1. La promesa en la Nieve

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Eliza tal vez era muy pequeña para entender lo duro y ruín del mundo, pero a sus seis años estaba al tanto que su vida estaba acabando, iba a morir congelada en las montañas.

La humedad de sus zapatos y calcetines mojados fueron los primeros en hablarle de su final, luego su ropa apretándole su pequeño y casi sin calor cuerpo le confirmaron de que el frío de la montaña la estaba venciendo.

Tiritaba completamente y sus perlados dientes formaban un tintineo que se perdía entre el desolado paisaje inmerso en una sábana de nieve infinita.

Empezó a llorar de miedo y de pena. Por su larga nariz comenzaban de correr pequeñas lágrimas que cortaban su camino por el frío del ambiente, quedándose atoradas como lunares blancos y escarchados en sus mejillas.

El cuerpo le pedía que dejara de luchar, que se acostara entre el inmenso piso blanco y brillante. Pero sus pocas fuerzas, esas que el ser humano parece sacar en el momento más difícil de su vida, apareció haciendo que sus manos cortadas y enrojecidas por el clima y que ya no sentía por el frío se juntan formando un susurro en su boca.

— Dios que estás en los cielos — trató de decir entre el tintineo de sus dientes, casi en un susurro — Te suplico que me ayudes.

Eliza le rogó a Dios, ese que iba a ver los domingos con su padre en la iglesia del pueblo de Santa Piedad.

Le imploraba que dejara de soplar el viento que parecía cortarle cada pedazo de piel cuando pasaba, que el sol apareciera y le diera calor, que su papá la encontrara, lo que sea.

Siempre le agradeció cada día de vida en los pies de su cama, esa que parecía lejana hecha de madera y con un cubrecamas trabajado de lana calentita y  todo lo que le había dado.

Sabía que no había que pedirle nada de manera avara o egoísta, pero estaba tan desesperada por volver a estar en los brazos de su familia que se disculpó con ese padre invisible de su petición de salvarse.

— Por favor — le rogaba — Ayúdame.

Su cuerpo cayó en la nieve haciéndole tiritar fuertemente, el sueño que ya existía la envolvió nuevamente y con un suspiro agotado y moribundo se dejo ir.

Pero extrañamente, el frío comenzó a desaparecer mientras se sentía flotar.

El calor apareció como un viejo amigo que deseaba visitarle, abrazando su cuerpecito de niña dormido haciéndole abrir los ojos.

Primero descubrió que, si bien su ropa seguía húmeda, estaba tapada con una tela gruesa que le daba calor alrededor de ella con un aroma delicioso de pino.

En cuanto sus ojos castaños se acostumbraron a la fuerte luz del reflejo de la nieve, Eliza descubrió que estaba siendo llevada por alguien. El grueso poncho negro, por donde resbala la nieve descongelada fue lo primero que vió, el rostro de aquella persona apenas si se podía ver por lo alto del cuello de la prenda, pero divisó con dificultad unos ojos cafés, una nariz pequeña y algo de cabello lacio y rojizo.

Abrazo de Alas NegrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora