40.

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Punto de vista de Alfred

—¿Atún o pavo?

Alfred apartó la vista de sus manos unidas y la levantó hacia el sonido de la voz, que en su mente había sonado tan lejano que ni siquiera había llegado a escuchar lo que decía.

—¿Qué?

—He traído algo para comer aparte del café —le dijo Amaia, que había bajado a la cafetería del hospital a por sendos cafés. Alfred se dio cuenta de que también había subido dos bocadillos—. ¿Cuál quieres? Tengo atún o pavo. A mí me apetecía jamón serrano, pero en Londres no tiene sentido empezar a buscarlo.

—No tengo mucha hambre... —se lamentó él, notando cómo el estómago se le cerraba conforme hablaba. Las tristes paredes blancas e impersonales y el lejano olor a detergente le habían quitado el apetito.

Frente a él, Amaia se alzaba tapándole la luz que entraba por la ventana que había al fondo. Su silueta se recortaba, marcando el contorno de las formas de su cuerpo, y Alfred no podía dejar de pensar que estaba preciosa. En su máxima sencillez, con el pelo recogido sin mucho esmero en una coleta antes de salir de casa, vestida con ropa que él no conocía pero que se ajustaba totalmente al estilo que siempre había caracterizado a la chica, Amaia conseguía que no se derrumbara con el simple hecho de estar ahí con él. Tenía que encontrar el momento para agradecerle de verdad que le hubiera acompañado, pues sabía que si hubiese venido solo, probablemente ni siquiera habría llegado al hospital por su propio pie.

Tras contemplarla durante unos segundos, pese a estar a contraluz, Alfred consiguió distinguir los rasgos de su rostro; entre ellos la fina línea de preocupación que se formó en sus labios al escuchar la negativa del chico. Amaia se sentó en la silla que había junto a él en la sala de espera.

—Bueno, me lo guardo, porque en algún momento vas a tener que comer algo —le dijo, introduciendo los dos bocadillos en la mochila.

Entonces, Alfred escuchó un sonido proveniente de su lado y enseguida supo qué lo había causado.

—Te ruge la barriga. —Se giró hacia Amaia, que al segundo le devolvió una mirada avergonzada, encogiéndose sobre sí misma y acercando la barbilla al pecho. Alfred esbozó una pequeña sonrisa—. Amaia, puedes comer si tienes hambre, no tienes que esperarme.

—¿Seguro? —insistió ella—. ¿No te importa?

—Claro que no. Si ya es hora de comer.

Amaia asintió brevemente y desenvolvió uno de los bocadillos, que devoró en apenas unos minutos, como si en ningún momento hubiese estado ahí. Se levantó y tiró el papel a la basura bajo la atenta mirada de Alfred, que notaba cómo la tirantez en su estómago había disminuido ahora que por fin Amaia había vuelto de su excursión a la cafetería. Llevaban prácticamente toda la mañana sin saber nada sobre su madre aparte de que había pasado una buena noche pese a no haberse despertado todavía. Alfred no entendía por qué tardaba tanto en abrir los ojos; tenía que volver con él y con su padre, no podía dejarles solos.

Amaia volvió a ocupar su sitio junto a Alfred dejando escapar un suspiro y agarró uno de los cafés que había dejado en el asiento a su otro lado.

—Gracias por estar aquí —soltó Alfred de repente, sin haber meditado mucho sus palabras.

Ella volvió a retirar el café y giró todo el cuerpo para mirarle, subiendo una rodilla a la silla para poder encararlo mejor.

—No tienes que darlas —le aseguró tiernamente, mirándolo con ojos grandes y redondos—. María Jesús es familia, te habría acompañado a cualquier parte si hubiera sido necesario.

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