Escribir un libro no es tarea fácil. Crear una trama en la que la mente se sienta cómoda y pueda situarse, como un ser vivo en un ecosistema. Transformar ese ente omnisciente en personajes que logren adaptarse igual de bien, que logren relacionarse y enredarse en la historia como una glicina a un paredón. Lograr llenar las páginas, sin que falte ni un detalle, de principio a fin. Titularlo.
Si alguna página de ese único libro fuera a desaparecer, ser arrancada o destruída de alguna manera, todo se vendría abajo. Como una nota mal colocada en el pentagrama del director de orquesta; una trompeta que no debía sonar aquí, una tecla de piano allí, y un golpe de platillos que terminó por desconcentrar al del trombón. Si una sola nota puede crear semejante desastre, o volviendo al caso original, una página de libro perdida, ¿qué harían muchas?
El hilo de la historia se perdería; los personajes principales jamás se conocieron; aquel departamento de la calle Broom jamás se alquiló; el perro del parque vivió para siempre solo y alimentándose de las sobras de picnics; un par de niños no pudieron conocer el mundo. Se volvería una historia completamente distinta e incoherente, algo que no sería del agrado de todos al leer. Ni mucho menos vivir.
Pero, si eso llegara a pasar, no habría por qué rendirse ni mucho menos perder la esperanza. La historia puede ser reescrita, aunque si se quiere llegar al mismo resultado, debe ser exactamente igual a la original, y eso, claro está, sólo puede hacerlo el autor mismo. Lo cual no quiere decir que el autor no pueda recibir ayuda.
Y eso fue exactamente en lo que yo debí transformarme luego del accidente de Harry; la ayudante del autor. Aquella que corrigiera los errores de ortografía, se asegurara de que en la trama no ocurrieran cambios drásticos, y de ayudarle a ubicar las páginas recuperadas en el lugar correcto, guiándose por las arrugas y desgarros del papel. Aquella que estuviera dispuesta a alentarlo cuando la fuerza se había agotado y la esperanza esfumado, dispuesta a aportar el grano de arena necesario para poder completar la historia y no dejarla inconclusa, para siempre preguntándose en qué habría terminado.
Sólo que nuestra historia no tenía final. Recién había comenzado.
CUATRO AÑOS MÁS TARDE
Cuatro años pasan volando, aunque uno normalmente espera que se arrastren por el suelo, lentamente, como un felino acechando a su presa, y que consigo arrastren millones de eventos tanto oportunos como inoportunos. Por suerte, en mi vida ya no cabían eventos desafortunados, por lo que todo fue bastante viento en popa luego de que Harry mejoró.
Como ya dije, no fue fácil; el cerebro de Harry aún sufría secuelas, secuelas que de vez en cuando también lo hacían olvidar cosas que acababa de aprender. Además de la usual amnesia esporádica, algunos recuerdos solían atacarlo cual avalancha, poniéndolo tan nervioso (o por lo menos logrando exaltarlo), que Morgenstein terminó recetándole las mismas pastillas para la ansiedad que me había dado a mí cuando casi caigo en la depresión tras el accidente de Harry.
Pero todo fue para mejor, y al cabo de un año y medio, Harry recordaba hasta el color de barniz de uñas que Gemma había usado en él la vez que lo había hecho tomar el té con ella y sus muñecas cuando él tenía 5.
Una semana luego del casamiento de Gemma, ambos volvimos a Londres, y tras un mes de estar alternando entre ambos apartamentos, la totalidad de mis pertenencias se encontraban en el suyo- tras decidir que su apartamento era más amplio y de todos modos había sido mi hogar también.
Izzy también se quedó con nosotros, pero debido a mi alergia, debí comenzar a tomar un medicamento que evitaría que mis ojos lagrimearan y estornudara todo el tiempo; aunque aún así no debía abusar de la cercanía entre ambos.