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―¡Mira, cielo, ya han llegado nuestras cosas! ―exclamó mi madre, entrando de sopetón en la que ahora era mi habitación.

Dejé de mirar el libro de inglés y giré sobre la silla de escritorio. Arrastraba consigo las dos maletas en las que había conseguido meter toda mi ropa sin prescindir de nada.

―Están descargando todas las demás cajas. Luego, si quieres, podemos decorar tu cuarto.

Y, dicho eso, se fue corriendo eufórica. Pestañeé, pues no había estado ni dos segundos en mi habitación. Suspiré y, pensando que necesitaba un descanso de tantos adjetivos, verbos y frases subordinadas, arrastré la malera verde, en la que tenía toda la ropa de abrigo, y comencé a guardarla en mi vestidor. La verdad es que no podía quejarme: aunque nuestra otra casa tenía dos pisos y piscina, el piso nuevo no estaba nada mal. Mi habitación era más grande que la de Milán, y tenía vestidor y baño propio. Miré con una mueca las paredes blancas, tan sosas, y las estanterías completamente vacías. Me daba igual si mi madre me quería ayudar o no: aquel lugar necesitaba decoración de inmediato. Tras colocar toda la ropa de invierno y en cajas la de verano para ponerla en la parte alta de los estantes del vestidor, guardada hasta la temporada estival, me puse a desembalar todas mis cosas. La misma estancia que antes parecía un amplio espacio, estaba ahora llena de cajas vacías o medio llenas, con objetos por todos lados esperando a ser colocados en su sitio. Me daba rabia tener que volver a guardarlos una vez acabase el instituto para volver a Italia, pero aún quedaban cuatro largos meses para eso. Lucca, que había aparecido entre todo aquel desorden por arte de magia, se entretenía jugando con una caja que parecía haberse convertido en su nuevo palacio.

―Cielo, ¿cómo vas?

Me giré para ver a mi padre en la puerta de mi habitación con una taza de chocolate humeante en cada mano. Le sonreí y el entró, dándome una de las tazas. Me senté en la cama y él en la silla de mi escritorio, justo enfrente de los pies de ésta.

―Bien, aunque mamá dijo que me ayudaría ―le contesté antes de darle un buen sorbo al chocolate caliente.

Él se echó a reír y negó con la cabeza.

―Gía, tu madre se ha puesto a decorar la sala de estar como loca, así que olvídate de eso.

Sonreí y negué con la cabeza. Mi madre era una de las decoradoras de interiores más prestigiosas de todo Milán. Había rediseñado nuestra casa de arriba abajo tantas veces que solo era capaz de acordarme de cada etapa suya por fotos. La peor de ellas fue cuando le dio por el rollo Zen, y encontré mi cama en la otra punta de la habitación.

―¿Qué tal tu segundo día?

―Normal ―dije, encogiéndome de hombros―. ¿Qué tal tu segundo día de trabajo?

Mi padre era empresario. Llevaba esperando toda su vida un ascenso, y ahora era jefe en una multinacional. Estaba contenta por él, pero el que no parecía estarlo demasiado era él...

―Bien ―me sonrió, solo que algo tenso.

Fruncí el ceño.

―¿Pasa algo?

―No, cielo, todo está bien. Es solo que... ―Se pasó la mano por la barba de tres días, como buscando las palabras adecuadas―. Siento haberte sacado de tu vida de este modo, pero quiero que comprendas que... era necesario. Estás creciendo, dentro de poco serás una... adulta, y... yo solo quiero lo mejor para ti. ¿Lo comprender?

Enarqué una ceja y abrí la boca para responder, pero él se me adelantó.

―Cielo, ¿lo comprendes? ―volvió a repetir.

In my bloodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora