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—¡Levanta más las manos Adele!

Jadee mientras sentía como Mónica clavaba sus tenis con punta en la palma de mis manos. ¿Quién demonios llevaba tenis con punta a un ensayo? Claro, sólo podía ser ella. Intente con todas mis fuerzas no mover las manos, sólo un poco más... Aguanta... Justo cuando pensé que lo tenía dominado una abeja apareció en mi campo de visión provocando que saltara asustada hacía atrás olvidándome de los cuarenta y cinco kilos de maquillaje, ropa, y egocentrismo que tenía encima.

—¡Auch! —gritó, una voz chillona.

Mónica se levantaba con una expresión de completo enojo, y vaya que yo conocía de esas —Había pasado muchos fines de semana soportando los gritos de mi madre—, para conocerlas tan bien.

—¡Qué demonios te pasa Adele!—pregunto, mientras se acercaba a mi con aire arisco, cojeando, y mucho pasto en su melena rubio cenizo. Joder, que si no la conociera desde que éramos pequeñas pensaría que se lo pintaba—. ¿Acaso no puedes mantenerte quieta por cinco malditos minutos? —pregunto, enojada sacudio su melena con un movimiento de cabeza mientras se cruzaba de brazos.

Dios, que yo era benevolente pero como me siguiera gritando le iba a decir unas cuantas cosas no aptas para menores de quince años —y mira que si no sabía de esas—. En el bar había escuchado tantas de esas que fácilmente podría haberme matriculado en palabras malsonantes de marineros —Si es que existía tal título—. Junto con un arsenal de palabrotas, las técnicas que Mani me había enseñado sobre defensa personal —en caso de que un tío quisiera pasarse de listo—, y vivir en una calle donde abundaban los pandilleros, yo fácilmente podría pasar por una vengadora «Diablos, sí», hasta un traje me podría hacer ahora que lo pienso.

—Perdón, pero para la próxima procura no ponerte ese perfume tan dulce que traes. Que a la próxima no sólo atraerás abejas, también algún perro —hice una pausa—. Ah, perdón, que esos ya los tienes —termine, con una sonrisa hipócrita.

—Serás... —antes de que terminara la oración me adelante.

—Cuidado —dije, lentamente. Como quién no quiere la cosa —, si vas a terminar esa oración con algo tan despectivo con lo que te sientas identificada, yo que tú tendría más cuidado —sonrío, me alejo de ahí dejando a una muy enfadada Mónica «Que se joda».

Camine hasta sentarme en el pasto donde había un montón de chicas estirándose en posiciones parecidas al exorcista —como me hicieran torcer la espalda así ya podrían llevarme de una vez al hospital porque dudo mucho que saliera ilesa de esa—, según esto era un estiramiento antes del famoso entrenamiento. Había decidido ponerme mis pantaloncillos cortos a medio muslo junto a una blusa de tirantes azul y arriba de esta una camisa de cuadros —antes de papá—, la había escondido tan al fondo de mi armario para que mamá no la viera. Sólo me la ponía cuando sabía que no iba a estar en casa al regresar, y dado que hoy tenía turno doble me había parecido una buena opción. Las demás vestían con short y blusas de tirantes tan cortos que parecía que no llevaran nada encima porque se pegaba tanto a su piel que parecía aderida a esta. Así que en general mi ropa era sencilla. Modesta, diría yo. Estaba rodiada de chicas tan hermosas —que me hacían dudar de mi sexualidad—, no encajaba aquí. Eso se veía de sobra.

Había decidido venir a los entrenamientos por Pame, que le debía una después del maldito loco Nick —sí, ese es un buen nombre para el cabron «que le dieran»—, por su culpa yo ahora tenía que pasar por estas cosas mientras él seguramente estaba acosando a otra chica.

Pame había llegado hace cinco minutos, pero tan pronto como lo hizo había decidido ir ayudar a unas chicas que no podían hacer los calentamientos correctamente. Iba vestida igual que siempre. Como si fuera a una maldita pasarela de moda.
Pame era hermosa, divertida e inteligente. Siempre me iba a preguntar como había terminado siendo mi amiga después de todo lo que había pasado.

Un capítulo másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora