La artillería

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La calle herbosa, de pocas casas y covachas, y de solares vacíos, no era casi más que un entrante de la sabana. Alfredo Baldeón corría, rodando un zuncho. El sol se ocultaba tras los cerros de Chongón. ¿Qué habría dentro del sol? La señora Petita, la dueña de la covacha, decía que el sol era una tierra, la primera que creó el Niño Dios, donde hasta vivirían gentes, si no hiciera tanto calor.

— ¡Alfredo! ¡Alfredo! ¿A qué horas entras, chico?

Desde el boquerón sin puertas de en medio de la cerca, su madre lo llamaba. Divisaba su traje blanco, pero no su cara, a ver si de veras estaba molesta. Adivinaba las cejas muy juntas, la frente morena, por la que siempre se le revelaba un mechón.
—Ya vengo, Trinidá —le contestó, acercándose.

—¿Por qué te demoras tanto? Sólo vos eres el que queda vejetreando íngrimo.

—Solo no estoy, sino con mi zuncho.

—¿Acaso el zuncho es gente?

Trinidad puso la mano en la erguida cabeza de su pequeño zambo, de mirada viva y pies descalzos, reidor, con la camisa fuera del pantalón de sempiterno largo al tobillo, y en la muñeca un jebe. A Alfredo, el patio le olía a tierra húmeda y la mano de su madre a jabón prieto. Por las rendijas filtraban palúdicos candiles.
—¡Correr da hambre!

Ella le respondió blanqueando sonriente la boca.

La habitación era en la planta baja de uno de los covachines. Apenas sobraba espacio entre las cabezas de los grandes y el tumbado sin pintar; a Alfredo le parecía que iba a caerle encima. En la hamaca de deshilachada mocora, se mecía su padre, quien le palmeó el hombro:
—¿Qué húbole, zambo?

—Oye, Juan, yo corro como un perro.

—Eres un fregado. ¿Los perros corren bien?

—¡Agárrate a correr pareja con uno y verás!

Empezó a comer a cucharadas el cocolón de arroz. En todo momento ansiaba ser mayor, pero a las horas de comida le provocaba seguir siendo chico, para que Trinidad le diera los bocados con su mano, como antes. Se preguntaba si Juan saldría a la calle. Habitualmente, como en la panadería no hacía turno de noche, quedábase en casa y venía a la hamaca, donde la madre hacía dormir a su lado, a Alfredo. El habría permanecido con ambos y a pesar que no le gustaba abrazarla, pero en seguida el taita exigía:

—Anda acuéstalo, Trini.

Ella obedecía, quizás con su gusto, quizás recelosa de que si no, le pegara. Desde el catre inmediato, bajo el toldo, Alfredo, oyéndolos cuchichear y reír, odiaba a Juan un largo instante, sin dormirse. Ocurría así desde que se acordaba. Más chico, era peor. No toleraba mirarlo junto a Trinidad, sin gritar golpeábalo con sus menudos puños. El padre reía:
—Pero qué celoso el cangrejo este; parece hombre mayor.

—Todo chico es enmadrado, Baldeón, y más éste que, por culpa de vos mismo, se cría tan consentido.

Él lo oía y se volvió más arrimado a Trinidad. Pasaba el día a su lado. Desde lo más remoto, se sentía en sus brazos. Ella le daba de comer, lo bañaba, lo acariciaba. Cuando lavaba, en la vieja tina de pechiche, cerca de la llave de agua, en las mañanas rumorosas del solar, lo tenía junto a sí o merodeando alrededor, alegre de respirar el acre burbujeo de la espuma escurridiza.
También jugaba en su cercanía, mientras ella cocinaba. El fogón, al lado de la puerta, al abrigo del alero, era un cajón con ladrillos, tan bajo que Alfredo alcanzaba a punzar con un palo las brasas, que chisporroteaban antes de llamear. Sentada en un banco, Trinidad pelaba yucas o escogía las madres del arroz. Entornaba los ojos y sacaba la punta de la lengua. Él quería a Trinidad, y quería a la candela.
—¡Ábrete, ábrete! ¡Un día vas a quemarte, condenado!

—¡Soy panadero como mi taita, déjame atizar el horno! —contestaba él.

Pues en los últimos tiempos, jugar y vagar más remontado lo hacía olvidar su rabia contra el viejo. Más bien comenzó a admirar sus puños y su genio. Nadie en la covacha era más bravo que él y Baldeón chico anheló, cuando creciera, ser igual a su padre. En las riñas más recientes de los dos, seguía interponiéndose entre las cuatro rodillas, pero ya sin pegarle a Juan.
Peleaban mucho: Trinidad vivía rabiosa. Se quejaba del mercado caro, de las blancas angurrientas a las que lavaba ropa, de las vecinas perras y del marido, que le daba una miseria del jornal y correteaba detrás de otras.
Separando el plato vacío, Alfredo esperó ver si el taita le negaba algo de la plata de este sábado a Trinidad. Si disputaban, Juan se iría a dejar pasar el mal rato. Mas, al contrario, dando una mecida a la hamaca, él, riendo, llamó:
—¿Y qué milagro todavía no me has venido a bolsiquear? Toma, Trini. Sólo con una peseta para el zambo y un sucre para una Pílsener me quedo. —¿Por dónde va a asomar el sol mañana? Aja pero ya huelo por qué es: vos has andado chupando trago, ¡bandido! Juan la cogió por el brazo atrayéndola.
—Ven, siéntate aquí a lado.

—Aguarda, hombre. Todavía tengo que lavar los platos de lo que ha comido Alfredito.

—Déjalos, los lavas mañana.

—¿Para que amanezcan cundidos de cucarachas? Como vos no eres el que tiene que refregar las lavasas.

Alfredo ya no miró. Ni un ratito siquiera podría hallarse tranquilo, puesta la cabeza en la falda de Trinidad sintiendo sus dedos travesear entre sus cabellos. Aunque continuaba diciendo que no, ella estaba ya sentada junto a Juan. ¿Por qué no irse de nuevo a correr? Nunca lo habían dejado salir de noche. Cierto que no había porfiado: él mismo temía; pero ya era de empezar.
—Trini, déjame ir un momentito a jugar.

Ella abría la boca, negando, cuando el padre intervino.

—Déjalo no más. No es una chica, que desde guambra se haga hombre.

—Bueno, pero no te vas a alejar ni a demorar, Alfredo.

—En seguida vuelvo.

Se suponía todavía un poco de miedo. Afuera todo le infundió seguridad. La calle no era tenebrosa como el patio: clareaba de gas. No era solitaria: las mujeres conversaban a las puertas y los muchachos jugaban. Vio a los de donde él vivía, en el portal de La Florencia, en cuyos mosaicos lisos habían trazado con carbón una


rayuela. Junto a la pared de zinc, pintada color chocolate, olía cálidamente a galletas.

—Ah, Baldeón, ¿y cómo así te dejaron salir?

—¿Qué fue? ¿Juego?

Con el costado del pie, hacía avanzar la pieza de barro, Segundo, al que apodaban Chupo, por ser hijo de un policía alemán, de los de la misión que instruía a los pacos criollos. Su pelo era más crespo que el de Alfredo, pimienta, pero rubio. En su cara oscura —la madre era zamba— contrastaban los ojos, azules como las bolas de las botella de Soda Water.
—Tablita de descanso... Pasadita de zorro... Llegué al solcito...

—¡Ahora conmigo! —propuso Alfredo.

Segundo era una especie de jefe de los más chicos. Formaban grupo separado. Los mayores no los admitían en sus juegos. A Alfredo le encantaría ganarle. Los presentes, Nelson, el ombligón, que se paseaba por el patio sin pantalones; Aníbal, el que comía tierra; Lorenzo, el que era dueño de una caja de soldados de plomo; los Moran y los Pizarro, que no eran de su misma covacha, sino de la vecina; todos aprenderían que él, aunque menor, podía contra Segundo. Pero no hubo lugar; los interrumpió, llegando a carrera, un cholo pelado a mate, que se llamaba Carlos Vaca, y era de los mayores.

—¿Quieren ver? Vengan. Voy a ponerle una docena de torpedos en los rieles al eléctrico..

—¡No vayan! —rechazó Segundo—. Se friega el carro y vienen los pacos. Él es grande y corre, pero a nosotros nos agarran.

—¡Chiquitines zonzos! Si no quieren ver, bueno: pero va a ser lindísimo.

Alfredo tenía que contradecir a Segundo.

—Yo sí voy, no tengo miedo. Además, podemos ver la reventada escondidos en la zanja, delante del chalet de Falconí —¡Este es macho! —aprobó Vaca—. Si sigues desarrollando así te dejaremos jugar con nosotros.
Entre dientes, aseguró Segundo que, si todos iban, él iría; que él no tenía miedo de nada. Alfredo pateaba de alegría. ¿Cómo pudo antes temer la noche? Sólo en la noche se hacen cosas así. Parapetado junto a los demás, aguardó en la zanja, apretando un puñado de briznas resecas. Le parecía que fuera él y no Vaca quien colocara los torpedos en el canal del riel. El rodar del carro se acercaba. Vislumbraron el ojo tuerto del fanal. Sentían el corazón en el pescuezo.
Un fogonazo azulado abaniqueo bajo las ruedas, acompañado de un estampido hueco. Ni se conmovió la trompa del tranvía verduzco, todo iluminado y lleno de pasajeros. El que hizo la fiesta fue el motorista. Soltando el breque, saltó, con la tiesura de uno de esos títeres templados en trapecio, que bailan al ajustar los palitroques. A decir de los chicos, la voz se le amariconó:
—¡Me volaron, desgraciados!

Frenó redondo, y descendió, tanteado con los brazos abiertos: semejaba jugar a la gallina ciega. Los muchachos no pudieron contenerse en la zanja, donde, acaso, no los habría visto; escaparon en todas direcciones, por las sombras.
—¡Aja, maldecido! ¡Ahora te entrego a los pacos! ¡Sube, al carro, so vago!

Alfredo había sido al que logró trincar el motorista por la oreja. Se la apretaba. Casi lo suspendía. Le dolía como cuando le cayó en los dedos la tapa del baúl.

—Déjelo, mire. Ya no lo volverá a hacer. ¿Verdad, zambito?

La que lo defendía, era una mujer joven, vestida de rojo.

También había bajado del carro, en compañía de un veterano,

—Pero señorita, sí estos mataperros no dejan vida... Cada esquina tengo que estarme bajando a quitar las porquerías que ponen: palos, piedras, hasta ratas muertas...

¡Tengo que escarmentar siquiera a alguno!

—Por esta vez, suéltelo a este zambito... Es chico... Yo salgo de madrina. Lo suelta ¿no?

Alfredo había olvidado el susto. Miraba fijamente a su defensora. Jamás había conocido una persona igual. No sabía que existieran. Era una mujer blanca, era como si su madre fuera blanca. Se parecía a la estampa de la virgen que había colgado, junto a un pequeño espejo, en las cañas de la pared de un rincón de su cuarto. Chispeaba luz en sus ojos claros. La mano que le había puesto sobre la cabeza era rosada y su olor, de suave, lo atontaba.

2

Caminaba junto a Trinidad, cuyos hombros envolvía una manta de seda negra y que calzaba zapatos de tacos altos. Regresaban a la covacha. Ante la entrada estaba parada una carreta, y una voz pesada se quebró en anuncio malhumorado:

—El cambiooo...

La hediondez se esparció en entradora ola, que apresuró a Alfredo y a su madre. Cesó el cuchareteo en los cuartos donde se merendaba, y se cerraron todas las puertas. Una mujer ordenó a gritos:
—¡Cleme, Cleme! Anda a recoger la ropa almidonada que dejé tendida. ¿No ves que cierran y afuera queda sólo el bacinero y se la puede agarrar?

Cada semana renovaban el barril del rincón del patio. El carretero trasladaba al hombro los abrómicos, tapadas las narices con un pañuelo atado a modo de bufanda.

Con frecuencia iba chorreado, fétidamente. Oyéndose vejar, replicó:

—¡Bacinero! ¡Bacinero! ¡Si no hubiera quien la cargue, tendrían que comérsela, so fatales!

Trinidad había venido enojada todo el camino. Alfredo no sabía por qué. Al entrar al cuarto, renegó, haciéndose oír de Juan, que ya aguardaba:

— ¡Maldita covacha! ¡Si es peor que un chiquero! ¡Apúrate! —En Daule dejaste palacios, princesa morena, ¿no?

En seguida se cogieron a disputar.

Calladamente, Alfredo se fue a sentar al filo de la entrada. El patio ya no hedía. Ella se mecía en la hamaca, impulsándose con un movimiento inquieto del pie. Él se

paseaba en tres zancadas, que se repetían, aumentando en pesadez. Filtrándose por las rendijas, el viento desgarraba despacito el empapelado. De espaldas a ellos, Alfredo escuchaba.
—Vos sabes que no soy de las que aguantan. ¿Te crees que no te vi con la cholita esa?

—¿Celosa?

—Peor: te estoy agarrando tirria. ¡Ya nada me importan tus perradas, nada me importas vos!

Los pasos se detuvieron. El puntazo fino del pie y el ahogado gemido de la soga en la viga, proseguían. Alfredo oyó tronar una carcajada en el amplio pecho de su padre.
—¿Entonces?

—Sólo por mí hijo no me he ido hasta ahora.

La voz de Trinidad tembló un punto. Añadió, más bajo:

—Pero todo está en vos.

—¿Te querrás largar con alguno?

—¡Desgraciado! Donde mi madre, a Daule.


Alfredo la había oído varias veces anunciar que se iría. Uno de los motivos frecuentes de sus disgustos, era que no se acostumbraba en Guayaquil. Extrañaba su tierra.

Aun cuando fuera muy humilde, querría casucha aparte y no solar de vecindad.

—¡Cambiémonos, Baldeón! No aguanto aquí ¿Qué no ha de ser esta covacha que la llaman la Artillería?

—¿Por qué le dicen la Artillería—había preguntado Alfredo.

—Esto es como cuartel: los cañones son las bocas de estas gallas.

Le hizo gracia. Y era cierto: todo el mundo se insultaba y se pegaba allí. Hasta entonces, sus padres sólo habían reñido a voces. Ahora, Alfredo se alarmó. Las injurias engrosaban y se las escupían ya a gritos.
De pronto Juan barbotó la palabra por repetir la cual, una vez, la madre le pegó a Alfredo en la boca.

El chico Baldeón se volvió y de un salto entró. Juan se abalanzaba contra Trinidad que, desafiante, retrocedía apoyando la espalda en la hamaca, con los zambos alborotados y mordiéndose los labios. Al recular, tropezó el mosquitero: el nudo se desató silenciosamente y las cortinas flamearon claras.
—Me largaré.

Alfredo surgió en medio y se enfrentó al padre. Ansió crecer en un segundo hasta ser de su mismo alto.

—¡No le pegues. Si le pegas, cuando sea grande, yo te pegaré!

El padre detuvo el brazo. Calló un rato largo y lentamente lo bajó. El ceño le partía la frente. Los párpados le cubrieron el brillo de los ojos. Le fue asomando casi una sonrisa.

3

Fingiendo jugar entre los estantes, esperaba ver pasar a la blanca. Zumbaban millares de moscas, en nubes que entraban y salían con los compradores, de las puertas pringosas de la tercena de Yulán, hedionda a cuero podrido. Todas las mañanas, la blanca tomaba el tranvía en esa esquina. Todas las mañanas Alfredo se apostaba a contemplarla escondido.

Lo asombraba lo que le sucedía. Desde que la conoció y ella lo defendió de la represalia del motorista del eléctrico, se le había vuelto una atracción extraña, una brujería como esas de las que conversaban las lavanderas del patio. La noche aquella, no durmió. Se revolvía bajo las sábanas tibias. ¿Volvería a verla? Trinidad lo sintió.

¿Todavía estás recuerdo ?.

—No tengo sueño.

—Es la agitación. No te debía haber dejado correr tanto, tarde y noche.

Alfredo sabía que era la blanca.

Tres días después, cuando ya creía perdida la esperanza de hallarla, en su misma calle se tropezó con ella cara a cara: y ella lo reconoció.

—Hola, zambito, ¿eres de por aquí?

Bendijo en su alma ser moreno para que ella no le notara lo que coloreaba. Asintió con un gesto de la boca y la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

—Alfredo Baldeón —contestó sin alzar los ojos. Ella indicó, vagamente, como si hablara sola.

—Somos vecinos, yo vivo allá,

Alfredo se encogió: la voz de la blanca le daba calor. Aparentando mirar hacia donde señalaba —era a la casa de dos pisos de la esquina— pudo verla. En sus ojos se quebraba la mañana cegadora. Sus cabellos le semejaron suave y peinada estopa de coco. Llevaba una boina oscura y un monedero de malla de plata. En la polvorienta avenida Chile, los rieles del eléctrico destellaban a la distancia, hiriendo la vista.
A partir de ese día, nunca faltó a atisbarla, pero sin dejarse ver. Nadie se percató de su raro acecho: ni ella ni tampoco Trinidad, en la casa. Cuando no lograba avizorarla, algo le entristecía los juegos toda la jornada. Muchas ocasiones la acompañaba el señor de bastón y leontina que iba con ella la noche que lo salvó. Suponía que fuera su padre.
Alfredo se acordaba de la blanca a todas horas. Se dormía pensándola. Trasladado al momento que le preguntó su nombre, le respondía: "Y usted, niña, ¿cómo se llama?" Pero ella no estaba delante. Delante estaba la cerca ruinosa, a cuyo pie se pulverizaban las flores de sapo del invierno pasado.
Bien disimulado en su pilar, la vio ahora venir. Su paso ágil apenas tocaba el suelo. Acalorada, las mejillas le despedían fuego. La boina, echada atrás, dejaba al aire el pelo vaporoso. Pero el carro llegó, ella se embarcó en flexible salto, y a Alfredo las calles blancas de calor se le volvieron un desierto.
Al regresar, su padre, envuelto en la penumbra de la habitación, sentado en el catre, con la frente arrugada y los hombros caídos, le tendió la mano diciéndole:

—Hijo a la cuenta te has quedado guácharo. ¡Tu madre se ha largado!

Alfredo dio un salto atrás. La angustia en su cara preguntaba. Juan completó, opacamente:

—A Daule... Dijo que para siempre, dijo que la perdones, que no puede llevarte, que yo, como padre, te tenga... Recién ahorita salió...

El padre carraspeó, se sobó las manos, se puso en pie. Alfredo estalló:

—¡Mamacita! ¡Mamacita mía!

Se le enredaron al cuello las telarañas de los rincones: las vigas carcomidas se descoyuntaron y, ahora sí de veras, el tumbado le caja encima. El fogón, la tina, la hamaca, todos los sitios del cuarto y del patio, lo rodearon, lo emparedaron, porque quedaban vacíos. Y la calzada por donde se alejaron sus pies queridos, la calle y el mundo, también quedaban vacíos. Y también iban a quedar vacíos sus ojos, porque lloraban hasta las últimas lágrimas. ¡No lo llevó! ¡No lo llevó!

4

El sordo croar poblaba las sombras. Debían haber, tal vez, cientos de sapos, creía Alfredo, en los fangales, en las zanjas, bajo las botijas.

Culebreó un relámpago, en un hueco azulado de las nubes.

Apestaba a lodo abombado. Cerca de la ventana de rejas del departamento donde vivía Alfonso Cortés, todos los ruidos se ahogaron para Alfredo en una música que venía de allí, que le rozó la cara y que consideró mejor que la de cualquier guitarra.
Alfonso, muchacho casi tan moreno como él, pero calzado y con medias largas y pantalón a la rodilla, salía ya.

—Vamos —dijo.

Caminaron a brincos en las piedras. La luz de los faroles se rompía en las escamas de las charcas.

En todo silencio, a Alfredo lo asaltaba el recordar a Trinidad. Cómo había variado su vida. Su partida fue para él un derrumbamiento. Dos días seguidos lloró de bruces en la cama. Insultó a Nelson y le pegó a Segundo un cabezazo en la nariz, cuando el padre los hizo entrar, a ver si lo reanimaban y lo atraían a los juegos, a comer, a seguir viviendo.
No quería que lo vieran llorar. De pronto se acordó de la blanca. Deseó ir a mirarla. Pegada la cara contra la almohada, con un sabor de tinieblas y de lana en los labios, antes de levantarse juró dos cosas: fugarse a Daule a buscar a la madre y no volver a llorar jamás.
Los meses volaron. Por encima de la sabana del parque municipal, de muy lejos acudían arremolinándose cortinones de negras nubes. Se descolgaban en aguaceros que eran como inundaciones. Conoció a Alfonso Cortés en la panadería. Desde que partió Trinidad, su padre acostumbraba llevarlo allá, algunas mañanas.


Una, oscura de lluvia y barro, Alfonso, esa ocasión descalzo, metiendo los pies en los baches, llegó a comprar dos reales de molletes. Tras el mostrador, pintado de rojo, Alfredo asomó bruscamente la cabeza, haciéndole muecas y sacando la lengua.

—¡No eres el diablo, porque yo no creo en el diablo!— le gritó Alfonso, riéndose.

Conversaron de las cometas, de las hondas y de los trompos. Más tarde, bajo un sol borroso que hacía humear el lodo, jugaron largo rato. Admitieron al nuevo amigo de Alfredo en la pandilla de los de la Artillería, si bien al principio, no lo querían, por ser blanco. Pero se reveló sangre ligera: supo ganarse voluntades. Su familia se había mudado recién al barrio. Últimamente, ningún juego salía bien sin él.
Un nuevo relámpago azufró el aire.

—¡Si llueve, no lo vamos a ver a Moncada jugar al taitaco!

Los divertía lo que iba a hacer el grupo, aunque ellos no querían participar. Naturalmente tampoco se metían a avisarle a la victima, chico con el que simpatizaban poco. Se acercaron a los reunidos frente a la entrada de la covacha. Los principales urdidores de la trampa eran los dos Moran, Aquilino y Vicente, y los dos Pizarro, Fernando y Reinaldo, primos entre sí, nietos de la señora Natalia, dueña del solar del lado de la Artillería. A ésta acababa de cambiarse el maestro carpintero. Moncada,

con su mujer y con su hijo Jacinto, el cual pronto se había hecho odioso al chiquillerío.

Después de verlo pegarle a los pequeños, saltarle un ojo a un perro, arrancarle de una en una las plumas a un pollo, y meterle un palo en el trasero a una mula, todos se volvieron contra él. Era fuerte, de anchas espaldas y frentón. La barbilla saliente y el gesto, daban el aire de un mayor a su cara de niño. Nadie se oponía a que lo hicieran jugar al taitaco.
Al verlo venir, contuvieron la risa, y Aquilino le propuso, llanamente.

—Hola, Moncada, ¿quieres jugar al taitaco?

—Yo no sé ese juego.

—Eso no le hace, te lo podemos enseñar en seguida, es facilísimo.

Le explicaron que representaba la cacería del tigre: no con escopeta, como los blancos, sino como se caza en el monte, con lanza. Luego le dieron a escoger si quería hacer de tigre, de cazador o de taitaco. Enterado de que ser el tigre era escapar, fingiendo rugir e intentar morder, y de que ser taitaco era sólo servir de portalanza, pidió ser el cazador. Aquilino añadió, detallando:
—Pero, fíjate vos no puedes matar al tigre con la primera lanza. Esto es como la corrida de toros ¿sabes? Con la segunda es la cosa.

—Ya estuvo.

—Yo seré el tigre y Reinaldo que sea taitaco —concluyó Aquilino.

Moncada se alegró: podría aporrearle a su gusto las costillas con el palo de escoba que era la lanza. Alentándolo más, Aquilino le advirtió:

—Oye, pero no vas a ser tosco al alancear, que todo no es más que juego.

—Pierde cuidado, ñato, te alancearé sobre suave.

Por el centro de la calle y por los portales, hasta el de La Florencia, correteó la cacería. Moncada era robusto y tenía empeño en apalear al tigre. Aquilino era una pluma. Aún alcanzado, sus quimbas evitaban los porrazos. El cazador comenzaba a acezar. Por sus ojos sudorosos, se cruzaban los estantes, enredándose.
—¡Taitaco, pésame la lanza! —gritó al fin, botando el primer palo.

Simulando esquivar al tigre, Reinaldo le entregó el otro. Alfredo y Alfonso se miraron.

Moncada empuñó el palo con ambas manos, luego con una, tendiendo el brazo a lo lancero, corrió. Ahora sí, según el trato el tigre se dejaría atrapar. Como de entusiasmo él se propasaría en rematarlo. Más Aquilino seguía huyendo. De repente rompió en carcajadas y Reinaldo también se reía, y Segundo y Baldeón y Cortés y todos. Se paró, cauteloso. Le gritaron:
—¿Qué fue, Jacinto? ¿No te huele?

Moncada los maldijo y les mentó las madres, loco de ira. No arrojaba el palo, embarrado y hediondo. Aquilino lo había sumergido dos veces en el barril: era jueves, los cambios eran los sábados, en la Artillería vivían cincuenta personas y los muchachos tragaban banano el día entero.
La cara de Moncada lividecía, hasta parecer de sebo. Ajustaba las quijadas y le temblaban las aletas de las narices como a los burros hechores tras las yeguas.

Sin una palabra más y antes de que pudieran preverlo, se echó contra Aquilino y Reinaldo. El primero, rapaz aindiado, de duros huesos y tendones y de ojillos de raposo, se alejó en dos brincos. A Reinaldo lo alcanzó. ¿Cómo impedirlo, tan rápido? Medio golpeando, le refregó el palo sucio contra la cara, el pelo, la boca. Más chico y asustado, Reinaldo trataba de defenderse, balbuceaba:
—¡Suelta, suelta! ¡Modérate, Moncada!

Al sentir que la pandilla se le abalanzaba tiró el palo y se cuadró en media calle, con los puños cerrados y adelantando la cabeza, baja como toro, la frente.

—¡Con engaño, desgraciados! Pero a mí sólo fue en las manos y yo se la he hecho comer a este mariconcito.

No lo atacaron. Ya de sus casas los llamaban. Precedida de creciente rumorear en los techos, en la tierra esponjosa, venía la lluvia. Callaban los sapos, Aisladamente, las ranas de enorme voz campanuda, aventaron su grito, que se apagaba acolchonándose, en los rincones en que se acumulaba el fango.
—Jay. Jay. Jay. Jay.

5

El chorro de agua de la llave, que, gorgoriteando, caía en la botija, era la única frescura. Alfredo, sentado en una piedra, a la sombra de la cerca, volvía los ojos entrecerrados hacia las puertas de los cuartos, a través de las ondeantes ropas tendidas a secar en cordeles.

Hacía más de tres días que Segundo no salía a jugar. Dizque se quemaba de fiebre. No lo dejaban ver. Hasta a la hermana la recomendaron donde una vecina. Para meterse a averiguar de él, era que Alfredo esperaba que el patio se vaciara; siempre a esa hora, las lavanderas, huyendo del solazo, se sotechaban con sus hijos, a echar la siesta.
Cuando desapareció la última, Alfredo se levantó. Un momento antes, había visto irse, sin duda por algún remedio, a Manuela, la madre de Segundo. Al pie de la puerta, una gallina de alas color tabaco, sacudiéndose, se bañaba en el polvo.
El ardiente suelo lo obligaba a avanzar en puntillas. Adentro, al principio, la oscuridad lo cegaba. Después, distinguió a Segundo en la tarima, y se acercó. Gachos los párpados y reseca la boca, se quejaba al son del aliento. Sentía Alfredo que, aunque disputaban tanto, el enfermo era un buen compañero, un buen chico. El viruterio de su cabeza se derramaba en la almohada. Con precaución le tocó la frente; cálida, más cálida que el fondo de la falda de Trinidad; sólo la candela podría ser más cálida. Retiró la mano y se apartó. Recelaba qué lo sorprendiera Manuela y, además, las mugrosas cobijas apestaban a pezuña y a ratón muerto.

Al trasponer la salida, se halló cara a cara con Manuela, quien lo cogió de un brazo, sacándolo de un tirón. —¿Quién te mandó meterte, chico bruto? ¡Cómo andas como perro sin collar!. ¿Y si se te pasa? —¿Qué tiene Segundo ña Manuela?
—¿No lo viste fregado? ¡No vuelvas a dentrar!

Medio le dio miedo: sería feo caer con semejante calentura y mal olor. ¡Pero qué va! Él era del mismo palo que el algarrobo, que no admite polilla y les rompe los formones a los carpinteros.


Manuela había sacado del cuarto un ladrillo: agachándose, lo puso al rescoldo y empezó a atizar el fogón.

—¿Para qué, es ah?

La zamba alta, gorda, de caderas pesadas y patas costrosas, furiosamente, se volteó, gritándole:

—¡Entrometido! ¿Ya a vos qué te importa?

Alfredo, sorprendido, de un salto se colocó fuera de su alcance. Ella se calmó inmediatamente.

Bajó tanto la voz, que parecía rogar.

—Es un remedio para Segundito... ¿sabes? Para bajarle la hinchazón. Pero oye, zambo, no le digas a nadie que yo he estado haciendo esto... Vos eres bueno ¿verdad? Si te callas, de que Segundo esté bien, hago jalea de guayaba y te doy, te doy bastante,..
—Bueno, ña Manuela, no digo nada. No soy chismoso.

Por más que no le incumbía, le extrañaba la actitud de Manuela. ¿A qué se debería? La gente mayor vive tejiendo enredos. Se preguntaba Alfredo, a veces, si, cuando él creciera, se volvería estúpido como casi todas las personas grandes que conocía.
Silbó y se fue a la calle: afuera encontró novedades. Un carretón cerrado, de cuatro ruedas, parecido a los de cargar fideos de La Florencia, estaba ante la puerta. Al costado del pescante, de una pértiga, pendía una bandera amarilla. Un poco más atrás, vio un coche, tirado no por mulas, sino por caballos.
—¿Dónde está la dueña de esta covacha?

Del coche había bajado un blanco, de bigote y lentes, vestido de negro. Lo acompañaban otros futres y peones. Alfredo no supo quién fue a llamar a la señora Petita, pero ella acudió, abrochándose la blusa y alisándose el pelo.
—¿Qué pasa?

—Oiga señora, en su covacha hay un caso de peste bubónica. Venimos a llevárnoslo al lazareto. Es un chico, hijo de la lavandera Manuela García.

—¿Con peste? No, doctor; lo que tiene es tabardillo.

—¡Peste, señora; no me va usted a enseñar a mí!

—¿Acaso usted lo ha visto al chico, blanco?

—¡Bah! —replicó él, frunciendo el ceño.

Le daba risa a Alfredo cómo pestañeaba rapidísimo, el médico, y cómo le temblaban las manos, al gesticular. Habían salido varías vecinas. Corrió el revuelo de muchas voces y abrir y cerrar de puertas. La tarde refrescaba: el viento sacudía la bandera del carretón y traqueteaba, por ahí, un alero flojo. Dos de los blancos que habían venido, más jóvenes, conversaban bajo, y riéndose, cerca de donde curioseaba Alfredo.
—Fíjate, fíjate, Álvarez ya mismo se trompea con la negra.

—¡Loco es este Cucaracha Eléctrica!

—¡La morfina es la que lo pone así!

Los dientes de la señora Petita relucían, a las respuestas que daba, puesta en jarras. Con disimulo, cerraba el paso. El médico se impacientaba. —No se puede dejar a los pestosos en sus casas. Hay que aislarlos, contagian, se les pasa la enfermedad a los demás... ¿Entiende, señora? —¿Para matarlos es que se los llevan?
—¿Cómo se imagina, señora? ¡No sea bruta! Para curarlos. Y mañana venimos a vacunar y fumigar. ¡Hay cincuenta casos de peste. Aquí dicen que Guayaquil es la perla del Pacífico; los extranjeros la llaman el hueco pestífero del Pacífico —seguía su vocecilla,
—¿Quiere decir que me van a quemar mi covacha? ¿Acaso yo tengo la culpa de la peste?

—¿Me está cachorreando? ¡A fumigar, he dicho¡ Hablo claro.

—Es que no hay humo sin fuego, dice el dicho, dotor.

—¡Basta, negra del diablo! ¡Déjame en paz!

Sacaron a Segundo en camilla. Lo cubría hasta el cuello una sábana y abría los ojos inmensos a la luz. Casi aullando, desgreñada la ropa, entreabierto el seno, Manuela trataba de oponerse, se prendía a los enfermeros suplicaba, pretendía arañar, morder, golpear. Sus amigas la sujetaron. Correteando por el patio, los muchachos escandalizaban:
—¡Segundo! ¡Se lo llevan con bubónica a Segundo! Sentada en un cajón, Manuela todavía, a ratos, se levantaba en bruscas sacudidas; deseaba alcanzar a los que se llevaban a su hijo. La señora Petita la contenía empuñada de un brazo; le pasaba la mano, ligera, por el enmarañado pelo, calmando.
Con el colchón y cobijas y con los trastos del cuarto que consideraron contagiosos, hicieron en media calle una fogata, prohibiendo brincar sobre ella a los chicos. Alfredo apretaba los puños. Ansiaba arrebatar a Segundo. Le parecía que Manuela se hubiese vuelto Trinidad. Crujió el carretón rodando. La madre de Segundo

hundió la cara en el hombro de la señora Petita, abrazándola, sollozando,

Se ahogaban, en jirones entrecortados, sus quejas:

—¡Señora Petita! ¡Señora Petita! ¡Si ya estaba mejor mi Segundito! ¡Con los limones soasados y los ladrillos calientes que yo le ponía, se estaba curando! ¡Y ahora van a matármelo! ¡Me lo matan a mi zambo!. !Sólo por él seguí viviendo, cuando el gringo se fue, dejándome preñada! ¿Y ahora para quién voy a vivir? ¡Segundo! ¡Segundito! ¡Mi hijo!

6

Cruzaba su padre el patio, de vuelta del trabajo. Alfredo se fijó que apenas no lo veían de fuera, dejó fallar la pierna como aliviándose, y cojeó abiertamente.

Él pensó, como un rayo: ¡tiene un bubón en la ingle!

—¿Qué te pasa, papá?

—Ya me fregué. Creo que estoy con la peste.

En poquísimos días, habían aprendido a conocerla. El carretón y su bandera se habían vuelto cotidianos. Condujeron decenas de enfermos al lazareto: de esa calle, de las otras, de todo el barrio del Astillero, dizque de todo Guayaquil. Nadie había vuelto, aunque decían que algunos se mejoraban. De muchos se supo que murieron. El miedo se extendía por las covachas.
Con los dientes apretados, Alfredo dijo al padre:

—¿Por qué va a ser peste? Tal vez sea terciana. ¿Te duele la ingle?

—De los dos lados... Y veo turbio, estoy mareado. Tengo una sed que me quemo. Enciende el candil.

¡Si Trinidad no se hubiera ido! Alfredo se tragaba las lágrimas: tenía que cumplir: juró no llorar. Ella podría cuidarlo. No sería el cuarto este pozo abandonado, que era, para los dos, sin mujer y sin madre. Al andar, sus pies tropezaban papeles, cáscaras, puchos de cigarros; nadie barría o exigía barrer. Como Manuela al hijo, Trinidad, a escondidas, habría atendido a Juan.
—¡Ajo, qué sed! Anda cómprame una Pílsener, toma.

Le dio un sucre, de esos de antigua plata blanca, que ya escaseaban, grandazos, pesados, llamados soles, por su parecido con la moneda peruana. Salió rápido: sólo en la avenida Industria alumbraba el gas. Pero Alfredo ya no temía la oscuridad. Por Chile, caminó, cruzando los pies, por uno de los rieles del eléctrico, hacia la otra cuadra.


Balao, a la pulpería del gringo Reinberg, desde la cual una linterna proyectaba su fajo claro calle afuera.

Hileras de tarros del salmón y de frutas al jugo, de latas de sardinas, de botellas de soda y cerveza, repletaban las perchas. De ganchos en el tumbado, colgaban racimos de bananos y de barraganetes de asar. Olía a calor y a manteca rancia. Alfredo pasó por entre altos sacos de arroz, fréjoles y lentejas y alzando la cabeza, pidió la Pílsener. El gringo probó el sonido del sucre en el mostrador y con su habla regurgitante, comentó.
—¡Toda noche, tu padre: cerveza, cerveza! ¡Así son los obreros! ¡En mi tierra igual, trabajador no sabe vivir sino emborracha!

Alfredo no temía sus bigotazos ni su calva:

—Mi padre no es borracho, es que está enfermo.

—¿Se sana con cerveza? ¿Está bubónico? ¡Mucha bubónica es!

Cogido de sorpresa, Alfredo calló. Si confesaba, capaz era el gringo de denunciar al enfermo. Y para él, como para todos, el lazareto era peor que la peste.

—Si el panadero está bubónico— agregó el gringo—, di a tu mamá ella no sea bruta como gente de aquí. Con remedios caseros muere el hombre. Mándenlo pronto a curar al hospital bubónico...
—¿Al lazareto? ¿Para que lo maten?

—¡Ve tú, Baldeón: aunque chico, no estar bruto! Piensa con la cabeza, no con el trasero. En casa, el hombre muere, ya está muerto. En el hospital bubónico también,

por los médicos pollinos. Pero hay medicinas, inyección, fiebrómetro... Siempre hacen algo: muere, pero no tan seguro...

—Se lo diré a mi mamá —contestó Alfredo, conmovido por la preocupación que le demostraban.

Salió con la cerveza, confuso por todo lo que acababa de oír. Que aunque chico no fuera bruto... Lo contrario de lo que él opinaba, que la gente mayor es estúpida. Se asustaba de la resolución que dependía de él. Si Juan se moría, siempre se sentiría culpable: por no haberlo mandado o por haberlo mandado al lazareto. ¿Qué

haría? ¡Maldita sea! ¿Cómo lo agarraría la bubónica al viejo? ¡Si estaba vacunado, lo mismo que él y todos! ¡Querría decir que la vacuna no servía para nada! Mejor: le daría peste a él también y no quedaría solo en el mundo.
Juan bebió la cerveza. Tenía los ojos sanguinolentos. Alfredo lo ayudó a acostarse. Apenas posó la cabeza en la almohada, se hundió a plomo. Para tenerlo visible, no cerró el toldo ni apagó el candil. Se echó en la hamaca, tapándose con una cobija. El seboso fulgor era vencido por las sombras que flameaban, tendiéndose a envolverlo. Nunca necesitó decidir algo así. Imposible dormir. Al cerrar los ojos, se sentía hundir, como cayendo. El silencio de Juan lo espantaba. ¿Se habría muerto?

La peste mataba pronto. Dos días alcanzó Manuela a acudir a la puerta del lazareto, a preguntar por Segundo, suplicando que la dejaran verlo. Al tercero le anunciaron que había fallecido. Tampoco le permitieron ni mirar el cadáver. La zamba se calentó e insultó a las monjas enfermeras: les dijo que eran groseras, perras y sin entrañas, seguramente, porque no habían parido. Al saberlo, él se rió. Calló enseguida, recordando a Segundo. Siempre harían falta en la calle su risa y sus zambos rubios. Nadie le disputaría ya ser jefe de los muchachos, pero ¿de qué valía?

No era su padre el único con peste, a pesar de la vacuna. A todos vacunaron en la Artillería y habían llevado a varios. Uno fue Murillo, que trabajaba en La Florencia y era un serrano joven, empalidecido, de diente de oro y bigotillo lacio. Jugaba fútbol y creyó el bubón un pelotazo. Los sábados traía galletas de letras y números y las repartía a los chicos, quienes, de juego, le gritaban, confianzudos:
—¡Murillo pata de grillo, que te cagas el calzoncillo!

Otra fue una viejita negra, menuda y andrajosa, apodada Mamá Jijí y también la Madre de los Perros. Caminaba apoyada en un palo. Habitaba debajo de un piso: rincón de escasa altura donde en una estera, dormía, juntamente con sus perros Carajero y Lolila. Hazaña de Alfredo había sido registrar a hurtadillas su baúl misterioso: halló clavos mohosos, retazos, postales viejas, loza rota, alambres y más apaños de basura. A Mamá Jijí no la sacaron viva: extrajeron el cadáver, con los bubones reventados y comidos de hormigas, e igualmente muertos, ambos perros, con los hocicos mojados de baba verde.

No se la oiría gritar más en el patio:

—¡Respétenme, so cholas, que yo soy Ana Rosa viuda de Ángulo, de la patria de Esmeraldas!

Otros pestosos fueron la catira Teodora y su madre, Juana. Teodora era una muchacha alta, gruesa, pecosa, de nariz achatada y pelo claro. Reía como cacareando.

Era la única persona que sabía el secreto de Alfredo. Al verlo salir le decía risueña:

—¡Aja. Baldeón, ya vas a aguaitar a la blanca!

—¿Ya vos qué? ¿O es que te pones celosa?

Ella reía, esponjándose, y era toda una clueca.

—¡Pero ve el mocoso! Descarado eres ¿no? ¿Te crees que a mí me faltan hombres grandes que me carreteen, para fijarme en vos?

A Teodora y a su madre, veterana verduzca de paludismo, les nacieron los bubones en el cuello. Seguras con sus vacunas, supusieron que fuese paperas. Delirando de fiebre las metieron en el ya tan conocido carretón.
Alfredo reflotó de un salto del sopor en que resbalara sin saber qué momento. El candil extinguido a mecha carbonizada. La angustia regresó repentina en la piedra de la tiniebla que le aplanaba el pecho. Se restregó los ojos.
—Viejo, viejo —llamó a soplos.

Respondió con un quejido.

—Dame agua, Alfredo. No hay qué hacer... Doblé el petate. Por vos me importa: guácharo a la cuenta de padre y madre...

Pero, a través del sueño, venida de quién sabe dónde, en Alfredo se había ya abierto en luz la resolución. —¡Juan Baldeón, vos te curas! Apenas claree, busco el carretón y te hago llevar. ¡Vos te curas, te digo! —¡Jesús! ¿Qué dices, hijo? Allá me matan.
Pero carecía de fuerzas para fulminar la indignación que creía que merecía el hijo ingrato. Débil, febril, añadió, con dejadez quebrada:

—¿Por qué quieres salir de mí más pronto? ¿O es que tienes miedo que te pase la peste? ¡Hijo!

—No, viejo: vos te curas. ¡Somos machos, qué vaina! ¡Es mariconada cruzarse de brazos! ¡Aquí estás fregado de todos modos, y por muy porquería que sea ese lazareto, allá hacen algo!

7

Ni bien entraron al aula, donde herían sus narices carrasposo polvo de tiza y pelusas del paño mugriento de las sotanas de los legos, les avisaron que, a causa de la bubónica, las escuelas habían sido clausuradas por quince días.

—Lo que es yo no me voy a la casa todavía. La mañana está macanuda y allá no saben que han dado asueto —declaró Alfonso.

Alfredo le contestó:

—Yo también tengo ganas de vagar, pero vámonos yendo al lazareto, primero, a saber del viejo, y de ahí salimos por encima del cerro al malecón.

—Ya estuvo.

Apretados bajo el brazo libros y cuadernos, caminaron velozmente. Aunque a Baldeón lo mordía la inquietud, no podía sustraerse a la alegría de andar.

Siguiendo la calle Santa Elena hacia el camino de La Legua, entre casas viejas, de techos de tejas y de galerías en los bajos, se abrían sucuchos de zapateros o sastres, o chicherías hediondas a agrio y a fritadas rancias. Cholas tetudas y descalzas, miraban con ojos muertos, desde los interiores.


—Yo no me enseñara en estos barrios, no hay como el Astillero ¿no, verdad?

Al fondo de la calle, blanqueaba el cementerio en la ladera. La Legua corría hacia allá, por un descampado que llamaban El Potrero. ¿Se curaría su padre? Hacía cuatro días que lo hizo llevar. ¡Qué porfía le costó persuadirlo que era para mejor! Al partir, su voz quemada, anunció que no volvería.
La señora Petita había llevado a Alfredo a su casa a comer y dormir y a la compañía de sus nietos. Él no sabía con qué palabras agradecerle; la miraba y suponía que ella lo entendía.
Todos los días había ido a preguntar por Juan. Primero le informaron que seguía muy grave; luego que estaba lo mismo; la víspera le dijeron que parecía mejorar. No quería ilusionarse: aguardaba lo peor. Como para palpar su abandono, se había lanzado a vagar. Fue solitario a través de las calles calcinadas por el verano de fuego, azotadas por raspantes polvaredas. Lo asombró cómo el terror deformaba en gestos de pesadilla las caras de las gentes.
Desde el confín del Astillero hasta los recovecos, donde la bubónica hacía su agosto, de la Quinta Pareja, el carretón de la bandera amarilla arrastraba su rechinar lúgubre. Pero no bastaba: al hombro, en hamacas, Alfredo vio llevar otros pestosos.
Sudando, Alfonso y Alfredo dieron vuelta al cerro del Carmen. Con las ventanas tapadas con tela metálica, lo que le imprimía el aspecto de un ciego; pintado de color aceituna, se levantaba, a la vera de la calzada rojiza de cascajo ardido de sol, el temido lazareto. En el caballete del techo de zinc, se paraban gallinazos. Un gran silencio inundaba la sabana inmediata, con la yerba atacada de sequía.
Se acercaron y sonaron el llamador. Olía a campo mustio y a remedios. Apareció una monja de rostro juvenil y sonrisa aperlada, con el hábito azul y la corneta tiesa limpísimos. Miraba suavemente y a Alfonso sus ojos le parecieron uvas.
—Madrecita, a ver si me hace el favor de preguntar cómo sigue Juan Baldeón, cama N° 17, ya usted sabe cuál...

La monja se entró, llevándose el muelle rodar de sus faldas pesadas. En medio de una calma cada vez más honda, Alfredo y Alfonso, por la reja, distinguían en el patio del claustro, unos arriates, cuyas plantas y céspedes, en contraste con la tostada yerba de fuera, resplandecían de húmedo verdor. Alfonso respiró el olor a remedio nuevamente y precisó que era olor a éter. La monja volvía; sonrió más.
—Juan Baldeón está muy mejor, quizá el domingo se le dé el alta. La Providencia te ampara, chiquitín...

Era jueves: los dos muchachos, silbando, treparon la cuesta, entre los algarrobos, como si ascendieran al sol.

8

En los años que pasó —no enamorado— sólo mirándola, Alfredo se enteró un poco de la vida de la blanca. El veterano que de costumbre la acompañaba, no era su padre, como él creyó, sino su marido. Se llamaba Victoria y dizque era rica y hacía caridades.

Con los otros chicos, él había ido al puente del Salado, de piso de tablas y techo de zinc, con glorietas de barandilla abierta a ambos lados, donde gustó asomarse a contemplar la corriente: como el agua del Salado, agua de mar penetrante de sol, eran los ojos de Victoria.
Una ocasión, Alfredo había oído desde su escondite del estante, que el esposo le decía, cogiéndola del brazo:

—No corra así como una chiquitina, Toya. ¡Suba con cuidado al eléctrico, sea más sosegada!

—Pero si no corro, Jacobo. ¡Es que no voy a ir lerda como mula de carro urbano! —contestó ella taconeando, y su voz era de infantil resentimiento.

Bien visto, don Jacobo no era viejo. Sólo sus miradas de chico podían apreciarlo así, pensó Alfredo. O tal vez era que sus cabellos, de un rubio ceniciento, su cautela, su labio inferior saliente y sus párpados gruesos, le daban aire de avejentado.
Pero esta tarde, al descender Alfredo del tranvía de mulas, ofreciendo, el arrimo de su hombro para ayudarlo, a su padre, que regresaba convaleciente del lazareto, no lo vio viejo. Agrandes pasos y con la cara roja, don Jacobo salió de su zaguán, subió a un coche que esperaba al pie de la casa, y cerrando de un tirón la portezuela, le ordenó al cochero, amodorrado en el pescante:
—Pronto, al consultorio del doctor García Drouet.

Alfredo no le prestó atención a la frase, escuchada al vuelo. Jorrearon los caballos, chasqueó un latigazo y el coche viró por la avenida Industria, cambiando de son las ruedas, al pasar del polvo al empedrado. Dijo él a Juan, entrando al solar rumoroso:
—¿Ya viste, viejo, que te curaste?

—De buena me he escapado. ¡Pero si no te emperras vos en hacerme llevar, a esta hora estaría en el hueco! Le ponen a uno en la pierna o en la barriga la inyección, y lo aguanoso del suero se brinca a la boca... También es suerte: en el lazareto han muerto bastantísimos. ¡Conmigo fueron bien buenas las madrecitas!
Se acostó enseguida, doblado de debilidad y aún doliéndole uno de los bubones. Pero henchía el pecho con placer de resucitado. Un desfile de comadres cayó de visita. Al acento de corazón de su gratitud, la señora Petita, aturdida, contestaba:
—Calle, calle, compadre Baldeón: no hay de qué, no hay de qué,..

Juan hundió los dedos entre su pelo, peinándolo toscamente; sentenció:

—Lo que es de esta le pongo madrastra a mi zambo. El hombre no puede vivir sin mujer...

Dejándolo acompañado, Alfredo salió a dar una vuelta. Jugó pelota un rato. La tarde caía como en alas del viento que comenzaba a soplar. El barrio resurgía para él de una bruma, el mundo volvía a andar.
Regresó.

Otra vez el coche aguardaba ante la casa de la blanca. Ignorando por qué, le nació a Alfredo un oscuro temor y se paró cerca del zaguán. Descendía la escalera un señor dé sombrero alto y barba negra. Detrás, vio bajar a don Jacobo, trayéndola a ella en brazos, envuelta en colchas. Como quien pisa un sapo con el pie desnudo, comprendió. Resultaba inútil la explicación que, a su lado, murmuraba Moncada, con voz de sombra:
—Se la llevan a la blanca con bubónica.

El luminoso óvalo de la cara, se arrebolaba, entre los revueltos cabellos. Un segundo aún pudo Alfredo mirar entreabiertos los ojos de agua de mar penetrante de sol. Don Jacobo atravesó el portal dirigiéndose al coche. Escapada de entre las ropas que abrigaban el cuerpo juvenil, una mano, con la palma sonrosada vuelta hacia

arriba, parecía llamar.

Ya era de noche: Alfredo Baldeón se echó de bruces en la yerba. Había jurado no llorar. Bajo su pecho, bajo sus brazos que la apretaban, giraba la tierra. Algo se derrumbaba en él.
Desde el fondo de todos los momentos de su vida, después, siempre una mano blanca lo llamaba. Sólo un día supo a dónde.

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora