Las Montiel

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Contaba las traviesas de mangle, tostadas de años, boca arriba en la cama. Seguía la forma de las telarañas: la claridad que penetraba por el escape dé humo de lo alto del cuarto, las tornasolaba. Alfredo, cerrando los ojos, todavía las veía. Una tiesura dolorosa le envaraba las piernas: el beri-beri. ¡Ya estaba casi bien! La cabeza le oscilaba. La boca se le diluía como si hubiera bebido barriles enteros de agua de coco.

—¿Quieres ya la medicina?

—¿Será ya hora? Fíjate.

—Veré como está el sol y de paso les echo mi vistazo a los fréjoles, no vayan a quemarse.

—No te embromes.

Se oía a sí mismo una voz de chico mimado. Pero no quería alterarla. Se abandonaba al frío febril que le corría en las venas y le atenazaba las rodillas. ¡Y Magdalena lo trataba tan bien! Lo cuidaba como a un hijo. Le conversaba; le traía a los ñaños en los momentos en que él salía de su sopor.
Al levantarse de dormir, el taita venía a tocarle la muñeca o la frente y a decirle con el tono burlón que adoptaba su ternura:

—¡Cangrejo!


Alfredo se reía y hasta el reír lo cansaba. Las lavanderas en el patio despercudían ropa a golpazos. En los otros cuartos, los vecinos, obreros de las fábricas de chocolate, estibadores, policías, estallaban en disputas con sus mujeres o cantaban destempladamente. Ellas lavaban, cocinaban o peleaban a gritos, de puerta a puerta.

Cloqueaban gallinas, gruñían chanchos. Alfredo vivía con las orejas. Cogía hasta el rumor de las pequeñas vainas amarillas del algarrobo, al caer al techo y al suelo y que hacía relucir más el sol.
Los hermanos se apegaban a enseñarle sus trompos mugrosos y quinados, sus fichas de sacar botones, las figuras de las petacas de los cigarrillos. Aunque sea con el cuchillo de cocina les cortaban el remate a los trompos. En el sueño de la fiebre, a Alfredo se le ocurría por qué los muchachos —incluso él, antes— decapitaban los trompos y gritando por esquinas y portales:
—¡Trompo con cabeza va al techo!

La suya se le desvanecía. Movía las manos como apartando. A su alrededor todo era igual: las caras del viejo, de Magdalena, de los ñaños, ahora preocupadas por él; el día casi sin distinguirse de la noche; el cuarto con mesa, hamaca, baúles y catres, todo borroso, recordado y presente a la vez. ¿Era él el mismo Alfredo que se fugó para ir a la guerra un año hacía? En ese solo espacio había vivido más que en todo lo anterior. No, ya no era el mismo. Al partir, aún creyéndose mayor, era un chico como Juancito. Ahora sí que era hombre. Había peleado, se había acostado con mujeres. ¿Qué importaban la fiebre palúdica y el beri-beri?

—Ya ve lo que fue a buscar Alfredo —le decía Baldeón a Magdalena—. Yo no quiero retarle, tras lo fregado que está. Pero de veras que lo que ha sacado son las siete plagas del señor. ¡A ver sí coge experiencia!
Sin que él se diese cuenta, Alfredo lo escuchaba. Tendría su razón como padre. Mas, ni los años de un mayor podían compararse para dar experiencia con los incendios que le deslumbraban los ojos, ni chamusquear el cuero como la pólvora y la montaña se lo curtieran a él. No se arrepentiría.
Al mejorar, lo que lo molestaba era la pesadez de las horas. Desde la cama dominaba un pedazo de patio: piedras y polvo de verano. Hacía calor, y, sobre la cerca, el cielo era una plancha caliente. Los huecos de los clavos en el zinc del techo regaban pesetas de sol por las tablas del piso.
Por las rendijas de las cañas atisbaba el patio de la covacha de al lado. Los mediodías, antes, había visto en los solares, bañarse mujeres en camisón, o aun desnudas.

Ahora no veía ninguna. Bostezaba y ansiaba que el médico le mandara levantarse. Aunque a lo mejor no podría ni tenerse en pie.

—¡Hola, Alfonsito, qué gusto!

Al día siguiente mismo de su regreso, hallándose todavía muy mal, lo visitó el amigo y ambos se alegraron.

—¿Y qué, hermano? ¿Cómo te fue?

La cara morena de Alfredo resaltaba en la cama; a través de la flacura se acusaban sus facciones; la barba ya le tupía. —Lindo, aunque fregado, hermano. ¡No hay cómo figurarse lo que es esa vaina! Ya te he de contar de que me mejore. —¿Peleaste?
—Ahá— corroboró más que nada con la inclinación de la cabeza, pues cualquier agitación le robaba el aliento.

El otro columbró en ese solo gesto todo lo que significaban para su amigo los días vividos.

Se sentó cerca de la cama. Magdalena le gustaba. Sus miradas la perseguían al disimulo. Conversó más con Alfredo: poco a poco para no fatigarlo. Sin proponérselo veía su camisa y sus sábanas remendadas. El afecto fraternal le anudaba la garganta y sin enseñarle nada qué decir, iba a volverse en sus ojos una humedad tan leve que era apenas calor. Las pantorrillas de Magdalena, que no llevaba medias, eran tersas y lampiñas.

2

Cansados de jugar, entraron a la panadería. La agitación y el polvo les daban sed. Al cruzar la tienda, Alfredo rebuscó en el mostrador y las perchas, vacíos. Adentro, resoplaba el horno. Olía a masa cruda y a cucarachas. Flameaba en sus picos, la luz de gas. Los obreros se afanaban ante las mesas. Baldeón viejo le sonrió como siempre a Alfonso.

—Buenas noches, don Juan.

—Buenas ¿y cómo te va, blanquito?

Al volver de Esmeraldas, Alfredo había hallado al padre dueño de panadería. El viejo Adriano Rivera le había cedido La Cosmopolita "para pagar como fuera pudiendo". El negocio era bueno: en la avenida Industria, a una cuadra del mercado sur. Aún convalecía Alfredo, cuando se cambió la familia, de la covacha al piso alto de la casita contigua al galpón de la panadería.
Todavía Baldeón deseaba que el hijo terminase el último año de la escuela, y, como Alfonso, pasara al Rocafuerte. Él se negó: ya no quería estudiar sino vivir.

—No, viejo: yo ya estoy muy grande. Me correría de enfilarme con los chicos. ¡Me harían cháchara! ¡Lo que voy a aprender es a mecánico! —Como vos quieras, con tal que hagas algo.
—Me voy a meter de oficial al taller de Mano de Cabra.

Y fue a engrasarse y tiznarse las manos pasando fierros,

Alfonso había salido de su casa en seguida de merendar. La noche soplaba fresca. En la plazuela, mientras los más chicos jugaban a la guerra, los más grandes ponían dos piedras a cada lado como metas, a falta de arcos. La pelota que pateaban era de trapos viejos. El polvo dificultaba el juego: sujetaba los pies, subía por los cuerpos trenzados forcejeando. El viento lo echaba a cegar. Hacía tanto viento que silbaba en las cercas.
—Refrésquense un poco antes de beber agua. ¡Están sudados y los puede agarrar una pulmonía!

—Ahá —y Alfredo se comió un pellizco de masa.

Venciendo el rugido del horno, las voces y el trabajo, llegaba de dos cuadras el jadeo de la Frigorífica.

—Se vendió todito lo de la tarde.

—Ya vi. Al entrar vine pegando una aguaitada a las perchas y no ha quedado ni una rosca.

—Arriba ha de haber pan de lata, porque enantes les mandé bastante a Magdalena y a las chicas. Suban para que le brindes a don Alfonso.

—Ya, si vamos también a jugar naipe.

Del galpón a la casa se pasaba por un patio. Saciaron la sed en la llave de agua de la botija.

Alfonso preguntó:

—¿Estarán las Montiel?

Eran unas amigas de la hermana y de las primas de Alfredo, que se reunían con ellas a jugar.

—Seguro, ¿pero a vos de qué te sirve? Margarita está que se te hace melcocha y vos no le entras. Ajo que no sé qué es que te pesa. ¡Ya es de que le arrees los perros!
—Buena es ¿no?

—Aprende, yo a Felipa la tengo mansita. ¡Hasta le toco los pechos!

—Pero yo sí la carreteo algo a Margarita.

—No es nada para lo que te resulta.

Las chiquillas los acogieron hablando a un tiempo como loras. Sonrió para, Alfonso la boca pequeña y gruesa de Margarita. Él pensaba que al lado de sus hermanas


sería morena; sola, donde quiera llamarían blanca su piel dorado claro, Felipa era gorda y de facciones más toscas. Le brillaban los ojos incitantemente.

—¡Caray, nosotras aquí jugando pan con pan entre mujeres y ustedes hechos los lelos en la calle! Margarita los justificó:

—¡Adiós, son hombres!

Felipa hizo sitio a su lado para Alfredo.

—Vengan, vengan a jugar briscan de compañeros.

Laura Baldeón, íntima de Margarita, dio asiento a Alfonso entre las dos. Jugaron, pero él lo hacía maquinalmente. A su pierna se transmitía el calor de la de ella. Al volverse hallaba su sonrisa. Hubiera querido decirle algo ahí, en voz baja; se le anudaba la garganta.
¿Sería cierto lo que le contaba Alfredo, que se besaba con Felipa y le acariciaba los senos? ¡Qué haría Margarita sí él le acariciara la rodilla? Bajo la mesa, los demás no lo notarían. ¿Y si ella le daba una bofetada? Mirando hacia otro lado comenzó a tantear. Margarita no se dio por enterada. Su rodilla era ardorosa, elástica, pulida, Los caballos galopaban y las sotas guiñaban el ojo, al salto de las barajas.
Las paredes empapeladas de celeste hacían palidecer el oro de la lámpara. Se alargaban o se encogían las sombras redondas de las cabezas de ellos, los picos de las melenas de las de ellas. Subió hasta arriba la mano por los muslos, Margarita no se la retiró, se limitó a cerrarlos. Al terminar una partida de juego, se dirigió a él con secreta malicia:
—¿Por qué no jugamos mejor a cartas vistas?

—Para todo hay tiempo —contestó Alfonso. Mas, sus miradas se habían entendido. Ella enrojeció, bajando los párpados. Él quitó la mano.

—Nada, vámonos ya, que creo que es tardísimo.

—No son ni las once.

—Juguemos otrita: nosotros las acompañamos— ofreció Alfredo.

—¿Y sí mi mamá nos reta?

Un cielo azul claro de luna de tantas estrellas, viento y polvo de agosto, los acogió en las calles. Era el barrio del Astillero, a medias construido, a medias esperando, hecho de covachas y de fábricas, de tráfago en los días quemados y de silencio y de aroma de jardines secos en las noches. Tras las cercas de los solares se mecían frescamente palmas y algarrobos.
—¿Cogemos el eléctrico?

—¿Para qué si son tan poquitas cuadras?

El patio de la covacha donde vivían Margarita, Felipa y su familia, estaba oscurísimo. Alfredo se adelantó con Felipa, para besarla en la sombra, al despedirse, Margarita y Alfonso se estrecharon la mano y se miraron a los ojos. Adentro, en los cuartos, parpadeaban candiles.
—¿Viene mañana?

—Sí ¿a qué hora?

—A la que pueda... ¿No está estudiando?

—Pero puedo venir a la hora que usted diga.

—A las siete de la noche, aquí a la puerta...

—Ya estuvo.

Violentamente repercutió una voz aguda:

—¡Aja, aja, los pillé besándose! ¡Ahorita se lo aviso a mi mamá para te dé tu paliza! Cuidándolos estaba. ¿Y Margarita? ¡Aja, también te conseguiste gallo, condenada!
—¡Silencio, Malpuntazo desgraciado! —replicó Felipa.

Alfonso alcanzó a ver a un muchacho de unos diez años, sin zapatos, haraposo y con el pelo greñudo y revuelto. Las chiquillas se entraron y los dos amigos volvieron hacia sus casas.
—¿Algún hermano?

—Sí, se llama Emilio ¿no le alcanzaste a ver la cara?

—No.

—Te hubieras asustado, hombre. Es medio fenómeno o yo qué sé. Es amarillísimo. Tiene una bocota de oreja a oreja; es bizco y con un ojo más grande que el otro.

Malpuntazo lo llaman de apodo.

Alfonso se echó la carcajada.

—No, no lo vi, ¿Y es hermano de ellas, que son buenas mozas?

—Sí la gente se admira de eso. Hasta mañana.

—Oye, ya le entré pues a Margarita. Voy a venir a verla. Hasta mañana.

Un impulso embriagador arrebataba a Alfonso. Había hablado a la primera mujer. Tenía enamorada. Ni sus primos mayores a él le ganaban. Margarita era preciosa. Antes de entrar a su departamento se quedó consigo mismo, en la calle, bajo el cielo desnudo. Le pediría un beso, ¿Cuándo podría ya, sin asustarla? ¡Cómo brincaban sus nalgas ceñidas por el vestido azul! Al ir por la calle la había llevado del brazo.
—¿Eres tú, Alfonso?

—Sí, mamá,

—Te has hecho un poquito tarde.

—Estuve jugando, perdona.

Ya acostado, el sueño se retrasó y la visión de Margarita fragante, dulce, misteriosa, vino desde la sombra concéntrica a su frente. A la madrugada se levantó a estudiar. Tenía que cumplir con el colegio. A fin que fuera en tranvía, Leonor ahorraba medios y reales. El, yéndose a pie, los utilizaba en reponer la kerosina que consumía al amanecer. Jugar a la pelota y enamorar era bueno. La sangre le corría duro. Sus quince años le exigían. ¡Pero imposible fallar de estudiar! Debía ser médico: en secreto añadía: y músico. Tenía que recompensar a Leonor, a las ñañas que hacían sacrificios por él.

Se hundió en el estudio, mientras el alba iba descorriendo su impalpable cortina. Chisporroteaba la mecha de la lámpara; el tubo se ennegrecía desde la base. Bajo los mosquiteros se revolvían las hermanas y trinaban las cujas. A través de las fórmulas matemáticas y la nomenclatura del mundo horrible de la química, la visión de Margarita volvía con el nuevo encanto del día que nacía.
Aun habiendo dormido poco y estudiado, se alzó de la mesa y los cuadernos claro y ágil. En las vecindades clamaban gallos y a lo lejos campanas. Por las rejas azuleaba. Pasos y voces de transeúntes crecían afuera con el aire nuevo. Se bañó, escuchando en su interior acordes, vagos cantos, oscuros sones, que le daban alegría y fuerza. Cuando la ducha lo envolvía, silbaba.
—Óigalo, mamá, cómo silba. Amanece ni cacique.

—Desde las tres y media se levantó a estudiar.

—A ver si queda leche del café, para darle un vasito en el almuerzo.

Desde su cama, Paca le gritó:


—¡Compro el pito!

—¡Aguárdate, so floja, que apenas salte de aquí voy y te saco de las patas y te traigo a echar al agua!

—¡Ay, no ñañito! —respondió ella, con voz que se escalofriaba ante la amenaza del agua, en medio del calor de regazo de las sábanas.

3

Margarita impaciente, se acercaba a mirar por la puerta, Felipa y ella se vestían. Dentro del cuarto la noche era más prieta.

—¿A que horas vendrán?

—No seas apurada, si no hace mucho que oscureció.

Las habían invitado al cine y era un acontecimiento para ellas: nunca habían ido. El cine era todavía una novedad en la ciudad. Sólo desde el año anterior funcionaba. La gente del barrio que había estado, contaba maravillas. Alfredo llevaba a Felipa y Alfonso a Margarita. Las chicas saltaban de entusiasmo. Había costado guerra sacarle el permiso a la madre.
—Mamá, pero si dizque son preciosas las vistas.

—Déjenos ir, vea que sale tempranito, mamá Jacinta.

—Bueno, pues, pero como yo no puedo acompañarlas porque salgo un poco tarde de la cocina, tienen que ir con Emilio.

No acababa de anochecer y ya habían cocinado, merendado y lavado platos y ollas. El candil mortecino no rompía las sombras amontonadas contra las tablas del tumbado, entre la confusión de los catres con sus toldos recogidos. En ropa interior, ellas se peinaban y polveaban ante un pequeño espejo. Se apresuraban: querían estar preparadas cuando ellos llegaran.
Un movimiento de Felipa, al ponerse el vestido, descubrió un seno. Tras de las camas, en un rincón, se escuchó una risotada. Ella brincó y se cubrió rabiosamente. —¡Pero, ve, Margarita, si este Mal puntazo maldito ya no deja vida!
Asomó la cabezota de Emilio que escapaba riéndose aún. Su rostro macilento, con los belfos de oreja a oreja y un ojo mayor que otro —el grande bizco, así como sus persecuciones para verlas desvestidas y hasta para pellizcarlas y darles manotazos, causaban cólera y horror a Margarita y a Felipa. No podían acostarse o ir a orinar, tranquilas, sin que desde el lado menos esperado se les clavase el globo blancuzco siempre húmedo del ojo del hermano y estallase su carcajada de chirrido de bisagra. La madre lo cubría de mimos. El vagaba el día entero y comía a hartarse. A los chicos del barrio les pegaba de uno en uno. Ellos en pandilla lo apedreaban y lo perseguían gritándole:

—¡Sapo tuerto!

—¡Malpuntazo!

—Ojo con baba! —¡Malpuntazo, que les aguaitas el trasero a tus hermanas!

Ellas se hablan enterado —y se avergonzaban— de que los mozos que se reunían en la esquina decían:

—¡Parece mentira que Malpuntazo sea hermano de las Montiel que son macanudas! Es ni peje sapo el muy maldito.

Claro que lo peor eran sus repugnantes malicias.

Si se querellaban, la madre no les hacia caso.

—¡Baray que son de mal corazón! ¡No consideran a su hermanito que es maliquiento, el pobre!

—Vieja alcahueta. ¿Y qué vamos a hacer sí nos vive fregando? ¡Capaz que cuando crezca quiere hasta que casticemos con él!

—Lo que es yo no lo aguanto. Ni bien se va acercando lo voy recibiendo con el taco del zapato.

En la calle culebreó un silbo.

— ¿Oíste? Ya están ahí.

Felizmente el arreglo había terminado. Salieron dejando amarrada la puerta con una cabuya. Emilio se les acercó:

—Aja, no se crean que a cuenta de bravas van a irse solas con los enamorados. Me tienen que llevar. ¡Jacinta dijo que si no, no van!

—¿Y quién dice que no vas, so renacuajo? —le sacudió Alfredo con aspereza confianzuda.

—Es que ha estado malcriadísimo con nosotras.

El viento corría, trayendo el vibrar de las planchas de zinc desclavadas de la cerca del Hipódromo viejo. Felipa se la guardaba para cobrársela luego a Malpuntazo, a tirones de pelo y a cocachos. Las lechuzas siseaban en los aleros. Emilio les fijaba su ojo blanco, con rencor.
—¡Los he de aguaitar todo el tiempo para que no se besen!

Subieron al carro de mulas que rodaba con pesado rechinar. Alzado el cuello del saco hasta la barba, el vagonero las azotaba, mascullando:

—¡Mulaaaa!... ¡Mulaaaa!... ¡Maldita sea tu madre, mula desgraciada!

Tal vez las mulas ya no podían más. Los pasajeros parecían dormir. Eran serranas gordas, matanceras de chanchos, que volvían del Camal; zambas de mala vida que iban a rebuscar al centro; mulatos a los que se reconocía matones por el mechón de pelo sacado bajo el sombrero tostado; policías zarrapastrosos y de bigotes cerdosos. Una luz de velorio mortal se diluía en el aire hediondo del carro,
Felipa y Margarita sentían en los brazos las manos de ellos. De verdad los querían locamente. Por ellos, pensándolos, teniéndolos, podían soportar la vida de la covacha, que antes las empujaba al mal camino de tantas: sus amores las hacían olvidar el filo de la tina de palo que, en las largas jornadas de lavar, les marcaba su rojo betazo en la barriga; las insultadas de las vecinas, disputándoles el agua en la cañería del patio; las furias de la madre que les pegaba con un palo de escoba, por las noches, al regresar, cansada y agriada, de la casa de blancos donde cocinaba. Conversando entre ellas, Felipa decía:

—Por mí, yo sé que Alfredo me saca apenas le aumenten lo que gana donde Mano de Cabra, ¡Pero vos, nanita! Alfonso es buen muchacho, pero es un niño hijo de familia. Está en el colegio. Y aunque tuviera cómo, no te sacaría.
—¡Ay, ñaña, lo que sé es que yo lo quiero!

Los días habían volado en su enamoramiento. Le parecía que había sido la víspera que le acarició las piernas, al jugar naipes, donde las Baldeón. Por nada se hubiera dejado de otro. Era arisca: muchos habían recibido sus guantadas. Pero Alfonso la ponía como mareada con sólo hablarle, con sólo mirarla.
El Crono Proyector era un enorme canchón, con galerías de tablas en armazón escueto, pantalla de lienzo, caseta de zinc con huecos rectangulares para el aparato, y en el cuadrado de piso de tierra, cercado de alambre de púas, unos cientos de sillas de palo, como lunetas. Resplandecía de bombillos eléctricos y olía fuertemente a pintura fresca. Delante del telón había una pianola.
—¿Te fijaste en el canelón?

—La cinta es de Max Linder.

—No, de Chaplin.

—Hay otra también, Espartaco —dijo Alfonso.

La concurrencia era ya numerosa. Las muchachas observaban los vestidos de las mujeres: sedas, abanicos de plumas y plumas en los sombreros. Sus trajes con ser los

de los domingos ¡qué deslucidos quedaban! ¡Si hubieran sabido! Pero era tarde: y no quisieron dejarles notar a ellos el confuso rubor que las invadía.

La galería pateaba acompasadamente y pedía a gritos que empezara la función. La música de un valse mecánicamente violentada salió de la pianola. Por una reja alta


entraba una corriente de aire. Tras un largo timbrazo se apagaron las luces y un chorro de polvillo blancuzco pasó sobre las cabezas a convertirse en un anuncio de jabón Águila de Oro, inmóvil, en tono rojizo.

—¿Esta fue la cosa?

—Aguárdate, ya mismo.

Negro y blanco, blanco y negro, sacudiéndose las figuras hasta hacer doler los ojos, aumentando a cada rato de tamaño la cara risueña e inteligente de especiales bigotillos, Chaplin pisó cucarachas, recibió pasteles y jarabes en la cabeza, atravesó los pies haciendo caer a gordos policías, y dejó de su paso fugaz, la tristeza ligera que causa el reírse mucho, Margarita y Felipa lo hicieron a carcajadas, entrelazadas las manos apretándose con las de sus enamorados.
Un blanco atleta que torcía los hierros empotrados en mampostería de las ergástulas, que movía con los ojos ennegrecidos de ira las norias, que en la noche —reflejada en la película en luz verde— azuzaba a sus compañeros de esclavitud y, sublevado con ellos, los conducía a las batallas contra los soldados romanos de armadura de bronce, era Espartaco, el cual moría salvando a su linda hermana y matando a su enemigo Norico.
—¿Les ha gustado?

—Seguro.

—¿Y a ti Alfredo?

—Buena es la vaina. En este tiempo no hay esclavos; si los hubiera, se tendría que hacer como Espartaco.

4

Había que decidir enseguida el asunto. Él no era hombre que lo aguantara. No iba ninguna muchachuela a burlarse de él. Esa noche se tenía que romper a puñetazos con Moncada, a quien consideraba digno del apodo de La Víbora, que recientemente le habían puesto. Baldeón se lo había advertido:

—Óyeme, Alfonso: La Víbora te anda rondando a la Margara. Vos verás lo que haces, pero creo que desde el primer envión debes plantarlo. Hasta ahora no te he visto recular...
—Claro, hermano. ¡No te preocupes: esta noche o me pega en buena ley, o se le quita la palanganada !

—¿Te acuerdas de cuando lo hicieron jugar al taitaco?

—¡Como voy a olvidarme!

A Alfonso no le preocupaba demasiado la posible variación de Margarita: en unos cuantos meses, empezaba a aburrirse de ella. Si peleaba, sería por la hombría. Él y Alfredo habían vuelto a hacerse familiares de la Artillería, Visitaban, con tácito consentimiento de Jacinta, la madre de las muchachas, a cualquier hora. Se había acariciado con Margarita, a solas, sin que hubiera podido llegar a más allá. Pero no era la dificultad en hacerla suya lo que lo desganaba. Es que leía y que sus inquietudes musicales crecían. Amigas de sus hermanas, blancas, educadas como él, le coqueteaban. Besaba a Margarita, se miraba en sus ojos, juntaban sus frentes, cuchicheando: y él se sentía solo. No, no podía llegar a su alma la pobre lavanderita querida. Se reprochaba por ello. Margarita se quejaba:

—Alfonso, vos ya no me quieres.

Podía insensiblemente irse alejando, pero, naturalmente, no se la podía dejar quitar. Mucho menos de Moncada cuya insolencia atribuiría a miedo el que le cediese el sitio. Pelearía; cambiaría con él unas buenas trompadas. El creía lo mismo que Alfredo, quien opinaba:
—Dicen que es cangrejada pelear por una mujer, habiendo mujeres a patadas. Yo digo ¿si no es por las polleras, por qué se va a pelear? ¡Y a mí me gusta pelear! No solamente cuando sale un alevoso buscando pendencia, sino siempre. Claro que por plata o de borracho o de buenas a primeras, no vale. ¡En cambio, yo veo motivo de veras cuando me gusta la hembra de otro o a otro le gusta la mía!
—¿Y si ella no te quiere?

—Si me ve que soy el que pego más duro, sí me quiere. Si es mía se queda conmigo, si de otro, sólita se me viene.

Curiosos unos, interesados otros, muchachos, mozos y viejos, desfilaron por los portales, olfateando la trompiza. Alfonso en compañía de Alfredo, llegó a la esquina y de allí envió recado a Moncada, pidiéndole que saliera. Un poco pálido, sonreía sin afectación. No se sabía cómo, todo el barrio parecía enterado. Se abrían ventanas y a las puertas de los solares, salían muchachas, mujeres —algunas con crío— y hasta veteranas. La noche era clara y de lechosas nubes bajas. Moncada, al allegarse, les estrechó la mano.

—¿Qué pasa, Cortés? ¿Dizque vienes hecho el jaque conmigo?

—Nada de eso, el que busca, busca pegar y que le peguen.

—No me hago el sordo a esas llamadas. Pero dime ¿por qué estás bravo conmigo?

—Note hagas—terció Baldeón—. Todo el mundo sabe que estás queriendo atravesarte entre éste y su muchacha.

—¿Y qué? Si el gusto de uno es libre. En ella está resolver.

—¡Ajo que tienes concha! —volvió Alfonso—. Pero yo, como macho, no consiento que me enamoren a la que ya está agarrada conmigo.

—¿Y qué quieres?

—Jalarnos pues a los golpes.

—Ya que busca... ¿Aquí mismo?

—No porque llegan enseguida los pacos. Vamos a la calle Independencia, detrás del Hipódromo.

El círculo de espectadores se abrió y formó cola tras ellos que iban sacándose ya las chaquetas. Dieron la vuelta a la interminable cerca de zinc, en la que faltaban muchas planchas, robadas a media noche.
—¡Aquí sí pueden darse hasta que uno de los dos renuncie!

Un estibador a quien apodaban Verrugato, que conocía a ambos contendores, y cuyos hombros cuadrados le daban la autoridad de media calle, asumió con asentimiento general, la libre justicia del encuentro.
—¿Qué hubo hermano, estás aculado? —preguntó Alfredo.

—No todavía. Tenme el saco... también la camisa.

Verrugato los puso frente a frente, desnudos de medio cuerpo arriba, de ocre barro Moncada y Alfonso más pálido que hacía un momento, pálido hasta blanquear, el moreno, en la sombra. El estibador les hizo darse las manos.
—Empiezan cuando les grite "ya". Pero advierto: cuidao con pegar al que esté en el suelo. ¡Cualquiera de los dos que pegue al caído, ahí le pego yo!

Dejó cuajar el silencio un momento. Alguien averiguaba en voz baja:

—¿Quién es el que anda con el blanquito?

—El Rana Baldeón, uno que estuvo peleando en Esmeraldas.

Repentinamente tronó Verrugato:

—¡Ya!

A los cinco minutos a Alfonso le sabía salada la boca del labio partido. Veía verdosas estrellas con el ojo izquierdo golpeado. ¿A qué diablos se metería? La noche se le había vuelto rojiza ante el ojo sano. Moncada era mucho más corpulento que él. Sus trompadas eran mazazos. Bajo el puño de Alfonso, su pecho, sus hombros resultaban una mole. Oía su acezar furioso y veía sus labios ferozmente recogidos.


Desde la escuela había peleado Alfonso, pero nunca con tanta desventaja. ¿Y por qué creerse vencido? ¿Qué diría Alfredo viéndolo retroceder? ¿Y Margarita, qué diría cuando dijeran delante de ella que Moncada le pegó? ¿Con qué cara volvía al barrio? Lo oyeron roncar.

—¡Maldita Víbora!

El pecho y los hombros eran mole; la cara no. Remachó, remachó, tres, cinco, diez veces en una súbita encendida. Daba en el blanco porque al otro lo cegaban la rabia primero y la sangre después. La cabeza no servía sólo para el sombrero; servía para golpear. Vuelto bestia completa la inclinó y como los carneros topadores, se le lanzó de lleno contra el pecho. Lo oyó hipar a lo que caía.
—¡En el suelo no! —se metió Verrugato

—Si no voy a darle. Sí quiere más que se pare —dijo Alfonso.

Los brazos se le doblaban de cansancio.

—¿Quién lo hubiera creído capaz al blanquito? Bragado había sabido ser.

Emilio se acercaba blanqueando más el ojo y una voz de chico gritó:

—¡Ah, Malpuntazo, ya ganó la pelea tu cuñado!

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora