39.

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Alfred le dio una última vuelta a la llave en la cerradura y se apartó a un lado cuando hubo abierto la puerta frente a ella, haciéndole un gesto con la mano para que entrara primero. Y, como si estuviese teniendo lugar algún tipo de solemne ritual en el que ella era la protagonista, Amaia entró.

—Bienvenida a mi casa —escuchó a Alfred tras de sí.

El piso no era para nada como ella se lo había imaginado, pero, al mismo tiempo, llevaba la firma de Alfred grabada por todas partes. Cómo podía haber llegado a pensar que el lugar donde viviera Alfred no iba a ser exactamente así. Adondequiera que mirara, reconocía un símbolo, un recuerdo, una característica del chico. Algunos muebles los conocía de la que había sido su casa en El Prat; otros no los había visto nunca pero tampoco eran nuevos, parecía como si los hubiera adquirido en algún tipo de rastrillo o tienda de segunda mano, cada uno de ellos de un padre y una madre distintos. A Amaia no le sorprendía en absoluto que no hubiese querido amueblar su casa con el catálogo de Ikea; Alfred siempre buscaba una historia que contar, y su piso no iba a ser menos: seguro que cada silla, cada armario, cada mesa, cada alfombra... escondía un pasado con el que Alfred podía escribir incontables versos y componer infinitas melodías.

También estaba el orden. A pesar de la impresión destartalada que daban los muebles diferentes entre sí en tamaño, color y forma, la estancia estaba recogida y no había nada que no estuviera en su sitio. No había ropa desperdigada a la vista, ni cojines por el suelo, ni platos sucios en la cocina. Amaia hasta se había fijado en que las zapatillas estaban bien ordenadas en el zapatero de la entrada, colocadas por parejas y completamente rectas mirando a la pared.

Las paredes estaban en su mayoría desnudas, con solo unos cuantos cuadros que seguramente se podían contar con los dedos de una mano y que Amaia dedujo por el carácter impersonal de los mismos que ya habían estado ahí cuando Alfred se había instalado. Pero las repisas de los muebles, de la chimenea, de las ventanas... todas estaban repletas de pequeñas fotos enmarcadas que relataban la vida de Alfred desde su más tierna infancia hasta el hombre en que se había convertido con el paso de los años. No se detuvo a mirarlas todavía; tenía miedo de encontrarse en ellas con un recuerdo demasiado doloroso o con una verdad demasiado sincera. Tenía que ir poco a poco.

Sin embargo, había una cosa que no terminaba de encajar, un detalle que golpeó a Amaia enseguida y que por un momento le causó un fugaz malestar en el estómago.

—No huele a ti —dijo cuando se giró para mirar a Alfred, que había caminado detrás de ella todo el rato desde que habían entrado.

—¿Cómo?

—Que no huele a ti —repitió ella, tan tranquila como si estuviera tomándose el té con unas amigas y charlando de trivialidades—. Tu casa siempre ha olido a ti, a tu ropa, a tus cosas —explicó Amaia, hablando sin alzar la voz pero dejando muy claro que la casa a la que se refería estaba en Barcelona—. Esta simplemente huele como cualquier otra. Pero no a ti.

—Puede que te lo parezca porque es la primera vez que estás aquí —trató de excusarse Alfred, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro.

—No —zanjó ella, tajante—. Tú mismo no puedes apreciar tu propio olor, pero yo reconocería tu rastro en cualquier parte y aquí no está.

Alfred dio un paso al frente, hacia ella.

—Entonces quizá es que siempre le ha faltado algo a esta casa...

Fue su tono de voz el que alertó a Amaia, sobresaltándola, sacándola de un solo empujón del trance en que se encontraba. Estaba hablando de ella; ese algo que le faltaba a su casa —a su hogar— era ella. Lo notaba en la suavidad de sus palabras, en la forma en que habían resbalado de sus labios, escurriéndose como el agua al deslizarse por un tobogán, tranquila pero imparable. Era en parte una súplica, quizá por perdón o quizá más por una petición. No lo sabía. Pero era ella.

Volverte a ver || AlmaiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora