Capítulo 1

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El auto comenzó a temblar. Un estruendo ensordecedor se unió a la creciente vibración, y finalmente todo se volvió una enorme coctelera. El volante no respondía, girando por si mísmo y guiando todo el vehículo hacia la derecha. Tom maldijo por dentro y por fuera, y detuvo la marcha. Gritó y golpeó el volante con ambas manos, repetidas veces. No sabía qué estaba pasando, pero fuera lo que fuera, no lo necesitaba ahora. No en el medio de la carretera vacía.

Se bajó, empujando la puerta con el pie para cerrarla con un golpe seco y sonoro. El auto estaba detenido en el medio de la carretera. No le importaba. No había nadie alrededor, no había visto pasar un vehículo hacía horas. Conducía tan solo como se podía estar. Ni siquiera la radio se sintonizaba ya, y el único disco que encontró en la guantera había sonado unas diez veces desde que comenzara el viaje. Ya estaba odiándolo.

La cinta de asfalto partía en dos la infinita sábana verde del campo. Hacia ambos lados sólo se veían verdes planicies, quebradas aquí y allá por montones de árboles que formaban pequeños oasis en el medio del desierto de clorofila. A lo largo de la ruta, los alambrados le decían que, por lo menos, había civilización en algún punto recóndito de la verde extensión. O por lo menos, la había habido en algún momento. Sacó el celular de su bolsillo. No había señal, y no entendía por qué siquiera se había molestado en fijarse.

-¡Claro! ¡Claro! ¿Por qué mierda iba a tener señal? -gritó, lleno de furia, y arrojó el aparato contra el asfalto caliente. El teléfono se separó en varias partes en el suelo. Revoleó los ojos y se pasó las manos por la cara, fastidiado. Se agachó a juntar una a una las partes. La pantalla estaba partida. -¡Mierda! -gritó, y, sentado en el suelo, terminó de ensamblar el maltrecho aparato. Lo encendió, y casi pudo esbozar una sonrisa al ver que el teléfono brillaba en su mano con la palabra "bienvenido". Deslizó la yema de su dedo índice para desbloquear el aparato, pero la pantalla no respondió. Definitivamente estaba roto.

Todavía ni siquiera se había fijado qué es lo que tenía el auto, y ya había roto también el teléfono. Lo arrojó en el asiento del acompañante a través de la ventanilla abierta, y rodeó por delante el auto. Revisó las gomas, y ninguna estaba pinchada. Se agachó aún más, y vio que una de las ruedas parecía estar torcida hacia adentro, en un extraño ángulo.

-Definitivamente no creo que eso esté bien -se dijo en voz alta, hablando consigo mismo. Aunque no entendía nada de autos, claramente una rueda torcida no era una buena señal. Recordó aquel pozo que lo sorprendió en la ruta hacía unas horas atrás, y cómo el auto había empezado a hacer algunos ruidos raros a partir de ese entonces. Si, ese había sido el momento en el que su suerte, y la del coche, habían quedado selladas. Se enderezó y miró alrededor. Nada había cambiado, había campo y sólo campo hacia ambos lados. Cerró los ojos con fuerza, tiró la cabeza hacia atrás, y entrelazó sus manos en la nuca. Estaba en el medio de la nada, sin auto y sin teléfono. Y no podía culpar a nadie más que a él.

El sol de la primavera estaba justo sobre su cabeza, y el calor estaba comenzando a picar en su cuerpo. Se quitó la camisa de franela a cuadros y la tiró en el asiento trasero. Sacudió sobre su pecho la remera blanca, esperando que algo de aire entrara entre su piel y la tela, y entró al auto. La tupida barba no le parecía la mejor compañía bajo el sol abrasador del mediodía. Con el seño fruncido, dos dedos apoyados en sus labios, y la otra mano recorriendo la consola, buscó la manera de encender el aire acondicionado. Estaba seguro que tenía aire acondicionado. Había dejado de escuchar las indicaciones del empleado de la agencia de alquiler de autos al instante que éste le entregó las llaves, y ahora se lamentaba no haberle prestado atención. Presionó botones y perillas, hasta que bocanadas de aire cada vez más caliente comenzaron a salir de las ventilaciones.

-¡Mierda! No, no... -susurraba mientras abría las ventanillas. Tocó un par de perillas más, hasta que comenzó a sentir el viento frío sobre su frente. Cerró los vidrios y se recostó contra el apoyacabezas, con los ojos cerrados. Alguien debería pasar, en algún momento, por esa ruta desierta. Pero mientras tanto, iba a descansar con el aire acondicionado prendido y el único cd que tenía a mano sonando por enésima vez.

...

Cuando Tom abrió los ojos, el sol ya estaba bastante abajo en el cielo. Se había quedado dormido. Miró el reloj, tratando de enfocar sus ojos soñolientos. Eran las cuatro de la tarde, y evidentemente nadie había pasado por esa carretera; su auto estaba parado en el medio del camino, y si alguien hubiese pasado, se hubiese detenido a ver qué le pasaba. Salió del coche, y el calor que emanaba el asfalto lo agobió. Tenía que empujar el vehículo de allí, y caminar en busca de ayuda. De lo contrario, la noche lo sorpendería con un auto parado en el medio de una ruta oscura y desierta, y no podía ser bueno para nadie. Abrió la puerta, quitó el freno de mano, y comenzó a empujarlo hacia el costado de la ruta.

La rueda rota le dificultaba el trabajo al extremo de lo ridículo. Empujó con todas sus fuerzas los pocos metros que lo separaban del borde de la ruta, hasta sacar el auto completamente. Estaba agitado, enojado, transpirado, y no podía creer dónde las cosas lo habían llevado. Él mismo se había puesto en esa situación, y eso era lo que más lo enfurecía. Él mismo había mandado todo al demonio, superado por todas las situaciones que se estaban mezclando en su vida. Su esposa dejándolo, su familia dándole la espalda, su socio exigiéndole que venda su parte en la empresa que él mismo había creado. Ese había sido el punto máximo, donde supo que toda su vida estaba cayendo en picada, y decidió simplemente desaparecer. Armó un pequeño bolso, alquiló un auto, y sin rumbo alguno comenzó a manejar, enceguecido por su propia ira. Nunca pensó llegar tan lejos, y nunca pensó estar en el medio de la nada, sin comunicación y sin auto.

Sacó su bolso del auto, las pocas pertenencias que llevaba con él, y lo cerró. Se colgó el bolso en el hombro, y miró hacia ambos lados. Iba a ser un largo camino.

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