Por la puerta de par en par, veía el interior del aula: esperaban ya padres de familia; el vidrio del armario de libros enviaba un reflejo mate. Alfonso se volvió: entre los grupos que entraban y salían por el pasillo. Violeta, vestida de blanco, le pareció una colegiala más: sólo su aire de espiga la diferenciaba. Habían venido con Antonio, conversando y riéndose, hacia la escuela de Carolina. Los balcones metían la claridad de la mañana, lavada por el aguacero reciente. De las calles, todavía no fangosas, de principios de invierno, subía un aroma de tierra mojada.
—Primera vez que vienes a un examen de tu mujer.
—Ella misma no quería. Ahora nos ha invitado porque es el tercer año seguido que enseña en primer grado y cree que lo de hoy puede salirle un tanto interesante.
El bullicio escolar sacudía como un jaulón, la casa de madera. Alfonso se fijaba en la sonrisa de Antonio frente a chicos y chicas. Resaltaban bajo su bigote, negro como sus ojos, recuerdo en él de que los árabes hace siglos estuvieron en su España. Le había oído referirse a cuánto le agradaban la viveza, la vitalidad de los rapaces guayaquileños: ni el paludismo ni el hambre conseguían quitarles la esbelta gracia de los movimientos, el brillo de los ojos y la vivacidad de la charla. Y las muchachitas se mostraban más precoces y más listas.
Los abecedarios a colores en las paredes, los pizarrones, las viejas bancas sin pintar, le traían a Alfonso el eco de lejanos coros de voces infantiles que deletreaban cantando.
—¿No pasan adelante? Cómo van a quedarse allí. No verían nada y ya vamos a empezar. Vénganse, vénganse —los invitó una profesora.
Quizás hasta su amistad con Antonio y Carolina, había ignorado Alfonso que enseñar es ciencia y arte: algo a lo que se puede dar la pasión y la vida, que puede ser el modo de realizarse de un destino. Carolina con sus alumnos ponía en acción las fuerzas creadoras de su ser, verificaba lo mejor de su alma. Sintió que ella ante los chicos actuaba como él ante el piano.
De blusa ligera y falda oscura, las trenzas recogidas en la nuca, sonriente, Carolina se deslizaba entre los cholitos de mirar de pericote, las nenas reflexivas de lacias trencitas, los negritos que se rascaban con confianza los chicharrones del pelo. De sus ademanes, de su voz, de la claridad de su frente dinámica, de los símbolos que se volvían las líneas de su cuerpo, de su persona entera fluía una atracción a la vez infantil y maternal: así debía enseñar siempre, y era juego y amor.
Les contó un cuento simple como el agua y les distribuyó los recortes de un rompecabezas que cada uno se puso a armar apasionado. Ella permanecía adueñada y entregada a los pequeños ojos atentos, a los deditos tanteantes. Y les hablaba. Conversaba con ellos, diciéndoles otras cosas, pero con la misma sencillez con que sus madres en los sucuchos de los covachones, los mandarían a la pulpería o intentarían explicarles por qué no podían darles de comer. No supieron el segundo preciso en que rasquetearon sus lápices en los cuadernos y dieron explicaciones de lo que sabían. Y sabían.
Alfonso que conocía las viejas escuelas a la criolla en que se deletrea y se aprende la tabla a cocachos y palmetazos, aun ignorándolo todo en asuntos pedagógicos, considerando aquella clase nada más que como un hecho humano, lo hallaba henchido, como por milagro, de un intenso sentido vital.
—Créame, Carolina —le dijo luego— y usted sabe que soy demasiado sincero para lisonjear: me ha entusiasmado lo que acabo de ver. Yo no sé nada, pero conozco nuestras escuelas y quiero a los chicos. Por eso la creo maestra, una verdadera maestra, como pocas. No digo más por no ruborizarla...
A la salida, marcharon comentando los exámenes y el ambiente de la escuela. A Carolina la contentaba su ubicación en esa barriada. Coincidiendo con el sentir de su marido, para ella los niños del pueblo eran más niños —acaso por su desamparo.
Las fachadas de las casuchas, en esas calles, se desmoronaban grisáceas. Parecían arrugarse de vejez prematura: era el barrio sobre el que debía crecer la ciudad, ¡barrio del porvenir, y ya caduco! Alquitranados y gigantes, los dos Gasómetros alzaban sus masas a la comba esmerilada de las nubes. Antonio condujo la conversación hacia sus preocupaciones: la política del país, la actividad obrera, la miseria que aquel año crecía como antes jamás se viera en la ciudad. Carolina subrayó:
—Los chicos vienen a la escuela en su mayoría sin desayunar ni almorzar. El otro día en clase se desmayó uno: ¡no estaba enfermo sino que hacía dos días que no comía y lo avergonzaba pedir!
Afirmó Antonio que tenía ya raíces en la patria de su mujer. A España no podía regresar. Amaba esta tierra y su pueblo sufrido pero que poseía tres o cuatro momentos de ira en su historia. Además, dondequiera que fuese él ocuparía su puesto en la lucha. Comenzaba una era en que todos los pueblos se unían para la gran liberación. La guerra había iniciado el derrumbe. Europa entera ardía al concluir ese año veintiuno, desde Rusia hasta España. Las chispas caían en América que tenía el 1o de mayo de Chicago en su tradición, y donde las huelgas de Brasil y la Semana Sangrienta de Buenos Aires, eran las primeras rachas.
—¿Tú crees que puedan ocurrir esas cosas aquí? —preguntó Carolina.
—Sin meterme a profeta, estoy seguro de que llegarán. La miseria aumenta, tú misma acabas de contarnos que lo ves hasta en tu escuela. ¿Piensas que puede soportarse indefinidamente? ¡Y este pueblo no es cobarde! Quién sabe lo que se avecina.
2
—Alfredo, pero cómo vas a haber hecho eso ahora, ¡ahora! ¿Nada te importa eso?
Tarda en sus movimientos por la preñez, que también alteraba ligeramente sus facciones, Leonor lo miraba, con angustia, tragándose el llanto. Enseguida calló. ¿Cómo se le pudo escapar aquel reproche? No había sido ella la que habló: fue la sofocación que le subía a la cara, su espera dulce y dolorosa; los tenues golpes que en su vientre repercutían extraños a ella misma: ¡fue el hijo!
Con voz opaca, él contestó:
—¡Quisiera no haber tenido que hacerlo! Pero vos me conoces, si la ocasión se presentara, ¡lo volvería a hacer! Leonor pareció aguardar, tímida otra vez, recelando haberlo resentido y recelando que su silencio acusara sin querer. —Si otro hubiera brincado, ¡quizás yo me la aguanto!
Reaccionó por él y por todos los que no se atrevieron. No se enorgullecía, porque se hizo un mal, y porque no conocía esa clase de vanidad. Pero se sentía en paz con su pecho: cuando Rivera, entró al galpón, sonándose las narices con un sucio restallido acuoso, y anunció la nueva rebaja de jornales —¡cuarta en ese año¡— Alfredo esperó no una querella de todos, que sabía imposible, mas, siquiera que alguno protestara: el silencio de las cabezas gachas se prolongó. En él se volvió una molestia intolerable, algo que palpaba, que goteaba repugnante como si el viejo rapaz escurriese sus mocos encima de ellos. No pudo más.
Empujó a un lado la bola del amasijo, se sacudió las manos polvorosas de harina y desató el delantal.
—¿Qué pasa, Baldeón?
—Que por ese jornal yo no trabajo, don Rivera.
—¿Por qué?
Le dio gana de reír a carcajadas.
—¿Cómo por qué? ¡Porque no alcanzan ni para morirse de hambre! ¡Porque no tengo porqué regalar mi sudor! Si otros lo hacen, allá ellos. ¡El tiempo de los esclavos se acabó!
Al oírse a sí mismo, le vino el recuerdo de la película Espartaco que hacía años viera en el Crono Proyector. Entonces supo decir que, si en la actualidad hubiese esclavos, habría que hacer como ese que se alzó. Soportar como hacían los demás panaderos ¿no equivalía a someterse a un amo? Por lo mismo había rechazado de muy chico ser paje de casas de blancos.
—Como sea tu gusto, Baldeón. Yo no ruego a nadie. Pero vos eres loco: difícilmente conseguirás otro trabajo... ¡Con estos tiempos!
—Eso es cosa mía.
Adentro le remordía ya. ¡Si hubiera sido cuando era solo! Nada le pesaba. Casa y comida no le faltaban donde el padre. Hoy tenía a quienes mantener y respondía ante sí por el hijo que iba a nacerle, Regresó con un andar fatigado que raramente se notaba en su paso. En las covachas palidecían candiles y velas de sebo. Se escondía en la sombra el lodo del suelo. El incidente fue muy poco después de comenzada la jornada nocturna. Su vieja no llegaba aún. Ahora seguramente ya le habrían contado. Rodaban por el cielo restos quemados del día.
—Alfredo ¿cómo así te has venido? ¿Estás enfermo? Alumbraba la lámpara los muebles humildes, las tablas limpias del piso, la paz de sus meses de dicha en el pequeño departamento, y el cuerpo engrosado de Leonor, medio recogido dentro de la hamaca donde cosía.
—Vengo botando el trabajo. Otra vez rebajó los jornales el viejo Rivera. Yo no aguanté...
Leonor se puso de pie. Contra la pared se proyectaron su figura, su vientre. Se le escaparon aquellas palabras. Alfredo se asomó: en la plazuela oscura no se veía ni muchachos. El poste de la bandera de la bomba contra incendios, blanqueaba, recto como un enorme fósforo. La noche invernal, sorda de sapos remotos, oprimía la vida, oprimía su corazón vacilante por un momento.
—No importa, Leonor. No tengas miedo. Yo encontraré aunque sea debajo de las piedras...
Ella ya había alejado sus temores. Aunque el mundo se hundiera, su hombre varonil era seguro. Nada era capaz de vencer la dulzura y la firmeza de ese hombre, su hombre. ¿Por qué no había de conseguir otra ocupación? Imposible no era. La complacía ya que hubiese gritado las verdades al desgraciado ese. ¿No le robó La Cosmopolita a don Baldeón viejo? Que viese que el hijo, no se agachaba como los demás trabajadores que parecían borregos.
—Alfredo...
Lo conmovió su voz de niña atemorizada; se aproximó y la rodeó con sus brazos. Se hallaron mutuamente en los ojos su fuego de siempre.
—Alfredo, ¿vos estás molesto conmigo?
—No. Los quiero más a ti y a mi hijo.
La besó en la frente y poniéndole la mano sobre el vientre la acarició con la levedad de una infinita delicadeza. Ella le rodeó el cuello con la frescura de sus brazos.
Percibía el olor de él, tan íntimo, a sudor limpio, a pan caliente. El cuerpo tibio y fecundo de Leonor se le adhería.
—Y yo, ya no tengo miedo. Hiciste bien, todo lo que tú haces está bien, ¡Vos eras el que tenías que hacerlo porque eres el más hombre!
—¿Qué dirá tu mamá?
—Ella es buena... Enantes estaba con la jaqueca y por eso se fue tempranito a acostar. Mañana le decimos.
Se sentaron a la hamaca juntos, acariciándose con la ternura que ella había tenido que enseñarle, pues él había sido tosco con las demás mujeres antes de tenerla a ella.
Así unidos no le temían a la vida.
—Nacerá para Navidad
—¿Qué nombre le pondremos?
—Si es hombre, el mío; si no, el tuyo.
No, no había sido disgusto lo que tuvieron.
Conservaban intacto, desde que estaban juntos, su fuerte amor, Leonor creía sentir por él más, mucho más que cuando Alfredo le habló por primera vez en la esquina, y a ella le vino súbitamente el anhelo de reclinarse en su hombro. Guardaba como recuerdo la camisa que él llevaba puesta aquel día, remendada y con manchitas de aceite que la hicieron suponer fuera mecánico.
¡Qué riesgo había corrido su unión de romperse, de no ser nunca: por el viaje a Lima I En el barrio murmuraban que Alfredo no volvería. Quizá era el mismo Darío, que se había introducido al chalet con pretexto de encargar a la señora Panchita el lavado de su ropa, el que propalaba los rumores.
—¿No molesto, señora Panchita, niña Leonorcita? Uno que no es casado, ni chupista, no sabe qué hacer en las noches... Y el cine me hace doler los ojos. El temblequeo de las vistas es fregado.
Con disimulo, se hizo infaltable. A Leonor se le fingía respetuoso. Le demostraba una hipócrita amistad. Al transcurrir los meses, fue presentando a la madre sus proyectos. Quería ser novio de la niña. Él sabía que había tenido amores con Baldeón. Pero, según él, ese era un error. El zambo no regresaría. Vanamente se le aguardaba. En cambio él era un hombre serio, no un plantilla; estaba ahí, y le ofrecía un porvenir. — Mamacita, ¡nunca le haré caso a ese viejo sinvergüenza! ¡A Alfredo lo esperaré siempre!
Pero era ya más de un año la ausencia. La señora Panchita se sentía enferma o lo exageraba, convencida por la labia de Darío. Para colmo, en la fábrica cambiaron a la jefa de empaquetadoras. La antigua, la señora Lucinda, era buena. La nueva que dizque era moza de un alto empleado, trataba a las obreritas con grosería inaguantable. Pretendió hasta registrarlas, ofendiendo su pudor, buscándoles entre las ropas íntimas si no se sacaban escondidos cigarrillos. Las llamaba sin reparo, ladronas.
—¡Hija, yo no quiero contrariarte, pero para mi gusto vos debías aceptar a don Darío!
El afinaba su cara de zorro, con arrugas y puntos negros de espinillas, como olfateando. ¡Y Leonor aceptó! Habían sido por eso sus lágrimas al ver a Alfredo de vuelta. Le pesaba el nuevo noviazgo. No sabía como confesarle este compromiso... Pero
Alfredo exigía saber. Supo, y lo destruyó con su acostumbrada violencia. Darío no alcanzó ni a reclamar. Leonor se fue con su zambo, sin casarse ni nada, al departamento que él te arrendó, al que muy poco después se vino la madre, y donde el amor y los días le habían llenado el vientre y los ojos.
3
Esquivando el aliento del horno, Alfredo atrajo con la pala la brazada de pan. Olía bien. Era la última: con ella se completaban las dos canastas que su socio sacaba al centro y lo que se vendía por el contorno, que era poquísimo, debido a lo despoblado de aquel extremo de arrabal. Amanecía: el viento despertaba, remeciendo las latas de la covachita que se achataba junto al horno, y trayendo a echar encima del olor sabroso del pan, el vaho a chamuscado de la colina de desperdicios, humeante día y noche, del basurero de Puerto Duarte,
—¿Te vas ya, Samborondeño? Todavía no clarea.
—Pero ya mismo. Y mejor es que el día me coja ya por calles donde la gente esté saliendo a ver los molletes para el café.
—Hombre, café ¿no quieres otro pocillo?
—Apenitas hace que tomé, cuando me dio sueño.
Con una de las grandes canastas en cada brazo, envuelto en el delantal que lo hacía destacarse, se alejó el Samborondeño. No pregonaba aún por ser demasiado temprano y porque no le gustaba que lo oyera Alfredo: éste lo aburría a bromas acerca de su voz y dictándole dichos burlescos que le aconsejaba gritar. Claro que no era
con ánimo de mortificarlo, se estimaban como hombres. Manejaban sin pelear el mísero negocio, repartiéndose las ganancias como hermanos. El Samborondeño había sido obrero en La Cosmopolita y respetaba y quería a don Baldeón, habiéndose hecho entonces íntimo de Alfredo: supo cuando él le botó el trabajo al viejo Rivera y lo fue a buscar espontáneamente:
—¿Qué fue, zambo? ¿Cierto que le dejaste tirado el trabajo al raposo ese de Rivera?
—Ahá, con la última rebaja que hizo, yo ya no pude soportármela callado: ¡el jornal quedaba a un sucre cincuenta por la noche entera! Figúrate: con eso no se tiene ni la mitad de lo que hay que darle a la hembra para la plaza.
—¿Y sólo vos te alzaste?
—Ajo, ¡me admiro lo aguantona que es la gente! ¡Yo íngrimo!
—Por eso ya no aguardé ni eso: apenas La Cosmopolita se acabó y regresó a manos del raposo, fui enrollando mi petate y buscando la manga.
—Hiciste bien. Yo no creía: cuando vine de Lima, antes que estar buscando en otra parte, entré allí por trabajar cerca del veterano que se había quedado de maestro. Me arrepiento, ¡maldita sea! Si entro a otra panadería, otro gallo me cantara: el condenado del Rivera, caliente por lo que me salí de su chiquero, me ha tirado bandera negra con los demás patrones.
—¿Cómo así?
—No me dan trabajo en las panaderías: que hay malos informes, que soy alzado, que doy mal ejemplo... ¡Los chismes! Y de mecánico no he conseguido tampoco: he
ido donde Mano de Cabra, donde trabajé antes, y donde Falconí, donde el negro Carrión, donde Margary, a toditos los talleres: ¡y están botando a los que tienen!
El Samborondeño concluyó proponiéndole:
—Si vos quieres, ¡vente a trabajar conmigo!
El no había querido depender de nadie: quería ser libre. Su madrastra, Mercedes Reyes, años atrás tuvo una pequeña panadería allá lejísimos, cerca de Puerto Duarte. Como no hacía negocio, abandonó el solar, el ranchito de latas y el horno. El Samborondeño compuso el horno que tenía el cielo desconchado y ladrillos salidos; cogió las goteras y remendó las paredes de la casucha; limpió el solar, entre cuyos bledos habían esparcidas millares y millares de defecaciones del vecindario: y se instaló.
Al principio no tumbaba ni medio saco de harina. Trabajaba en una soledad de volverse loco. Llegaba, cargando al hombro y con la ayuda de algún chico, los materiales de su tosca panificación: leña, manteca, harina y hasta el agua, pues el sitio carecía de grifo. Había iniciado el trabajo a salidas del invierno. El viento convertía la choza en una matraca, sacudiéndole las latas. Los vecinos, y los traperos, que merodeaban en el inmediato basurero, lo creerían un brujo o un diablo, removiendo la candela del horno, íntegras las noches, solitario, emperrado. Durante las manabas, vendía su pan en canastas. En las tardes dormía!
—¡Chócala, hermano! —saltó Alfredo, estrechándole la mano—. Seguro que trabajo con vos: ¡una cosa así es lo que yo necesitaba!
Ahora eran socios y panificaban todo lo que el Samborondeño alcanzaba a meter en sus canastas Por dos veces. No se harían ricos, pero, sin morirse de hambre, defendían lo que ellos llamaban su malgenio y no dejarse de ningún arrastrado.
El rancho tenía dos piezas. Leonor acabó por venirse a vivir allí. Arreglaron el asunto arrendando a pocas cuadras un cuarto para el Samborondeño. La mujer de Alfredo y la señora Panchita, acomodaron hasta dejarlo irreconocible el montón de latas destartaladas. En bacinillas recogidas del basurero, cultivaron plantas. El solar nevó de ropa lavada, tendida en cordeles. Ellas les preparaban café para la vigilia y los acompañaban hasta tarde. Criaron unas pocas gallinas. Quien más se contentaba era Leonor: le gustaba la caballeriza en cuya vecindad residía de soltera, porque le parecía campo: esto sí que era campo y campo suyo, donde trabajaba cerca de su hombre, cerca de su madre, donde crecería, sano y bien macho como su taita, el hijo que tanto le pateaba la barriga.
Al venírseles las lluvias comprarían hule para cubrir las canastas de la venta y confeccionarle una especie de poncho al Samborondeño. Ya habría nacido Alfredo chico. Tendrían que reparar más la covacha y fabricar una ramada que tapara el horno. Lo que comenzaba a preocuparles era la marcha del negocio. ¿Cómo seguirían los tiempos?
Sus compradores eran de los barrios pobres o de las entradas de los lugares de trabajo. Y había ya días en que el Samborondeño retornaba con las canastas sin terminar y los grillos y cucarachas, como llamaban a los medios y reales, considerablemente en menor número que meses anteriores. El verano de fuego traía jornadas como jamás conociera Guayaquil.
—¡Yo no sé qué es que pasa! La gente está sin plata: las mismas caseras no quieren coger ni al fiado. Otros se han ido al Hospital. Ajo, parece mentira que no vaya a quedar quien compre una triste semita de chicharrón o un medio de roscas.
El Samborondeño se pasaba los dedos por los ralos pelos de sus bigotes achinados. Fruncía en una mueca su bocaza desdentada y bondadosa. Con ambas manos levantaba sus pantalones, que la piola con que los sujetaba dejaba caer enseguida de nuevo sobre la verija, dándole su facha descachalandrada, que lo hacía suponer siempre borracho. Y se plantaba ante su socio.
—¿Qué dices vos que hagamos, zambo?
Alfredo no le contestaba; no sabía qué contestarle. Él comprendía que la baja de su negocio no era cosa pasajera: provenía de la maldición general, de esa como brujería que había traído la mala para todos, para los hombres.
Iba los más de los días, a la hora de hallar despierto a su taita, a conversar con la familia. En esa covacha y en las demás del barrio y de otros barrios, hombres desnudos de medio cuerpo arriba, revueltos los pelos, bostezaban y cogían el sol. Los habían botado de sus trabajos. No tenían ni con qué emborracharse. Hechos carretas sin uso, permanecían en los patios, conversando de hembras y lanzando bromas en palabrotas a las lavanderas. Las mujeres hacían novenas a los santos, traían agua bendita los lunes de San Vicente, y procuraban calmar a los chicos que no comían ni guineos. Las secas calles se aventaban en polvaredas sobre los covacheríos, míseros siempre y hoy hambreados.
—Vecinita ¿me presta unos pedacitos de carbón? ¡Jesús! ¡Hoy no he prendido ni candela!
—El pobre Juancho fue a la curtiembre donde trabajaba antes y que le han ofrecido pega: ¡ojalá consiga!
—Dios quiera comadrita.
—Dos noches ya que acuesto a los chicos sin verde asado ni café puro siquiera.
—San Vicente lindo, ¡el mundo se va a acabar!
De allí nacía la ruina de la venta: y contra eso no había remedio, O Alfredo no lo conocía. A él no le había importado nunca la vida ajena. Lo que estaba ocurriendo, sin querer, daba grima, rabia, ahogo. Al regresar, antes de que oscureciera, para empezar la labor nocturna, podía ver lo peor; los muchachos. Por aquellas calles apartadas, jugaban todavía porque todavía no habían muerto. Quizás era la primera vez que se fijaba en ellos. No eran como los de su época. El pellejo moreno se les hacía gris. Andaban medio desnudos, con las panzas hinchadas y las perinolas de los ombligos brotadas. Movían sus brazos y piernas resecos como los escuálidos tallos de los bledos, con torpe tanteo de arañas. De niños, hijos de los hombres, no les quedaban sino los ojos: excesivamente blancos y con la gotita de luz del miedo, bajo las pelambres piojosas. ¿Su hijo sería así? Una angustia nueva le estranguló las costillas.
Iba a nacer en el diciembre que venía; Leonor y él lo esperaban como el juguete de Navidad que les pondría el Niño Dios. En diciembre, en diciembre, igual que él, que nació en ese mes, el 900, ¡con el siglo! La maldición se le apagaba en la boca. ¿A quién maldecir?
—Buenos días, hijo— lo saludó, apareciendo en la puerta, la señora Panchita—. Dejé una ropa almidonada al sereno y no sé por qué me pareció que con el día iba a garuar
Le respondió suavemente, ensimismado. Ahora percibió la madrugada deliciosa, fría: la sangre le corrió más duro y se desperezó. Aunque no hubiera dormido, se despertaba con la tierra. Y esa tierra viva, hasta en aquel rincón donde lo había traído la suerte, rincón dominado por la presencia del basurero.
Visto desde donde él estaba, era una colina sombría, veteada de serpientes fulgurantes. De unos lados se quemaba a fuego lento; de otros en rápido llamear. Era un montón de restos informes, cascaras, sobras de comidas podridas, trapos, pedazos de muebles, fierros torcidos, todo revuelto medio enterrado en su propio polvo. De lejos, repelía solamente; lo que Leonor y Alfredo hallaban intolerable era su contigüidad. Las cucarachas de las grietas, en la abundancia, adquirían tamaños gigantes. Alacranes, salamanquesas blancuzcas, chindoros cornudos, hormigas, pugnaban allí, con una pululante audacia, contra los perros, los chanchos hocicones, vueltos salvajes por el vagabundeo, los gallinazos hediondos y los mendigos, viejos o chicuelos.
—Si pudiéramos irnos un par de cuadras más adentro: el muladar es lo que friega aquí.
—¡Pero allá adentro el arriendo nos come vivos: los dueños de casa son peor que las ratas del muladar!
Al anochecer, al alejarse las carretas, estallaba la lucha por la basura recién volcada, que traía más vida. La quemazón alumbraba azufrada, electrizada, rojiza. Los chanchos, arqueando el lomo, gruñendo, peleaban a mordiscos con los perros. Un anciano de cara de santo, a cuyas barbas y calva sólo faltaba un halo, sentado sobre su alforja, roía un hueso, buscando con torva ojeada de bestia, quien se lo disputaba. Era una tarde en que Alfredo se había aproximado, atraído por curiosidad del rumoreo más elevado que otros instantes. Ni la costalada de cadáveres comidos por los gallinazos del playón de Camarones, le produjo igual choque: ¡y eso que apestaba a muerte!
—¡Barajo, que haya esto en Guayaquil, y que la gente duerma tan fresca en el centro!
Ratas de dientes de espina de pescado, tiraban, arrancándose a trozos, el cadáver de un gato de angora. Los muchachos rebuscaban en pandilla: separarse hubiera significado ser víctima de los perros y chanchos feroces, o de los mendigos adultos, no menos bestializados. No había adolescentes: allá adentro, en la ciudad, los varones eran rateros y las chiquillas mecas
Había ido solo. El Samborondeño no aceptó unírsele por no descuidar el leudo del amasijo. Alfredo habría querido hablar con alguien. Dio un puntapié a una bacinilla desportillada, que rodó cantando campanazos lúgubres. Ojos de rescoldo se volvieron hacia el intruso. No distinguían su overol limpio, sus gruesos zapatos ni su sonrisa de fuerte, que por ellos se plegaba en amargo rictus antes desconocido.
—¿Qué jué? ¡Si vienes a la rebusca, sigue más adelante!
—¡Aquí no queda puesto ni para uno!
—Esto esté Heno de chanchos y hombres...
—¡Hombres que jueron! —concluyó la primera voz, cascada y con dejo de cholo.
Avanzó Alfredo. Ya no podía detenerse. ¿Lo atacarían los mendigos? Qué va: si tuvieran fuerza, trabajarían o robarían. Dio vuelta, contorneando las laderas irregulares del muladar. El agua bruñida de sol final, del corte del Salado metía lengüetazos dorados entre los terrosos escombros. Los manglares de las orillas, negros encima del reflejo aún diurno de la corriente, se dormían en la calma de la tierra sin hombres, emanando húmedos vahos a mar lejana y a tinta salvaje, Alfredo miró hacia el cielo lila encapullado de luceros: pensaba en Dios.
Cuchicheos en el suelo, a lado de él, lo hicieron virar la cara y, aguzando la vista, columbrar bultos que se agitaban en hueco de la basura. Al ver cabal, ¡quedó estupefacto! ¿Era posible?
La pordiosera tuerta, a la que le daban ataques, se acostaba ahí, de espaldas, jadeante, babosa, echándose encima al mayor de los chicos de la pandilla, uno paliducho, de camisa rota y gorra de visera de cartón. A ambos los había conocido merodeando por los contornos.
Un cacho de luna rasgaba la noche azulada.
4
Alfredo se resolvió: iría a buscarlos, !a requintearlos si fuera necesario! Tenía tiempo: ellos no salían hasta las tres. Aún no acallaba el sueño el rumor del basurero. Altas estrellas se quemaban en el horno hondo que era el cielo sin viento. Debía dejar poco por hacer sin su ayuda, el Samborondeño. Sería desconsideración arrimarle el peso de la tarea. Pero iba a hablarles. ¿Por qué se quedaban atrás? ¿Qué tenían de menos para ser los únicos en aguantar? Desde la primera huelga, la de los ferroviarios de Duran, pensó en ellos. ¡Qué desgracia que el gremio anduviera así aplanado? Su taita y su tío Adolfo le habían conversado cómo eran los obreros de panadería, de otros años. Recién estaba fundada la Sociedad. Fue la época de los garroteros de Albuquerque, centroamericano que organizó a los trabajadores de Guayaquil para luchar por la revolución de Alfaro. Los panaderos marcharon en primera fila, con el sombrero a lo patriota y el corazón sin miedo ¿Iban los de hoy a desdecir de los mayores?
Claro que, al comenzar, él mismo no creía mucho en estos ajetreos. La lucha ferrocarrilera sólo se sintió en la escasez de víveres de la sierra. Alfredo casi mantenía la opinión de cuando trabajaba donde Mano de Cabra: antes que declararse en huelga es preferible darle una pateada a los patrones. Lo que siguió, le pareció increíble y lo sacudió más y más.
Pararon los tranviarios y basureros: el vientecillo húmedo del día de difuntos removió desperdicios entre los obligados peatones. Los huelguistas aprovecharon el ocio yéndose a la romería del panteón, a comer mazamorra morada y ofrendar coronas de papel picado a sus deudos. De negro hasta la camisa, como era de rigor, Alfredo fue a dejar flores a la cruz de palo, perdida entre cascajos, a la sombra de los ciruelos tranquilos, donde yacía un hermanito de Leonor, muerto chico. En el suelo, ante la puerta, había regados miles de pétalos y ramas de ficus. Una chiquilla, de talle cimbreño y ojos reidores, se cruzó con él; llevaba una rosa cogida entre los labios y canturreó:
"Noviembre, dichoso mes
que empieza con Todosantos
y acaba con San Andrés..."
Entre los hormigueantes romeros, se encontró con un conocido, vagonero de los carros de mulas, quien le contó lo compacto y firme del paro, y le anunció que se extendería, abarcando al puerto entero. Un vago olor a flores marchitas y a savia, pasó en el aire. Alfredo movió la cabeza:
—Si así llueve que no escampe: ¡ése es otro cantar! Lo que me ha disgustado siempre de las huelgas es que se friegan unos pocos y la mayoría reculan ni borregos... — ¡Ahora se han calentado de deveras y toditos! ¿Y los panaderos?
Allí dio una respuesta cualquiera, pero el desasosiego ya no lo soltó. Compró los periódicos todas las mañanas: las huelgas están como los granos de una mazorca de maíz flojo. Cada una era un golpe adentro de su pecho. Los de las curtiembres hedían a mangle podrido. Las manos de los de las jabonerías eran langostas: las cocinaba la lejía. Los párpados de los de las piladoras, lagrimeaban, esmerilados por el tamo. De los talleres mecánicos le sonreían, aceitosos y amigos, el Pirata, Barco, Mesa, el tímido Daniel y hasta el mismo peje sapo de Malpuntazo. Envidiaba los cuerpos de matapalo grande de los cacaoeros. Las cigarreras, antiguas compañeras de su mujer, también habían plantado. El silencio soplaba desde las pétreas fauces de las canteras. El martilleo de las construcciones calló: carpinteros y albañiles, silbando, metían las manos en los bolsillos, ¿Y los panaderos?
—¿Y qué sabes vos, Samborondeño? ¿Se unirán al paro los del gremio de nosotros?
—Algunos andaban medio alborotados, según supe. Pero en serio todavía dizque no hay nada. Quién sabe, pues. ¡Como son así!
Él debía acercarse a hablar, a averiguar. Le era imposible cruzarse de brazos. Esto no era una huelga en que únicamente se romperían los más hombres; era más que una huelga: era que todos se habían vuelto más hombres. Todos, ante la vida esclava, los salarios ínfimos y el hambre, levantaban la voz y la mano, exigiendo vivir.
Dos días antes había leído que fuerza armada ocupó los aljibes potables, deteniendo la garra de la sed. A la Planta Eléctrica llegó tarde: había ya parado, junto con la de Gas. A la ciudad penetró la noche, como regresando de los montes circunvecinos, con el aliento de los pueblecillos tenebrosos, haciendo volver a la Viuda del Tamarindo, al Tintín, y la memoria de olores a janeiro, a bosta y a cacao:
—Oye, Samborondeño, me voy al centro.
—¿Al centro? ¿A qué?
—Voy a ver qué mismo pasa con los panaderos.
—Ya vas a meterte en cangrejadas. ¿A vos qué te va ni te viene? ¿Para eso no hemos parado casa aparte? Si a ti te meten preso o te largan tu tarrajazo, ¿crees que nadie va a darle de comer a tu mujer ni a tu hijo, de que ella para?
En el oscuro, el Samborondeño no columbraba la cara de Alfredo, fue solamente en su voz que notó una extraña seriedad, un metal desconocido, que lo hizo convenir, no por indiferencia sino por sorpresa. E! zambo se sacudió las manos y se puso en pie.
—Paramos casa aparte por no aguantar a los industriales ladrones: no para meternos como tortuga en el carapacho. ¿No has visto cómo rebaja y rebaja la venta del pan de tus canastas? Me he convencido de una cosa, !carajo! mientras quede uno solo teniendo hambre, ¡todos tendremos hambre! Convéncete vos hermano. Ya vuelvo.
En la soledad de las sombras de las calles, el chirriar del polvo bajo sus zapatos, se crecía. Notó extraña las Cinco Esquinas, al pasar. Allí había sido su primera pelea a puñetazos, todavía estudiaba donde los legos. Era por una flaquita, cabellos de pelusa de choclo, que vivía tras las ventanitas sin pintar, en el portal de tablas. La falta de alumbrado resucitaba cosas muertas en las calles.
Golpeó con el puño la puerta de la chingana de Anormaliza donde sabia que los encontraría, pues allí se reunían los panaderos a jugar y a tomar café con leche, al salir, con desvelados ojos de lechuza, de su labor nocturna.
—¿Qué fue? ¿Quién toca? —averiguó de adentro el serrano.
2
Se oía un entrevero de voces conocidas y ruido de platos y vasos: había acertado: allí estaban.
—Abre, Anormaliza, soy yo, Baldeón. Se quejó el cerrojo y lo acogió la cara bostezante del fondero, que lo hizo pasar junto al mostrador hediondo a seviche y a seso de chivo acedo.
—Hola, Baldeón, ¡a qué buen tiempo llegas hermano!
—¿Dónde te remontas vos que nunca se te ve?
—Se ha casado y le corre al trago y a la guitarra.
—¡De deveras que a buen tiempo! Si éste ha sido azote de los industriales, ¡Le botó el trabajo al raposo Rivera!
Lo cogían del brazo de una y otra de las mesas de palo, alrededor de las cuales se sentaban. El tumbado, bajo, oprimía casi las cabezas. Una linterna hacía bailar las sombras: apenas distinguía los rostros brillosos, los pelos caídos sobre las frentes, los ojos con las venillas rojizas incendiadas de alcohol, las bocas hipantes. El aire era viscoso, pesado de tufos de aguardiente, sudor, babas, puchos de cigarro y vómitos. Cuando se sentó, al azar, voces quebradas lo reprocharon:
—Esas son las desigualdades, Rana, ya ni conoces a tus ñaños.
—En La Cosmopolita me desvirgué de panadero, ¡ajo!
—¡Viva el paro!
—¿Qué hay del paro? —preguntó Alfredo.
—Que ya nos alzamos, pues, ¡maldita sea!
—¡A! fin se resolvieron a ser nombres!
—Desde de día estábamos aconchavados... hip... Andaban comisiones de la Gremial del Astillero... hip... hip... A las once comenzó el paro en toditas las pa... Hip...
Desde esa hora estamos jalando trago... ¿Dices que no somos hombres?... hip... ¡Tómate este lapo, si vos eres hombre, Baldeón!
—Lo tomo porque mañana no demos la pata y reculemos. Lo tomo por el paro hasta ganar: o hasta morir.
Era un buen aguardiente, cosa rara en esa chingana : el fondo del sabor le trajo a la memoria los cañadulzales, el monte, Daule, su madre.
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Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)
Historical FictionLas cruces sobre el agua es una novela publicada en el año 1946 y escrita por Joaquín Gallegos Lara, que lo situó entre los iniciadores del tema urbano en la narrativa ecuatoriana. La culminación y detonante argumental, es la masacre del 15 de novie...