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Nunca os dejéis engañar por las películas americanas. Los directores de Hollywood se empeñan en pintar toda la realidad con una enorme brocha embadurnada de purpurina: gente que canta en los institutos, que parecen no tener que quedarse nunca encerrados en casa para estudiar para un examen, paseos por Central Park, la Ruta 66, las preciosas playas de California, la Estatua de la Libertad, los casinos de las Vegas...

Todo eso está muy bien, el único problema es que parecen olvidarse de que, por cada cosa buena, hay dos o tres malas detrás de ella. No quiero sonar negativa, pero apenas llevaba tres horas en aquel país y ya estaba deseando volverme a Milán. Lo comprobé incluso antes de bajarme del avión: Estados Unidos no era para mí. Sé que no se puede juzgar algo que apenas conoces, pero el simple hecho de tener que dejar todo lo que conocía para mudarme allí con mis padres ya me hacía odiarlo. Realmente eso fue culpa del jefe de mi padre, quien tuvo la brillante idea de mandarle precisamente a él a su empresa en aquel país lleno de obesidad infantil. Esa fue una de las mil y una razones que le di para que rechazara el trabajo, lo cual tuvo oportunidad, pero en cuanto supo lo que le subirían el sueldo, básicamente la decisión estaba tomada incluso antes de que mi madre o yo lo supiésemos.

Arrugué el ceño al recordar cómo había acabado aquella conversación, conmigo dando un portazo al entrar en mi habitación y la caja de puros de mi padre medio vacía. A mamá le gustaba el olor a tabaco que desprendía papá, mezclado con su colonia, pero siempre me recriminaba precisamente a mí que las costinas acabasen oliendo a humo una y otra vez. Papá sólo fumaba en casa en dos situaciones: cuando había tenido un duro día en el trabajo o cuando yo le sacaba de quicio. La segunda solía ser la más común.

Quería a mi padre tanto como a mi madre, pero nuestros carácteres solían chocar con bastante frecuencia. Él decía que le gustaba mi genio, pero no cuando él era quien sufría las consecuencias. Pero, ¿qué otra cosa se esperaba que pasase si me decía que, de un día para otro, nos mudaríamos a la otra punta del mundo?

Come on, honey, smile!

Puse los ojos en blanco al oírle hablar en inglés.

―Por favor, no me hables en inglés ―dije, dejando mi cabeza caer contra la ventanilla.

Me gustaba el italiano: fluía en mi boca prácticamente solo. El inglés era aparatoso, con todas esas haches intercaladas y esas series de consonantes tan difíciles de pronunciar. Él, al volante, sonrió. Mi madre, que también sonreía, se limitó a negar con la cabeza.

―Solo trataba de hacerte practicar el idioma.

No sé por qué, pero aquello me molestó.

―Sabes que hablo perfectamente inglés. Y español. No tengo que practicar nada ―dije, cabreada.

Mi familia era una mezcla étnica algo curiosa. Mi madre, española; mi padre, italiano, y yo...

―Vamos, cielo, ¡es tu lengua materna! No debería molestarte hablarla.

Entorné los ojos y me incliné hacia delante, impulsándome con ayuda de los asientos delanteros.

―No, mi lengua natal es el italiano, no el inglés.

―Gía, aunque no te guste, naciste aquí. Eso siempre formará parte de ti ―intervino mi madre, mirándome más seria que antes.

...yo era americana.

Bufé y me dejé caer contra mi asiento, mirando a través de la ventanilla. Habíamos tenido aquella conversación miles de veces, y nunca acababa bien. Otras personas adoptadas parecían tener curiosidad por saber acerca de su pasado, pero yo no. ¿Por qué querría saber sobre las personas que me abandonaros a mi suerte siendo un bebé recién nacido? La porquería de sistema de casas de acogida de Estados Unidos no era ningún secreto.

In my bloodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora