9.

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Nada más abrir los ojos y ver la hora en el reloj de la mesita de noche, Amaia soltó un improperio y salió de la cama rápidamente en busca de algo decente que ponerse. Había programado la alarma para 45 minutos antes de la hora a la que había quedado con Alfred, pero había pasado de ella cuando había sonado y ahora solo tenía unos escasos ocho minutos antes de las diez de la mañana.

Echó una carrera hasta el baño para lavarse los dientes a la velocidad del rayo mientras tenía un déjà vu de su época en la academia, cuando iba corriendo de un lado a otro para no llegar tarde, especialmente por las mañanas. Había pasado una mala noche debido al contratiempo con Alfred en casa de Roi, despertándose de vez en cuando y dando vueltas en la cama hasta que, con esfuerzo, conseguía dormirse de nuevo antes de volverse a despertar, sobresaltada. Finalmente había dormido del tirón desde las seis de la mañana hasta que se había dado cuenta de que Alfred llegaría en menos de diez minutos.

Amaia se estaba enjuagando la boca cuando sonó el timbre de casa de Ana. Miró la hora en su móvil: faltaban todavía cinco minutos para la hora acordada. ¿No podía Alfred hacer caso en algo tan simple como llegar puntual? Ni demasiado pronto, ni demasiado tarde. Aunque si hubiera llegado tarde tampoco se lo iba a reprochar...

Escuchó cómo Ana abría la puerta y saludaba al chico. Amaia consideró cepillarse el pelo, pero no le daba tiempo, así que optó por hacerse una coleta mientras salía del baño e iba al encuentro con Alfred.

—Llegas pronto —apuntó la chica, consiguiendo emplear un tono de voz neutro, pues no quería sonar acusatoria tan pronto por la mañana. Podía haber escogido un saludo mejor, pero tampoco pensaba que Alfred se mereciera mucho más por su parte en esos momentos.

—¿Te acabas de levantar? —se atrevió a preguntar Alfred frunciendo el ceño.

—¿Y qué si me acabo de levantar?

—Nada, nada. —El fantasma de una sonrisa se extendió fugazmente en los labios de Alfred. En voz más baja, casi para sí, añadió—: Supongo que algunas cosas nunca cambian.

Dispuesta a no entrar en disputas —al menos todavía—, Amaia optó por pasar por alto el comentario. Se acercó a Alfred y le ofreció un sitio en el sofá, sentándose ella en el espacio a su lado, aunque en el otro extremo. Iba a empezar a hablar cuando Ana asomó la cabeza por el pasillo.

—Chicos, me voy a la ducha —dijo—. Ustedes aclaren lo que tengan que aclarar e intenten no discutir.

Se quedaron a solas en el salón. La última vez que se habían encontrado en una situación parecida fue en casa de Alfred, en el Prat, hacía poco más de tres años. Amaia había hecho una visita rápida a Barcelona para ultimar algunos detalles del piso que iban a empezar a compartir en un par de meses, y se había alojado en la que de momento seguía siendo la casa de su novio. A pesar de haberla visto mil veces, pusieron Harry Potter y la piedra filosofal en la tele del comedor para poder recitar de memoria los diálogos por enésima vez. La gente les decía que parecían niños pequeños, pero ellos se lo pasaban en grande, así que no les importaba.

—Tenemos que hablar de lo que pasó anoche. —Apartando unos recuerdos que ya creía completamente superados, Amaia fue quien rompió el hielo—. Cuando nos pelamos en casa de Roi y Cris.

—Sí, lo sé —convino Alfred, frotándose las manos y desviando la mirada—. No sé lo que me pasó, Amaia. Antes de ir a la cena me había prometido que todo marcharía bien y que no tenía por qué haber malos rollos, ni contigo ni con nadie, pero salta a la vista que no salió como esperado.

Amaia asintió lentamente.

—Yo también me había propuesto que la cena fuera sin problemas, la verdad. Se ve que no somos capaces de mantener nuestra palabra.

Volverte a ver || AlmaiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora