Loca

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La chica lanzó una tercera roca al lago, esperando que rebotara por la superficie un par de veces antes de hundirse, justo como sucedía en las películas.
¡Carajo, ¿por qué no lograba hacerlo!?
Balanceó un par de veces más sus pies debajo del agua, para provocar que pequeñas olas se expandieran alrededor de ellos.
Miró su atuendo, esperando que no se notara demasiado que había estado jugando en el lodo otra vez. No tuvo tanta suerte: su overol de mezclilla estaba asqueroso, y seguro que su madre la mataría esta vez.
Pero ese día tenía peores cosas de qué preocuparse: cuando la mujer regresara a casa, justo después de tener una charla con el director de su escuela, seguro que no notaría que tenía la ropa manchada.
Y su piel se puso de gallina en cuanto escuchó pasos sobre la madera del pequeño muelle que se encontraba detrás de su casa.
—No estoy loca —dijo ella rápidamente, antes de darle tiempo a su madre de decir palabra alguna.
Ella se sentó a su lado, e imitó el movimiento de los pies de su hija, metiéndolos al agua también.
—¿Por qué me dices eso? —le cuestionó la mujer, mirándola con simple curiosidad.
—Sé que te citaron en la escuela para decirte que estoy loca, y que me encierres en un manicomio.
Su madre soltó una risilla. La niña no le encontró la gracia al asunto.
—Hija...
—¡Te juro que no estaba hablando sola! —le interrumpió la pequeña.
—Habíamos hablado de los amigos imaginarios, y ya sabes que...
—¡No son amigos imaginarios! —chilló ella, imprimiendo toda la frustración que sentía en sus palabras —. ¡Existen, lo juro! Sólo... que se esfumó de un momento a otro.
La niña suspiró.
—¿Tu también crees que estoy loca?
—Los locos no existen. Solo... son personas que logran ver más allá que todos los demás. No se conforman con la realidad que todos conocen, sino que cruzan las barreras y llegan a esos lugares que nadie más conoce.
Un silencio siguió a las palabras de la mujer, mientras que la chica la miraba de forma incrédula.
—Esa es una forma amable de decir que sí lo crees —dijo ella.
La madre rio.
—Lo entenderás con más práctica.
—¿Más práctica? —preguntó la chiquilla, con el ceño fruncido.
Luego, antes de que pudiera abrir la boca, escuchó unos gritos a su espalda... unos gritos femeninos.
—¡Hija, hija, ya llegué! —decía la voz, a unos metros.
La piel se volvió a poner de gallina.
Se giró precipitadamente y divisó a su madre, que la llamaba desde la puerta trasera de su casa.
—¡Ven aquí, que necesito hablar contigo! —le gritó antes de desaparecer otra vez por la puerta.
De inmediato, la chica volvió a girar su cabeza, y dio un salto al encontrarse a ella sola en el muelle, solamente con un sabor amargo en la boca y con escalofríos que le recorrían la espalda.
No gritó, porque su atención que fijó en un detalle que antes había pasado por alto: los residuos de las pequeñas olas que la visión de su madre había hecho mientras hablaban, seguían bailando sobre la superficie del lago.
Soltó un suspiro.
—No estoy loca, no estoy loca... —comenzó a decirse mientras caminaba hacia su casa, a modo de mantra.

—D.

Relatos Espontáneos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora