Era en momentos como ese en los cuales sentía ganas de confesarle todo. Momentos que parecían ser la única y última oportunidad que jamás tendría.
Harry se encontraba semi-desnudo en mis brazos, sólo en boxers, completamente caliente y sudado. Volaba de fiebre. Claro que no era nada grave, sólo una simple gripe de la cual se recuperaría. Pero el verlo tan vulnerable e incapaz de mantenerse en pie o incluso despierto causaba en mí el mismo efecto que apuñalarme en el estómago; ya que me recordaba a mí misma, totalmente desecha, el día que nos habíamos conocido.
Supongo que me di cuenta de lo especial que era el día que me encontró, o me salvó, quizá sería más apropiado decir. Pero no podía arruinarlo, si él no sentía lo mismo terminaría arruinando nuestra amistad. No podía arriesgarme a perderlo todo. Él era mi mejor amigo, mi vida, mi sostén, la razón por la cual me levantaba con una sonrisa en el rostro cada mañana. Si debía esconder la verdad sobre lo que sentía por el resto de mi vida a cambio de verlo feliz, sonriente y con sus hermosos rulos, juro que lo haría.
Comencé a acariciar su cabello, su cara destilaba cansancio, pero lucía en paz. De repente, alzó una mano para agarrar la mía y sus ojos verde esmeralda se abrieron lentamente. Se me quedó observando fijamente, sin decir una palabra, durante unos cuantos minutos. Luchando contra el peso de su cuerpo logró incorporarse y acercó su rostro al mío lentamente, deteniéndose solo a unos dos centímetros.