Capítulo 2

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Laura cargó el resto de las compras en la caja de la camioneta, y se subió de un salto. El motor rugió con gran estruendo, y toda la camioneta comenzó a bambolearse, como solía hacerlo cuando la encendía. Miró por el espejo retrovisor a Donovan, que la saludó mientras le cerraba la tapa trasera del vehículo. Le hizo un gesto con la mano por la ventanilla, en señal de agradecimiento, y arrancó.

El pueblo era muy pequeño y acogedor. Una vez por semana, Laura iba a entregar sus productos y hacer las compras necesarias para no tener que volver en, con suerte, en otros siete días. Su campo quedaba en las afueras, bastante lejos del pueblo, y si bien disfrutaba visitarlo y visitar a su gente, mucho más disfrutaba estando sola en su casa, en su campo, con sus perros y sus frutales.

Se había acostumbrado a que la llamaran hermitaña. No iba a negar que hace unos años había resultado un tanto extraño que una mujer tan joven se mudara, sola, al medio del campo, sin un hombre, sin hijos, sin nada más que unas cuantas cajas y dos perros, y hasta ella comprendió que cuando se mudó allí, unos cinco años antes, había podido ser objeto de toda clase de conjeturas por parte de los lugareños. Pero poco a poco se fue ganando el cariño de la gente, que la fue conociendo y adoptando como una más. Le costaba entablar relaciones estrechas, se sentía todavía vulnerable, y elegía desconfiar antes que confiar. Sin embargo, la gente de los alrededores no preguntaba, y respetaban sus tiempos. Así fue que, poco a poco y con el correr de los años, lograron con sus silencios que Laura se incorporara a la vida social del pequeño pueblo. Fiestas anuales, desfiles de primavera, o incluso la feria mensual, eran motivo para que ella se sintiera feliz, encontrándose con la gente que había llegado a querer como a su propia familia.

Con un codo descansando en la ventanilla completamente baja, Laura cantaba la canción de Nick Cave & The Bootleggers que sonaba por los parlantes, "Burnin' hell". El pelo se le alborotaba con el viento, y el aire caliente de la tarde le quemaba la piel. La camioneta zurcaba la carretera a toda velocidad, mientras sus dedos tamborilleaban el compás de la música en el volante.

Sus ojos se distrajeron al costado del camino. Dejó de cantar la canción y se concentró en lo que veía, aferrándose al volante y llevando su cuerpo hacia adelante, como si eso la ayudara a ver mejor. A medida que se acercaba, distinguió un auto blanco, detenido sobre el pasto que mordía la ruta, con las ruedas traseras casi rozando el asfalto. Detuvo su marcha delante del vehículo y bajó. Dentro no había nadie. Sólo algunos papeles en el asiento trasero, una camisa a cuadros y un teléfono roto en el asiento del acompañante. Volvió a subir a su camioneta y marcó un teléfono en su celular.

-Billy, ¿cómo estás?... No, no pasó nada. Simplemente estoy camino a casa y hay un auto abandonado al costado de la ruta, quizás deberías venir con la patrulla a chequearlo más tarde... No. No, nadie... Kilómetro cuarenta y dos, del lado derecho, a unos seis kilómetros de mi campo. Es un auto blanco... Ok. ¡Adiós! -colgó la llamada y dejó el teléfono en el asiento del acompañante. Extendió la mano para encender nuevamente la música, y volvió a poner en marcha la camioneta. A los pocos kilómetros, volvió a entrecerrar los ojos, haciendo foco en la banquina. Ahora era una persona la que aparecía al costado de la ruta. -¡Bingo! -se dijo en voz baja. A medida que se acercaba distinguió que era un hombre. Cargaba un enorme bolso marrón en un hombro, y caminaba como si la vida entera le pesara en las piernas. El jean debía estar matándolo de calor, pensó para sí.

Cuando Tom escuchó el motor de la camioneta se dio vuelta, y arrojó el bolso al piso. Comenzó a hacer señas con los brazos exageradamente, como un náufrago que acaba de ver un barco en alta mar. El vehículo se acercaba rápidamente, y frenó su marcha delante de él. Se acercó corriendo, y, poniendo un pie en el escalón de la puerta, se asomó por la ventanilla del acompañante. Se sorprendió al encontrar a una mujer, de unos treinta años. Tenía las mejillas sonrosadas, y el pelo totalmente alborotado. Sus ojos brillaban con una chispa particular, encendidos por el reflejo del sol. Se veía hermosa, y él pensó que debía verse como el infierno, sudado y rojo por el calor y la caminata.

-Hey -le dijo, pasándose el antebrazo por la frente húmeda - Mi auto se rompió, y no tengo idea dónde estoy. ¿Podrías alcanzarme hasta algún lugar donde hablar por teléfono y poder pasar la noche?

-Tu auto es el auto blanco de allí atrás, ¿verdad? -le dijo Laura, frunciendo el seño. No le gustaba ver al desconocido colgado de su camioneta.

-Si, ese es. Tuve que dejarlo ahí, sus ruedas... no lo sé. Simplemente se rompió. Apenas pude empujarlo fuera del camino.

-¿Hacia dónde vas?

-No tengo idea -le dijo Tom, sonriéndole ampliamente. Laura no sonrió. Esperaba más respuestas que esa -Sólo me perdí. Necesitaba unas vacaciones y creo que esto de salir sin rumbo no es lo mío.

-El pueblo no tiene alojamiento. -Laura tenía sus ojos clavados en los del extraño colgado de su camioneta.

-¿Perdón? -dijo Tom, sacudiendo la cabeza. Pensó que había escuchado mal.

-Que el pueblo no tiene alojamiento. Es un pueblo muy pequeño, no tendrás dónde quedarte a dormir.

-¿Qué? -Tom se quedó con la boca abierta. Bajó del estribo donde estaba subido y se pasó las manos por el pelo -Mierda. ¡Mierda! Gritó, pateando el piso.

Laura abrió la puerta y bajó. Caminó lentamente por delante de su camioneta y se acercó al desconocido. Era alto, y a pesar de estar desaliñado y sucio, se podía notar que era muy atractivo. Su espalda era amplia, sus brazos fuertes y su piel estaba dorada por el sol. Su cabello era rubio, aunque también podría ser algo rojizo, y una gran barba cubría su cara. Se sorprendió al descubrirse merodeando pensamientos que hacía tanto tiempo que no tenía, y se sonrió fugazmente.

Tom vio caminar la pequeña figura de Laura desde el otro lado de la camioneta. Era hermosa, y su ataque de ira se disipó al verla acercarse esbozando una hermosa y breve sonrisa. Iba vestida con unos jeans gastados y muy sueltos, y una remera blanca que se ajustaba a sus prominentes pechos. Sin embargo, su mirada se detuvo en sus pies, que estaban desnudos.

-¿Por qué estás descalza? -fue lo único que pudo decirle.

-Porque no me gusta manejar con las zapatillas -le contestó Laura, apoyando todo el peso de su cuerpo en una pierna, y cruzando los brazos delante de ella. -No entiendo que haces perdido aquí.

-Sólo... no lo sé. Salí buscando vacaciones, sin rumbo. Y todo salió mal desde entonces.

Laura lo miró de arriba a abajo con parsimonia, y se dio vuelta, volviendo sobre sus pasos.

-Puedes quedarte en mi campo, pero dormirás arriba de la camioneta. Y avisaré a la policía.

Tom escuchó esas palabras y largó el aire que estaba conteniendo en el pecho. No le importaba dormir donde fuera. Necesitaba un baño, necesitaba cambiarse de ropa, y necesitaba, por sobre todas las cosas, descansar. Aunque más no fuera arriba de una camioneta. Corrió hasta donde había dejado su bolso, se lo colgó en el hombro, y subió rápidamente. No quería que Laura se arrepintiera.

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