecho ese pobre chico? Y la que le has montado.
—De pobre chico, nada. ¡Te estaba arrancando la ropa con los ojos!
—¡Eso no es verdad y lo sabes! Intentaba ser agradable conmigo, no hacía falta que lo dejaras en evidencia de esa manera.
Cole se niega a recular.
—Haré lo que me dé la gana cuando vea a un tío tirándote la caña. Me da igual que me odies, sigues siendo mía y ese tío tenía que saberlo.
—Pues peor para ti porque va a ser mi entrenador personal. ¿Te vas a subir por las paredes cada vez que lo veas?
No estoy muy convencida con lo del entrenador personal: después de lo que acaba de hacer Cole, no creo que tenga el valor de volver a mirarlo a la cara, pero eso él
no tiene por qué saberlo.
—¡Y una mierda! Hazme caso, Tessie. Si tantas ganas tienes de hacer ejercicio, yo mismo puedo hacerte de entrenador personal. ¿Tú has visto cómo te miraba ese
tío? Aprovechará cualquier excusa para toquetearte.
De pronto, es como si las piezas encajaran. Es evidente por qué ha reaccionado así.
—Estás enfadado conmigo, ¿verdad? Porque no he confiado en ti. No pasa nada, enfádate conmigo, dime que estoy equivocada, pero sé sincero, por favor. ¿De qué
va todo esto?
—Mierda —replica él, y sus hombros se desploman en señal de derrota—, yo lo que quería era impresionarte, no hacerte daño. Quiero que confíes en mí, nada me
haría más feliz que saber que me he ganado tu confianza. Pero, Tessie, para eso tienes que dejar de dudar de lo nuestro. No puedo arreglar nada mientras seas tú la que
cree que lo nuestro no funcionará.
—¡Yo nunca he dicho eso! Confío en ti, de verdad, pero últimamente estás muy distante. Lo único que recibo son promesas que luego no puedes cumplir. Eso es lo
que me duele, Cole.
Se queda callado y yo también. Raramente le digo cómo odio lo mucho que ha cambiado su vida desde que llegamos a la universidad. Hasta hace poco yo misma me
negaba a admitirlo, pero cuanto más popular es y más gente nueva conoce, peor me siento conmigo misma. Para alguien con tantas inseguridades como yo, es difícil
saberse constantemente juzgada; sin embargo, aun así me he esforzado, he intentado aprender a vivir con ello, que no se me notara cómo me afecta que la gente me vea
solo como la novia del montón de Cole.
—Pues dejo el equipo. Si eso es lo que quieres, lo dejo ahora mismo.
—Pues claro que no es lo que quiero —exclamo—. Es que... ahora mismo no sé cómo se supone que encajo en tu vida.
—Te quiero, Tessie, para mí eres lo más importante del mundo. Nada me importa más que tú, de verdad, tienes que creerme.
Se inclina sobre mí y me da un beso largo y pausado. Cuando por fin se retira, es como si me transmitiera una sensación de paz.
—Te creo, Cole, pero en realidad se trata de ti. Ahora mismo no estoy en mi mejor momento. —Y entonces decido compartir con él los miedos que debería haberle
contado desde el primer momento—. La universidad no es como yo pensaba que sería. A veces me siento como si aún estuviera atrapada en el instituto y...
—Yo no hago más que empeorarlo, ¿verdad? ¿Por eso nunca vas a las fiestas?
Está destrozado porque sabe que para mí venir a la universidad era mi sueño. Me acurruco contra él y apoyo la cabeza en su pecho.
—No, tú siempre haces que todo sea mejor. Necesito que entiendas de dónde vengo. Tienes que saber por qué hago tonterías o por qué me cuesta confiar en ti. Y...
—añado, después de tragar saliva— necesito saber si las cosas van a seguir así, decepción tras decepción cada vez que no apareces.
—No volveré a hacerte daño, bizcochito. Lo siento mucho.
Alguien dijo que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Solo espero que, quienquiera que fuese, se comiera el proverbio con patatas.

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