La hermana

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Para Alfonso, desde que amaneció el domingo principió el jaleo. Viendo venirse sospechosamente a Paca, se sentó de un salto en la cama, tirando la colcha. El dormitorio, cerradas las ventanas, estaba aún en penumbra. Ella —la cabeza cubierta de nudos de cintas, con las que se rizaba todas las noches y que semejaban florecillas — se le abalanzó, riendo:

—¡Mangajo! ¡Que te desnudas delante de una!

Sin dejarlo ni replicar y sin fijarse en que se hallaba en pijama, le restregó, con sendos puñados de polvo de arroz, la cara, y le hizo masa los despeinados crespos, —¡Carnavalón, ñaño, carnavalón!
Alfonso consiguió finalmente escapar y encerrarse en el cuarto de baño. Abriendo de sorpresa, le arrojó una lavacarada de agua, que la ensopó de la cabeza a los pies. —¡Aja, lo que es esta me le desquito! —y regresó con el jarro enlozado de la tinaja. — Estos niños han hecho la pieza un encharcadero, mamá —denunció Carmela, y no concluía cuando el polvo que le metía entre el cabello Paca y el agua que le tiraba Alfonso la convirtieron en una máscara cuyo aire cómico de payaso, hizo contraste

con sus ojos, que eran bellos y de expresión dolorida.

—¡Muchachos, respeten a su hermana mayor!

—¡Qué mayor! ¡No te hagas la vieja! —dijo Paca—. ¡Es carnaval!

—¡Paca! ¡Paquita! —clamaba Alfonso, tapiado en el baño.

—¿Qué?

—Te traigo dulces si me dejas salir sin mojarme.

—¿Sí? Quieres llegar flamantito donde Pepina Albert. ¡Pero, hijo, es mucho cuidarse para el mamarracho que te ha de mandar hecho ella!

No se avenía, alegando que la había bañado y ella sólo lo empolvó, pero la renovada promesa de los dulces y la venida al dormitorio de la madre, acabaron por convencerla.
Después de almuerzo, Alfonso se fue a buscar a Alfredo. Al pie de la panadería se desparramaba una charca en que flotaba harina, por el portal hasta la acera. Desde la ventana de la casita, la hermana de Baldeón y su prima Laura, lo alcanzaron con medio balde de agua. Él les tiró algunos de los globos de goma de colores llenos de agua, de los que llevaba un montón en un pañuelo grande, atado por las puntas. Alfredo apareció destilando y se marcharon a jugar.
Baldeón apuntaba, con descaro, y con un tino infaltable, sus globos de agua a los senos de las muchachas y se las oía reír a carcajadas nerviosas. Por precipitación, Alfonso erraba algunos. Iban empapados y empolvados, pero el calor pedía más agua. La sed se extendía de la garganta a toda la piel Los oídos mismos bebían el esparcirse de las jarradas. De las puertas brotaban traicioneros jeringazos. Bullicio de batalla de agua y polvo, se alargaba por barrios, se ahogaba en zaguanes y patios, se entre chocaba en carreras, forcejeos y alaridos en los interiores de las casas.

—¡Con agua no, con agua no, que me hace daño! —gritaba un catarroso, de nariz colorada. Un balde de agua que empuñaba con ambas manos una serrana, que salió de una zapatería, ahogó su voz, y luego lo hizo barbotar en maldiciones y estornudos.
—¡Cójanlo, cójanlo a ese futre que va seco!

—Pásame un poco de maicena.

Bandas de muchachos armados de tarros se apostaban en las esquinas. Diluviaban los balcones. Los policías huían mojados y embadurnados, e hileras de mujeres de los patios, con baldes, latas y olletas, los corrían, pegados los vestidos al cuerpo, con las caras contraídas en gesto de una fiebre hecha de alegría sensual y de furia. Sirvientes descalzas; calatas de agua, pasaban como exhalaciones de zaguán a zaguán.
—¡A la pipa de agua! ¡A la pipa!

Entre cuatro zambas, palpables tras la clara de huevo de las zarazas de sus trajes escurriendo, alzaron a un mozuelo de unos trece años, de pantalones de casimir bombachos, que al forcejear les manoteaba las nalgas, y a pesar de su resistencia, se metieron, llevándoselo, dentro del solar de una covacha.
—Si te llegan a coger son capaces de cargarte a ti también a la botija, esas arpías.

—¡Al catre es que yo me las remolcara!

Alfonso quiso pasar por el chalet de Pepina, y por allí fueron, pero las maderas de la ventana volada se veían cerradas y la puertecita verde con candado. Por la verja, columbró el jardín, tranquilo a la sombra de la acacia y los saúcos.
—Entonces vamos al barrio de mi negra Leonor.

—Primero pasemos por la casa de las Moreno.

—Eran las primas de Alfonso, hijas de Enrique, el hermano de su madre. Con alegre sorpresa, vio que en el balcón y con fuertes huellas del juego, junto con María, Gloria y Piedad, se asomaba la mismísima Pepina. Alfonso se acercó cauteloso hasta la acera y empezó a aventarles globos, con bastante suerte o puntería. Pasado un momento de tiroteo general, se detuvieron de espectadoras las otras y Gloria quedó frente a Alfonso, aparándole y devolviéndole vertiginosamente los bombazos. Colgada sobre la baranda, con el busto entero echado hacia fuera, sus brazos se movían veloces. En la boca le florecía húmeda la sonrisa. Brillaban sus ojos azules oscuros. La

melena rubia se le sacudía. El movimiento, y la respiración entrecortada, le coloreaban el rostro y le hacían brincar elásticos los senos a los que se adhería la ropa, mojada, modelándolos.

—Sube, sube, primito.

—¿Ah, sí? ¿Para llevarme a la bañera? ¡Buen cándido sería!

—Por Dios que no te hacemos nada, —Sólo un poquito de polvo y un chisguete. —¿Cómo no iba a subir si Gloria lo Mamaba? Allí además, estaba Pepina, aunque ahora lo entendía ¿qué le importaba Pepina? Lo malo era que andaba acompañado de Alfredo. Hacerlo subir con él, no podía. El no querría, ni a ellas les gustaría: tenían sus pretensiones. Mas, para eso era su confianza de hermanos. Ese no se resentía por nada que proviniera de él. Se allegó a la esquina donde lo aguardaba.

—Oye, hermano ¿me esperas? Tú no te calientas, voy a subir.

—!Qué me voy a calentar por eso¡ ¡Pero no seas vivo! ¡Como dizque te vas a meter solo en esa tigrera! ¡Te agarran entre tantísimas y te hacen masa! —Allá está mi primo Enrique y seguro se hace de mi lado.
—Bueno, ya estuvo. Yo me voy al Astillero a ver si juego con Leonor, esa que te conté, la cigarrera. ¿Salimos mañana?

—Claro. Yo te voy a ver, como hoy. Ni bien traspuso el portón Alfonso, cuando se trabó la fantástica refriega. Las tres primas y la Albert, como se lo anunciara Alfredo, lo empastelaron de mixtura y polvo y le volcaron verticales baldes de agua sobre la cabeza. Enrique un muchacho delgado, tres o cuatro años menor que él, se declaró como había previsto, su aliado.
El huracán de carrera por toda la casa, azotó puertas, tumbó muebles, manchó alfombras y linóleos, y esparció verdaderos torrentes. ¡Alfonso jamás se supuso el incendio que aquello provocaba en la sangre! Se presentaba sólo como furia de represalia, pero era mucho más: el perfume del polvo y el aroma del sudor femenino, las luchas cuerpo a cuerpo que sin querer lo hacían rozar puntas endurecidas de senos, muslos y talles cimbreantes, manzanas cálidas de los bajovientres; y el agua, el agua que calmaba el calor pero no la borrachera de jugar con esas cuatro muchachas, que entre sus trajes encharcados, se hallaban como casi todas las mujeres de la ciudad ese momento: desnudas.

2

Malpuntazo se sentó, junto a la madre, en la riostra de mangle de la puerta del patio. Ella, que pensaba en algo o descansaba, mansos los ojos, ni lo miró. Acababa de regresar de la casa donde cocinaba. Dejó sobre la cobija del catre su manta y vino afuera a coger aire, pues la noche sin viento aplastaba la covacha. Alrededor del tronco de la palma daba vueltas una luciérnaga. Ni una cana pintaba el cabello lacio de Jacinta. Sólo su frente, sus mejillas, su cuello, cancagua india, se astillaban como las cañas picadas de las cercas.
—Mamá, ¿por qué no le metes su cueriza a Felipa? ¡Llorando a todo moco la bruta, ahí echada!

—¡Cállate!

Emilio molesto, torció el ojo hacía la bocacalle para ver pasar el tranvía eléctrico, llevando a través del barrio pobre un pedazo de centro. Chistaron dos o tres golpes de timbre y se apagó el rodar. Los rieles se alejaban, pero se quedaban. De tarde, un chico rompió el farol de la esquina, de una pedrada. Las calles se veían blanquear como almidonadas: y era sólo lodo oprimido por la tiniebla tórrida.
—¿Eres mal natural Emilio? ¡Cómo voy a pegarle tras lo sufrida que está la pobre! ¡Al perro ese del zambo Baldeón es que quisiera agarrarlo! —¡Adiós! Si de veras quieres cogerlo, aquí a la vuelta nomás está, conversando por la ventana con Leonor la del chalet. —De malo lo hace, venir a enamorar a las vistas de la otra. ¡Como si donde quiera no hubieran polleras!
—Cigarrera es ella.

Pero la madre es aplanchadora como una. Y ella, lo único que tiene es ser de color lavadita, porque después hasta poto le falta.

—Así es que vamos yendo a requintearlo al Rana...

—¡No, si son ímpetus que me dan no mas! ¿Qué dizque voy a hacerle yo? ¡Vos estuvieras más mayorcito!

—Algún día venado, yo suelto y vos amarrado.

Jacinta volvió a esconderse en su hosco silencio. Desgraciado su vientre: Emilio salió maliento y ambas chicas habían corrido gallo. ¡A Margarita quien sabe dónde la habría remontado el sinvergüenza de Moncada! Y hoy Baldeón, que siempre pareció buen muchacho, cometía su perrada abandonando a Felipa ¡y en qué forma!

Ella no les había ambicionado grandezas a las hijas. No soñó ni en que se casaran. Sin cura y sin político ¿no fueron felices con el finado Montiel, toda la vida? Tampoco exigía dineros. ¡Si a ellas Dios las hizo pobres! Pero que al menos los hombres que dijeran quererlas resultasen consecuentes. Claro que de ellas mismas era la culpa por no darse a estimar. Ya ve Felipa, acceder a ir a encerrarse con Alfredo, en lugar de sostenerse en que, si la deseaba, la sacara a vivir a su lado como su mujer propia.

—Oye, Emilio ¿y es cierto que vos has visto por el centro a Margarita?

—Palabrita de Dios.

—¿Con el hombre ese?

—Sí, la llevaba de gancho por allí por San Francisco. Ella andaba con la cara bien chapeada, con vestido de seda y zapatos de taco alto.

—¿No digas?

—Yo les hice la quimba por los estantes, para que no me vieran. ¡Si al Rana le tengo tirria, a Moncada donde le veo las patas quisiera verle la cabeza!

Debía ser enseñada por él la ingratitud de Margarita. Meses de meses, quizás más de un año, habían transcurrido desde que se fue. Nunca dio señales de vida: ni un recado, menos venir. Y no sería porque temiera reprensiones o reproches. Sabía que Jacinta con tal de verla, se callana. Lo que ocurría es que así eran las hijas estos tiempos: ¡cuándo ella con su vieja, allá en el pueblito de Daular escondido entre los ceibos gigantes y lanudos! No la desamparó un minuto, hasta que le cerró los ojos.

Otro tranvía cruzó la bocacalle sordamente, iluminando de paso fango, bledos y cascajos.

—Vea, mamá ¿quién será esa futre a estas horas? Ahorita se bajó del eléctrico.

—¡Hijo, pero si es Margarita! Hablando de ella... ¡Hija, hijita! —saltó, yéndole al encuentro, con las piernas temblorosas, —¡Mamá!
Se abrazaron y abrazadas entraron, haciendo crujir a sus pisadas el cisco del rellano del patio.

—¡Felipa! ¡Felipa, aquí está tu ñaña, ha vuelto tu ñaña!

Sin zapatos y en camisón, se levantó Felipa con los ojos hinchados, que se cubrió con la mano, aparentando defenderlos de la luz del candil. Emilio, que de tantos cocachos y aguantadas se había hecho hipócrita, sólo de reojo se permitía contemplar su alta grupa apenas velada, mientras las dos hermanas se abrazaban. Y reía bonachón.
—¿Vienes de visita, ñaña?

—Sí mi mamá me coge, vengo a quedarme. No quiero nada más con ese bandido con quien para mal de mis pecados me metí, ¡Felizmente está en la cárcel y gracias a Dios ahí ha de seguir por tiempos!


3


Desde que dejaron las aguas anchas del Guayas y entraron al estero, para Alfonso fue una sacudida. La tierra venía a meterse a su pecho en el olor a almizcle, a monte y a barro de barrancos. El motor de la lancha chocaba su golpe, contra las orillas. La corriente verdinegra arrastraba raíces, yerbas o flotantes natas de ocres o morados pólenes. En las copas gritaban pájaros. Se sorbía la vida directamente. Y a cada vuelta del cauce nuevas playas, con resaca de garzas y martín-pescadores, cerraban el horizonte, infundiéndole una calma vasta, algo como una presencia inmensa.
—¿Cuántos años hace que no salías al campo?

—Muchísimos. Desde que era chico.

—Te va a gustar La Gloria, —Ya sabes que ELLA me gusta desde hace mucho. Siempre me ha gustado y más, mas no ignoras desde cuando.

—¡Calla, tonto, cuidado te oyen! —No, nada se alcanza a oír con el motor. Había una vivacidad agresiva en la manera como oteaba el estero ante la proa, firme una sola mano sobre la rueda del timón. Vestía una blusa de malla de lana azul. El viento acuático le agitaba un rizo por la frente. A su lado, y mientras las hermanas de ambos se agachaban encima de las bordas, metiendo los dedos en el agua tibia, que, en dos orlas de turbia espuma, pasaban a los lados, y charloteaban alegres, Alfonso calcaba el perfil de su rostro blanco ligeramente aguileño. ¿Lo querría Gloria? Venía preguntándoselo hacia algún tiempo. Y de verdad le era imposible contestarse, tan variable era su conducta para con él.

A veces, creía que el amor había venido. Dadas las relaciones un poco frías entre su tío Enrique y su madre, rara vez veta a las primas. A Gloria, de quien tenía el recuerdo de una mocosa engreída y pendenciera, le pareció descubrirla. Se enamoró de ella en el momento en que le aparaba bombas de agua, en el balcón. Los tres días de carnaval jugó en su casa. El martes por la noche bailaron. María, la mayor de las Moreno, fue en auto, de tarde, y se trajo consigo, a pesar de su resistencia y excusas, a la madre y a las hermanas de Alfonso. Enrique, voluble de temperamento tuvo una racha de encariñamiento con su hermana y sus sobrinos pobres. ¿Cómo podía haberse despreocupado a tal punto de la buena ñaña Leonor, viuda, hermana suya de padre y madre? Debía repararlo.

Olor de agua florida y de polvos baratos, subía de las calles en que, luego de la locura de bullicio del día, la soledad retornaba extraña. La predilección al bailar, el sentarse en puestos inmediatos en la mesa, las sonrisas indescifrables y las miradas sorprendidas, les tejían la invisible red de un ignorado vínculo. Conversaron del juego, de vaguedades indiferentes, solos, en el saliente del balcón.
—¿Vienes mañana para echarte la ceniza? A él le brillaron en fuego los ojos:

—¿Quieres que venga?...

Gloria se mordió el labio inferior.

—Sí, quiero.

Su melena se hacía de cobre en la penumbra. Una bandurria tocaba, suscitadora, en la casa de la esquina, cuyos balcones resplandecían de arañas de gas, y por los cuales se cruzaban parejas bailando.
—¿Sabes por qué te he preguntado si querías tú que viniera?.

—Me imagino... No lo digas.

—Porque te quiero, Gloria.

—Calla, Alfonso.

—Por qué me pides que calle?

Ella había hablado sin mirarlo, dejando ir lejos la vista. En sus labios que se movían nerviosos, se trenzaban los pensamientos. De pronto cara a cara, le fijó sus anchos ojos azules negros, y soltó como si no quisiera confesarlo:
—Porque tengo miedo de quererte yo también.

La atrajo por el talle y la besó. Cayeron los párpados, se estremeció su cuerpo, apretándose al de Alfonso, y separaba, como si le florecieran, los labios, dando, con el beso, la más húmeda y apretada entrega. Él no supo cómo—la locura del carnaval le relampagueaba en la cabeza— una de sus manos la oprimía hacia sí por la cadera, y la otra acariciaba un seno. El quejido melódico de la bandurria, les penetraba agudo en el corazón, pasándoles por la piel un caliginoso escalofrío.
En los días que siguieron, el reacercamiento familiar se acentuó. Menudearon las visitas. Las Moreno se llevaron al cine y a paseos a las primas. Enrique fue a la casa de Leonor, que, desde lejanas rencillas con el padre de Alfonso, no había pisado. Alfonso era asiduo todas las noches a charlar, a tocar el piano, a llevarles novelas o a jugar dominó. Debido a la conducta extraña de Gloria, su vida se fue volviendo ocultamente atormentada. No podía explicarse sus actitudes. Era una constante contradicción. Por días era cariñosa u hostil, tierna o burlona, lejana o íntima y atrayente.

Enrique, en breve de tratarlo, tomó afecto al sobrino. No se suponía hallarlo correcto e inteligente. ¡Si tuviera más espíritu práctico, si quisiera dejar esas gansaditas de la música y las novelas! Por su propio bien y el de la madre y las hermanas, debía procurar usar su capacidad en cosas beneficiosas. ¿Era tan falto de ambición que se conformaba a quedarse en un empleíllo? ¿Y cuando se enamorara y quisiera casarse con una muchacha decente, de su propia clase? ¿Qué le ofrecería? Experimentó asombro y no entendió, cuando, al conversar, se convenció que Alfonso sabía pensar prácticamente y que si no se orientaba mejor era por una velada despreocupación desdeñosa.

—María, hijita —conversaba— sabes que he llegado a la conclusión de que tu primo es así romántico, mala cabeza, en cierto modo voluntariamente; tal vez por educación o por herencia, por una parte de herencia, pero no por falta de comprensión. Hasta sobre negocios lo he oído opinar con sensatez, ¡es una lástima que se desperdicie así! ¡Claro que es muchacho!
Conversaba con frecuencia con él, quizá con la intención de influir lentamente en sus inclinaciones, induciéndolo a interesarse por su conveniencia. Le charló de negocios, pidiéndole sus criterios acerca de algunos. Elogió la justeza con que aquel vulgar pianista, que no quería ser más que eso en el vida, le discernía, coincidiendo en ocasiones con su maduro reflexionar. En tal forma surgió la invitación a la hacienda, Alfonso recordaba que siendo muy pequeño pasaron él y su familia un mes allí para que convaleciera Carmela.

Reconoció o creyó que reconocía la casa de La Gloria. En las huertas de la otra orilla de) estero se apagaba la queja de los olleros. Detrás de la casa se extendían entablados de potreros con palmas. Mezquinas luces parpadeaban en las chozas de techo de paja y sin paredes. La claridad se escapaba toda al cielo de nubes flamencas, surcado de hileras de loros. En las espesuras, en los tendales, bajo las copas de los naranjos y de los mangos, quedamente la sombra nacía. Como se dormían los campos, en el alma de Alfonso se dormía una nostalgia indefinida, un vago anhelo de regazo y de Manto.

Gloria, apenas fatigada de timonear la lancha, miró a su lado a su primo contemplativo, de codos en la borda.

—¿Qué te pasa? ¿Te entristece el monte? Así les pasa a los niños de la ciudad...

—¿Y a ti?

—¿A mí? No, yo soy montuvia.

—Una especie de espíritu grave y dulce emerge de la tierra con la noche. Las cigarras no sólo cantan en los brusqueros sino aquí dentro, en mi cráneo. Los hogares humanos llenos de calor, qué luz son frente a la tiniebla del monte. Las cocuyas que saltan en las yerbas, van a volar, a metérsete entre los cabellos. Si cuando se apagaran las lámparas de las casas, tú aparecieras desnuda aquí afuera, serían la única claridad del mundo, y la estrella de las estrenas. ¡Y yo te escribiría un pasillo como no se ha tocado nunca en las guitarras de tu hacienda!

—Si saliera desnuda aquí afuera, en primer lugar, aun siendo de noche, sería una indecente, y en segundo, los mosquitos no me dejarían ni un rinconcito del pellejo sin enronchar.
—La noche es música ¿no sientes?


—Yo lo que sé es que es la hora de atrancar el gallinero para que no se metan los zorros, de correr los guacayes de las puertas de las cercas para que los terneros no se pasen a los corrales de las rejeras y al ir a ordeñar no se halle leche, de...

—De acomodar las cobijas y acunar dos puestos en las camas...

—¡Zonzo! ¡Parece mentira que sepas besar como yo sé que sabes!.

Después de la merienda y la velada, corta, pues todos tenían cansancio, Alfonso se tendió en la hamaca de la galería. Una brisa como el aliento de una boca, soplaba, casi espesa. El monte era el gran susurro de una marea remota. Los mosquitos pulsaban un sordo bordón roto de guitarra. ¡Qué absurdo! Nunca supo que existiesen mosquitos así. Asomaban por la baranda mirándolo con ojos curiosos. Su tamaño aparecía extravagante: eran mosquitos del porte de gallinas o lechuzas. Era imposible, eran mentira. Mas, allí volaban, zumbando al aletear, con aire de ridículos pollos, alas de chapulete, ojillos de murciélagos malévolos y aquella púa larga como un alfiler de sombrero. ¿Estaría dormido? Aunque repugnándole, iba a coger uno por la púa y a reventarlo contra el piso. Si semejantes mosquitos pulularan, la hacienda, la comarca, Guayaquil, el Ecuador entero, todos los trópicos, tendrían que ser abandonados por el hombre. ¿Acaso el éxodo inexplicable de los mayas?... —¡Alza arriba, Alfonso! ¡Si te duermes aquí en la galería mañana estarás tiritando de fiebre palúdica!

4

Mala era la suerte de las mujeres y la de Felipa y ella peor que la de otras. Puso la olla de barro en la repisa. Con jabón prieto y un estropajo de cabuya se restregó las manos. Vació el agua del techo sobre el rescoldo que olió a humo y luego a tierra mojada. ¿Valía la pena andar tras un hombre, como Felipa tras Alfredo? ¡Y sabiendo que no la quería!

—Toma el plato para que lo laves. No se lo dejes sucio a mi mamá, que viene cansada.

Era Malpuntazo que, sentado en una piedra, terminaba de merendar.

—¡Baray que atracas demorado y la tienen aquí a una de fregona hasta la media noche! —Mansita, mansita, que del jornal de este sábado te compro un par de medias. —¿Vos? ¡Para tacaño que te busquen!
En la estrecha lumbre de zinc, unida, sirviendo le de cocina al cuarto que Jacinta y sus hijas ocupaban en la covacha, los cacharros quedaron ordenados al retirarse al dormitorio Margarita, candil en mano. Adentro, lo sopló y se sentó en el filo del catre. El patio negro con el uniforme grito de los sapos, entró a acompañarla. Malpuntazo se había salido a vagar por el barrio. Allá por la esquina se oyó que la pandilla lo acogía:
—¡Ojo con baba!

Ante la una bocacalle pasaban los tranvías eléctricos, ante la otra los de mulas. Bostezó. En el centro, la gente debía entrar a los cines, dirigirse a los bailes o pasear en automóvil. Con seda ciñéndole las caderas, rojo en labios y mejillas y vaselina en los párpados, los hombres —hasta los vestidos de casimir, corbata al cuello y plata al bolsillo y que conducían del brazo a señoras gordinflonas— viraban la cara para no perder la vista su meneo.
En la calle se oyó agitación de voces y tropel de pasos. ¿A ella qué le importaba? Sería algún chivo, alguna puñetiza de enamorados bobos y rivales: así como pelearon por ella esa ocasión Cortés y Moncada. ¡Qué gusto le dio que Alfonso rompiera a La Víbora! De verdad, el único hombre a quien ella había querido era Cortés: sus ojos, sus palabras, sus manos siempre atrevidas en el cuerpo de ella, la tuvieron loca. ¿Por qué se alejó? Los blancos son así raros. Pero si se fue Margarita con Moncada, de su desvío fue culpa, o podían aguantar que las vecinas se le rieran en la cara.

—¿Va viste Margarita, por meterte con futres decentes en lugar de fijarte en tus iguales? ¡Te dejó por alguna señorita!

Y La Víbora que insistía y se hacía el bueno... Mas, la noche que la tumbó sobre la cama sucia de la posada donde la llevara, Margarita cerró los ojos con el absurdo pensamiento de que era Alfonso quien se le echaba encima.
Sabía que no quería a ese hombre grosero, que ya desde el día siguiente le echó palabrotas. Nunca se imaginó lo que era en realidad. En el primer instante de su vuelta lo confesó aquí en su casa. Tal vez no debía haberlo revelado. Tres meses después de tenerla con él, hospedados donde una tía, una noche le sacó a la calle dizque a pasear, la emborrachó y la condujo a un sitio que resultó burdel. ¡Para eso le había comprado trajes de seda y zapatos de taco alto! Quiso huir, quiso matarse con una tijera. Moncada le dio una tunda que la dejó enferma una semana. De día la vigilaba él. Por las noches quedaba entre sus compañeras de la vida, al cuidado de una vieja gorda, blancuzca, con llagas sifilíticas en las pantorrillas y a la que llamaban la Señora Emperatriz.

Ante la puerta del cuartucho con un camastro, una vela, una bacinilla y una estampa de santo, Margarita se emperraba.

—Yo no entro.

—¡Arrea, arrea, que te están esperando! ¡Por las buenas, o se lo aviso a tu Víbora, para que te saque la porquería a patadas! ¡Anda!

Como adelanto, la vieja Emperatriz le pegaba su par de bofetadas y a empellones le echaba sobre el colchón sin sábanas, cubierto de manchas repugnantes. Cada mañana, Moncada acudía a recibir el dinero que los hombres pagaban por Margarita.
La noche que supo que lo habían metido en la cárcel, complicado en un robo cuantioso, fue ella la que se volvió terrible con la vieja Emperatriz. La desconcertó, abofeteándola, a su vez hasta sangrarle el labio sobre los sarrosos y cuarteados dientes, cuya forma puntiaguda como de espina, siempre le habían producido risa y asco. Tuvo que salir con lo que llevaba puesto. Y nada quiso reclamar después.
—Margara, hija. ¿Por qué te has quedado a oscuras? ¿Se te acabó la kerosina? ¿Por qué no lo mandaste a Emilio a comprar?

—Todavía hay. Es que no quise prender por gusto; como nada estoy haciendo.

—Ni sabes, Ignacio Mora, el hijo de la señora Tomasa se ha matado. Tenemos que ir al velorio. ¿Qué es de Felipa?

—De tarde salió a la calle a encontrarse con Alfredo. Dizque él se va a ir a Lima. Yo le guardé de todos modos la merienda. ¿Qué le pasó a don Ignacio? ¿Se cayó del andamio pintando?
—No. Se pegó él mismo un tiro en la sien.

—¿Sí? ¿Por qué habrá sido?

—Dizque porque la Teodora lo traicionaba. Ahorita lo trajeron de allá de la calle Maldonado donde vivía, a la casa de la señora Tomasa. ¡Está como loca, la pobre! ¿No oíste la bulla?
—Creí que fuera alguna pelea. ¡Pero ha sido cangrejo! ¡Por esa gaita que los mediodías que don Ignacio estaba pintando cartelones en el cine Ideal, ella se iba a rebuscar a las balsas con los fleteros y los vaporinos !
—¿No digas?

—Pregúntele a Emilio que la ha visto.

La señora Tomasa era una viejecita trigueña y fina, que olía a ropa aplanchada y a bondad. Como queriendo volverlo al regazo había tendido al hijo en su propia cama: cuatro velas de a real, en frascos, hasta que trajeron la caja y los mohosos candelabros de la funeraria de tercera. La policía se había ido para volver al día siguiente a la autopsia. El cuarto pequeño, lleno de comadres y vecinas y del humo de las velas se hacía atosigante. Sentada en un banco cerca de la entrada, la Teodora moqueaba ruidosamente. La viejita, sin manta, con blusa blanca y falda negra, parecía infinitamente quebradiza.

—¡Comadre Jacinta! —Y se le echó en los brazos. Poseía una vocecita de muchacha, suave y sonora. Hasta ese rato no había tenido a quién pedírselo: quería que fueran a avisara la familia Villafuerte y a la familia Lara, a quienes ella lavaba la ropa.


Margarita se acercó y levantó el lienzo que tapaba la cara de Ignacio. La frente, la sien, el ojo, estaban hinchados monstruosamente y con coágulos. Bajo el delgado bigote oscuro, la boca serena, dejaba entrever la blancura de los dientes. A las doce le dio sueño y se volvió al cuarto y se acostó. Felipa no había regresado. Pareciéndole ver en lo oscuro la cara del muerto, lentamente se adormeció con pesadez sobresaltada. Repentinamente incómoda, despertó.

—¡Quita! ¡Quita! ¡Suéltame, Víbora!

El peso de ese cuerpo caliente era insoportable y no era Moncada: era Malpuntazo. Ella se había quedado dormida bocarriba: él jadeaba, levantaba su camisa, la oprimía asfixiándola. Y la hurgaba. Sintió que le mordía un hombro baboseándola. El aliento le hedía a cebollas acedas. En la sombra le parecía distinguir su bocaza de sapo y su enorme ojo blanco. Luchó, golpeándolo, clavándole las uñas en el costado, percibiendo las arpadas costillas bajo la piel costrosa de roña, pues nunca se bañaba. La risa de Malpuntazo era un cloqueo y un rechinar. Y no callaba, no callaría. Un filo de madrugada hachaba el marco de la puerta. ¿Por qué no regresaba Felipa? ¿A qué hora se venía la madre del velorio? Ya no podía más. Las manos de Malpuntazo eran frías y sebosas; la boca un chupón caliente; en que los dientes herían.

— ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Venga vea a este desgraciado! ¡Quita, maldecido, que soy tu hermana!

Callado, él le mordía los brazos, los senos. Un escalofrío paralizaba a Margarita. Arqueó el cuerpo en una loca sacudida, y se ahogó en sollozos, porque ya era tarde.

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora