Cuando un hombre sólo me pidió unos versos en vez de un pan

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Era un día de otoño bastante grisáceo y helado, corría un viento de robar el respiro y un fragor de techos bien lejanos, arruinaban la nostalgia del día.
Hacía meses que aún no veía a Eduardo. Me faltaba urgentemente el calor de su cuerpo y sus manos tersas.
Quizás por qué mares andará pescando, quizás en qué océano ha visto el atardecer; me preguntaba en las madrugadas, si ese falto de cariño que entregan los viajes, le habrá bastado para besar a otro marinero igual de triste que él. Yo sé que está triste ¿y si...? ¡oh! ¿¡y si hubo muerto ahogado!? Ay no, pero qué haría si no estuviera, ¡ah basta de pensar en eso! tonteras y más tonteras.
Un té era lo único que me quitaba ese frío del alma.

Para el ocaso, oí un débil golpear en la puerta. Un golpe que ya desde el instante, decía ocasionar la menor molestia, con el mayor respeto posible.

No me sorprendí al ver un señor algo enjuto con la tez oscura, opaca y envejecida. Unos ojos caídos, iluminados por un cansancio febril; unos labios agrietados y ásperos.
Parecía que todo el peso de su cuerpo caía sobre una columna encorvada. Lo quedé mirando un rato. (Fue equivalente al silencio, un soplo de aire entre ambos)

—Disculpe, ¿quiere un pancito? —me anticipé a decir. Nunca está demás poder darle de comer a alguien.

—No, gracias —respondió.

—Pero, se ve muy cansado y débil ¿se encuentra bien? Pase. —ofrecí, pero se negó.

—Hoy me vengo a morir. He caminado mucho... una herida de bala no dura tanto en matar, lo único que pido es unos versos para este desdichado. Si debo morir, quiero hacerlo en son de una lira como la de usted. — dijo.

—Disculpe, pero no soy laureado.

—No importa. Estoy muy seguro que podrá recostarme en los laureles.

Accedí.
Hace mucho que no escribo, quizás desde que se fue Eduardo.
Las lavandas no crecieron como antes.
Es posible que al igual que el señor, me esté muriendo de apoco; esa bala que dice, quizás tiene un nombre.

—Bien. Pero pase, hace frío, por último si va a morir, que muera en un lugar cálido.

—No, no, no. Venga recuéstese conmigo aquí en su pórtico, solo eso me falta. Además el frío hace bien para el dolor.

—Bueno... dígame qué lo trajo hasta acá.

—Fue hace unos días atrás que decidí morirme. No, pero no se le ocurra pensar que me iba a suicidar, eso es cosa de inmediatez.
Comencé a vagar. No estaba acostumbrado a nada de lo que el mundo me ofrecía, no era un hombre de negocios, ni mucho menos dueño de alguien. Entre los dos, jamás me atrevería a disponer de las fuerzas de alguien para hacer algo que yo mismo pudiera hacer. Podría decirse que era un triste y subyugado.
Tenía para valerme solo... en fin, yo sólo quise servir a mi patria, asique me valí de este sinsentido y me fui a las fronteras. Me ofrecieron y me entregaron armas, esos americanos hicieron fuerza, maté a unos cuatro, pero devolvieron los mismos disparos.
Estuve frente a frente a uno de ellos. Ambos intuimos la cobardía y nos quedamos un buen rato mirándonos con cara de odio. Vi sus ojos, y vi que nada de eso me correspondía, que no servía para pelear, imagínese, a los setenta años qué viejo estúpido se pone a pelear y a matar; no sabía que estaba viendo, pero me pareció verme a mí mismo. Ya habían pasado varios minutos y creí que entre ese odio ya habíamos agarrado confianza... sin embargo él disparó primero. Me dio, y dolió de puta madre, pero sentí que era el momento de dejar de hacer estupideces, pasé por bares donde en vez de echarme alcohol, me lo tomé. Se me infectó, yo sólo quería morir...

Después de un largo silencio, volvió a hablar.

—Sabes, esa bala tenía nombre. Se llamaba Esmeralda. Oh yo no me veía sin ella, pero heme aquí.
Se murió de tisis, algo muy normal en las condiciones que dormíamos. Era minero, ¡pero ella no tenía porqué! No tocó nunca una mina, y si hubiera tocado alguna, juraría que la mina hubiese estado dispuesta a entregarle sus menas en bandejas de plata.

—Sabes —le dije —elegiste un muy buen día para morir, parece que lloverá.

—¿Vas a llorar?
—Lo extraño demasiado como para no hacerlo, pero te tengo respeto, no quiero llorar frente de ti.

—Ya morirá su recuerdo. Morir, es darse la oportunidad de abandonarse y reconstruirse en las propias ruinas.
¡Mira! si le quitas la «i» a la palabra ruina, ¡tienes la palabra «runa»! ¿no te parece maravilloso?

Unas gotas comenzaron a caer, ambos miramos para arriba. El crepúsculo había traído la noche. Sólo estábamos alumbrados por el foco de la puerta.

—Bien creo que tengo algo:

Dulce cantar de los ángeles
oíd el cantar de este niño.
Qué dolor te quitó el suspiro,
qué veneno fue tu brebaje.

Tornar la vista, Estrellas,
a esta llama que titilando desfallece
y denle al menos un rocío de nepente
que a la boca agrietada humedezca.

Quisiera esta plegaria volverlo mármol,
para que el polvo del mundo no lo cubra,
y si ha de cubrirlo algo, que sea la figura
de algún arcángel o su llanto.

Así, amigo, no volváis la mirada a esta tierra,
que bien mira las monedas
y nunca lo que es o fue amado.

Él cerró sus ojos, y nada más recuerdo estar en los brazos de Eduardo, llorando alguna ausencia.

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