27.

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¡Hola, vengo con una sorpresa! Como es viernes y cuenta la leyenda que yo subía capítulo cada martes y viernes, he pensado que, sin que sirva de precedente, hoy os voy a dar otro capítulo. El martes publicaré el siguiente y a partir de ahí volveré a subir solo los martes hasta próximo aviso. ¡Espero que os guste!

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De no ser porque, a pesar de todo lo que habían vivido, conocía demasiado bien a Alfred, Amaia habría pensado que le había tomado el pelo con la llamada y que la había enviado a una calle desierta y perdida en medio de la nada. El taxista incluso le había preguntado en cuanto llegaron si estaba segura de que esa fuera la dirección exacta. Pero Amaia se la había apuntado correctamente, así que tenía que ser ahí.

Frente a ella, una gran reja metálica y algo oxidada le impedía el paso al interior del sombrío edificio que lucía el número que Alfred le había dicho. Miró a ambos lados y comprobó que estaba sola en la acera; ni siquiera había vecinos asomados en los balcones ni movimientos de las cortinas. No se escuchaba ningún otro sonido que no fuera el de los coches circulando a lo lejos. Ahí no había ni un alma. Estaba empezando a pensar que algo había tenido que hacer mal para haber acabado en ese sitio cuando una pequeña puerta desvencijada en la que no había reparado antes se abrió con un chirrido junto a ella, revelando a Alfred.

—¡Por Dios, Alfred! —exclamó, sobresaltada, llevándose una mano al pecho en un acto reflejo—. ¡Qué susto! Pensaba que no había nadie.

—La verdad es que el lugar es un poco tétrico. —Sobrevoló la calle con la mirada, como dándose cuenta por primera vez de que el sitio era de todo menos acogedor.

—Podrías haberme avisado.

Alfred rio con ganas antes de extender una mano hacia ella.

—Ven, entra.

Todavía un tanto vacilante, Amaia le tomó de la mano y lo siguió hacia el interior, entrando por un oscuro pasillo no muy largo que desembocaba en una sala más iluminada, con un par de sillones en una esquina y una mesita de café entre ellas. A su derecha había un pequeño mostrador vacío, y una enigmática puerta más allá le hacía sospechar que se encontraban en una especie de sala de espera. El olor era más bien pesado, como si el lugar no fuera frecuentado a menudo.

—Alfred, ¿dónde estamos? —Ya no había forma de esconder su incertidumbre.

Sin más dilación ni misterio, Alfred se acercó a la puerta que le había llamado la atención a Amaia y la abrió lentamente, preparado para enseñarle lo que había al otro lado.

—Bienvenida al Estudio 18 —dijo con solemnidad, como si estuviera presentando a una celebridad o a alguien de la mismísima realeza—. Acércate.

Amaia, que era de naturaleza demasiado curiosa —por no decir cotilla—, no se demoró en aproximarse al lado de Alfred para echar un ojo al interior de la estancia que se abría frente a ellos. Adondequiera que mirara, había instrumentos o micrófonos, todo tipo de material relacionado con la música. Automáticamente le recordó a la sala de música de su colegio en Mendillorri, que siempre había estado repleta de cantidad de instrumentos con los que ella había fantaseado antes de empezar a dedicarse más seriamente al piano. También pensó en las diferentes salas que había en el conservatorio en el que había estudiado, ofreciéndoles a los alumnos la posibilidad de experimentar con cualquier instrumento para que estos encontraran su verdadera vocación. Amaia la había hallado en el piano, pero siempre había adorado probar sonidos nuevos.

Sin embargo, por encima de los recuerdos de su infancia que le venían a la mente con tan solo el olor en que estaba impregnada la habitación, Amaia habría sabido reconocer dónde estaban en cualquier lugar, no en vano se había labrado una carrera profesional como cantante y pianista. Se trataba nada menos que de un estudio de grabación, como el que ella frecuentaba cuando tenía que trabajar en su disco, solo que este era mucho más personal y acogedor que cualquiera de los otros donde había estado anteriormente. El ambiente era más cálido; los rostros sonrientes en las fotos enmarcadas en las paredes la invitaban a entrar; los instrumentos, dispuestos de cualquier manera aunque no por ello descuidados, le pedían a gritos ser tocados.

Volverte a ver || AlmaiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora