Fuego contra el pueblo

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La agitación
se comunicaba a través de la gente en grandes oleadas. Su contacto venía a sacudir la tensión de Alfonso. No hallando puesto en las bancas, se arrimó de espaldas a un balcón. Alfredo, con quien vino a la asamblea, tuvo que subir a sentarse a la mesa del comité de huelga: representaba a los de su ramo.

Desde donde estaba, codo con codo con la multitud, Alfonso lo veía, entre los otros dirigentes, imperturbable la sonrisa y más inquieta que nunca su cabeza de gallo.

Al entrar, le había preguntado:

—¿Así que vos no creíste hallar tanta gente?

—No me figuré.

—Claro, a mí me pasaba lo mismo: y peor cuando sólo sabía del paro por los periódicos. Alharacas, decía: ¡porque para alharaquientos búsquennos! Pero es algo más.
También Alfonso lo creía ya. Empezaba a respirar fuerte. La sangre le corría más. A su alrededor, dentro del salón de la Sociedad de Cacaoeros, "Tomás Briones", y fuera, en la oscura plazoleta de San Agustín, la muchedumbre se estriaba de impulsos, don la unanimidad de las espigas del arroz en las vegas. Cuanto lo rodeaba era inverosímil e intenso como los sueños.
Las paredes de tablas sin pintar, encrudecidas por la luz de las linternas, las reconocía, viejamente vistas, ignorando dónde. Pendían de ellas retratos de los fundadores de la institución, anónimos héroes obreros de duras mandíbulas y frentes curtidas. Asomaba entre ellos, sin diferenciarse, la cara de viejo criollo exaltado del general Alfaro.

No, no era Alfonso un extraño allí. Cada minuto lo sentía mejor. Como gato en tempestad, sus ademanes se hacían espantadizos y seguros: ¡a sus anchas! Viró hacia el ruedo de casas de la plazoleta. El suelo, de lomas y bajíos, marcaba la desigual colocación de las miles de personas. Los movimientos y las voces bullían. Trepaban las torres inconclusas de la iglesia, hacia las nubes de garúa. Arriba del andamiaje, brotaba una erizada cabellera de espigones de fierro.
¿Extraño? ¡Qué iba a serlo! Por lo que le había contado Alfredo, se le hacía pasión lo que discutían los del comité, Y tanto en sus rostros de impreciso barro humano, contraídos por el esfuerzo que ponían en la tarea desacostumbrada de pensar, como en los demás apiñados, llenando el salón, descubría borrados el miedo y la apatía de los ojos. Eran 1os mismos hombres a quienes el exceso de trabajo embrutecía, cuyo horizonte terminaba incendiado en un vaso de aguardiente, cuyo entusiasmo sólo estallaba como espectadores del boxeo de Vizcaíno y Chinique; eran los mismos pero con el chispazo de otra llama en la mirada.

Alguna vez Antonio le había dicho que sólo encontraría su propia alma y su propia música en su pueblo. Vaga, la idea se le quedó. Era ahora, en el balcón de la "Tomás Briones", que de verdad la comprendía. Únicamente el pueblo es fecundo. Su gente se alzaba y él ascendía en su marea. Hallaba en sí mismo las raíces que, como con su madre, lo unían con su tierra.


Cuando era chico, los otros muchachos empapelaban sus cometas con banderas francesas o alemanas.

—¡Ve a Cortés, ya fue a forrar el abejón con bandera ecuatoriana, que es una pendejada!

—Pero es la de nosotros.

—¿Y eso qué hace? ¿Qué guerras ha ganado, qué ha hecho, qué es el Ecuador?

Alfonso no sabía qué contestar, pero seguía empapelando sus cometas color iris, y remontándolas, con una mezcla de humillación y orgullo. Ante todo lo propio de su tierra, surgía en él igual oscuro sentimiento.
Las palabras pueblo y libertad las aprendió en los libros de Montalvo, que le legó el abuelo, en quien veía un lector de ellos y un rompedor de la montaña brava. También pensó en don Leandro, el padre de Violeta, cabalgador de la sabana y hoy como desterrado en la ciudad. ¿Y no coincidían las infamias de su madre y de Violeta misma, en haberse deslizado, nutridas de dulces savias, allá en el fondo de los campos que son la patria? Y su amistad con Baldeón, venciendo diferencias aparentes ¿no provenía de una afinidad que los acercaba más allá de lo cotidiano?

—¡La sangre jala!

Pero si le venían tales pensamientos era porque en la agitación de este instante, aprendía a encontrar la patria en el pueblo. Baldeón le había repetido una frase que oyó en Lima:
—¡Los que se avergüenzan de ser pueblo no son hombres!

La multitud tenía alma, tenía alas. Acaso Alfonso volaba con ellas. Se liberaba de la rutina diaria. Vencía de veras la soledad. Cada una de las fisonomías innúmeras de hombres, de mujeres, talladas en guayacán o en roble opalino, saltaba del nebuloso anonimato a la cercanía de la voluntad compartida.
La causa de ellos era su propia causa. Y también sería suyo el fracaso que se perfilaba ya: invisible aún para la gente desprevenida, pero no por eso menos inexorable.

¿El destino? Para los pueblos como para los individuos, el destino lo constituían las propias fuerzas y los propios límites. Lo llevaban en las sienes y en los puños.

Alfredo le había contado las interioridades del movimiento. El zambo, quemándose de ansia, olfateaba la derrota. ¡Y era ínfimo lo que podía hacer contra ella!

Meses antes, Alfonso había hecho a Baldeón amigo de Sierra. Aunque casi de los mismos años que ellos, por el temple de su carácter y la amplitud de su experiencia y su cultura, él influyó decisivamente en Alfonso y Alfredo. Con él, Baldeón sin perder su empuje, había aprendido a reflexionar. En estos días, la furia de las ideas lo hacía morderse ambos labios a un tiempo.
El paro carecía de unidad. La tendencia independiente era minoritaria. Dominaban los viejos mutualistas. Abundaban los agentes patronales, del gobierno y de los políticos de oposición. La lucha interna se entablaba precisamente acerca de los objetivos. Las huelgas habían comenzado reclamando mejores salarios y menos horas de trabajo: cumplimiento de la ley de ocho horas. Alegando que el alza de salarios no serviría de nada ante la desvalorización de la moneda, se pedía que el paro exigiese al gobierno la baja del cambio.

—¡La causa real del hambre es que el dólar ha subido de dos a cinco sucres, casi de golpe!

Los independientes replicaban que tal demanda sólo era útil a ciertos banqueros y políticos de oposición y que la lucha obrera a cada alza del costo de la vida debía replicar exigiendo nuevas alzas de jornales. En el comité las dos tendencias balanceaban.
Alfredo creía que lo urgente era combatir el hambre ya. Adivinaba que la fuerza del pueblo podía y tenía que aspirar a más. Pero como de costumbre, no lo satisfacían sino los hechos. Además, en el caso actual, conocía el turbio origen del pedido de la baja del cambio. Luchaba: ¡ah, si no hubiera sido tan joven!
Los contrarios lo llamaban bolchevique. El, en sus caras, los afrentaba de traidores. En una sesión, llegó a esgrimir una silla contra dos de los jefes de Confederación Obrera que, se aseguraba, estaban sobornados por uno de los bancos de la ciudad.
—Si el comité hace suyo el reclamo del cambio, ahí sí que nos salamos —te había dicho a Alfonso. Por quinta vez se discutía el asunto. Hoy ya no más a puertas cerradas, sino en asamblea popular. Ventaja, pues la multitud era un cielo tempestuoso, cargada de anhelo de lucha y peligro: por la debilidad de la tendencia independiente y la demagogia de los provocadores.
Así era el choque del que Alfonso escuchaba los ecos de un tronar, y en el cual, en esta noche húmeda y cálida, poblada de una inmensa espera, participaba arrebatadamente.
Conversaba con confianza con gentes a quienes nunca viera. Le corría el sudor, cosquilleándole, en las cicatrices de la espalda. Se quitó el saco. Rechiflaba y aplaudía. Pensaba en Violeta. Sus pestañas eran una noche como ésta. Apretaba los puños. ¿Qué iba a resolver el pueblo? Desconocidos, figuras humildes, hablaban. Era un balbuceo casi infantil, que a veces, en un acento, en una palabra perdida, mostraba el fondo de una angustia eterna.
Del público brotaban gritos:

—¡Pan es lo que hay que exigir!

—¡Que suban el jornal esos caimanes!

—¡Queremos la baja del cambio!

—¡No! ¡No! ¡No!

—¡No! ¡Fuera esos vendidos!

—¡Abajo el hambre!

En la marejada que lo envolvía, nada conseguiría asombrar a Alfonso: no lo extrañó, entre un grupo de mujeres que entraban al salón, reconocer la cara de Margarita. ¿Salía de él mismo, de su fiebre, esa cara? Era ella, ¿Y qué le ocurría? Casi no la reconoce. No era la chiquilla abejucada de años antes. Estaba más alta, más gruesa, hermoseada. Atraían la atención, por lo pintados, sus labios, sus mejillas y sus ojos.
—¿Quiénes son esas gallas ?

—Del Rosa Luxemburgo.

Cada jornada se fundaban comités populares de sostén de las huelgas: Vengadores de Eloy Alfaro, Luz y Acción, Pueblo Monterista, otros. Entre ellos nació uno, de obreras, al cual el viejo artesano Mena, que lo asesoraba, le puso el nombre de la jefe de la revolución alemana de hacía tres años, leído con remota pasión en los diarios. Las del Rosa Luxemburgo hacían colectas para las familias de los huelguistas, cosían banderas rojas, acudían a las asambleas y desfilaban en las manifestaciones, cantando el himno Hijos del Pueblo. El cristal femenino de sus voces dulcificaba el canto viril y hacía más hombres a los hombres.

Al aproximarse la delegación del Rosa Luxemburgo, desde un grupo delantero en las bancas, barbotaron pifias y silbidos, y luego una disputa de voces contenidas. Al fin se desencadenó un coro agresivo:
—¡Fuera la hamaca Montiel!

—Esa meca profana la asamblea.

—¡Anda, vete, Margarita, que te aguardan en el burdel de Generoso!

Ahora caía Alfonso en el porqué del colorete y los andares de la antigua lavanderita de su barrio. Vestía de rojo, como era su ilusión de muchacha. No logró disimular.

Se detuvo, enfrentó con el llanto al borde de los párpados tiznados, a los que la vejaban, y quebrando el brazo en gesto obsceno, les escupió:

—¡Maricones!

Sin más, en inesperada estampida, huyó hacia la escalera, rompiendo campo a codazos y empellones, y dejando atrás un alboroto de risas relinchantes. El viejo que presidia, llamó a silencio y retó:
—¿Se creen que es mala porque es de la vida? Durísimo que trabaja en el comité: ¡y es de corazón! ¡Pero así es la desgracia!


Sus ojos ancianos resbalaron la mansa mirada sobre la gente, como calmándola. Sartenejales de arrugas le recorrían la parda frente, limitada por el corto cabello de blancura de algodón. Una sonrisa de suavidad increíble le plagaba la boca atabacada. Detrás de su cabeza, el péndulo del reloj, por la brecha de silencio que se había formado, introducía su palpitar monótono. Todos volvieron a las discusiones.

2

—Me llevan asado los discursos.

—¡Y a mí, hermano!

El polvo, enfurecido de sol, mordía los pies. Para más de resolver si se botaban en manifestación, los del comité palabreaban dos horas. ¡Claro, como a ellos los guarecía techo! La poblada era la que se achicharraba. Si Gallinazo se hubiera figurado esto, se habría quedado a echar la siesta, en la hamaca, con la hembra. A él no le gustaban muchas palabrerías; no era una comadre de solar.
Manoteaba el hombro del Loco Becerra, a quien se remolcó al salir de la covacha, después de almuerzo. El día anterior había terminado su prisión. ¿A dónde ir?

Volvió a La Quinta, a su cuarto con la Julia, aunque hubiera sido por ella que hirió al pipón Fantasía y le cayó sumario. Gallinazo lo entusiasmó:

—Véngase, hermano, que le estamos haciendo roncha al blancaje.

—¿A dónde?

—A la manifestación, a la plaza de San Agustín. De la "Tomás Briones" va a arrancar la gente.

Becerra nada tenía que hacer en la tarde. Mirarse las caras con la Julia, le daba no sé qué. Salieron por las callejuelas, en cuyo polvo caía casi morada la sombra de las estacas de las cercas o del encaje floreado de los algarrobos. Mujeres y muchachos se asomaban a las puertas. Hombres en camiseta o con las cotonas entreabiertas, seguían el mismo camino que ellos.
—¡Al centro! ¡Al centro!

—¡Al centro de una vez!

—¡El dólar a dos sucres!

Gallinazo silbó rabioso. Él era de los que querían que se luchara por los jornales, no por el cambio.

—¿Qué tenemos que meternos en negocios de blancos? ¡Allá entre ellos se entiendan, como dice el dicho! ¡Con ellos es de balde cabildear: o nos matan o los matamos!
Pero no sabía qué lo retenía en San Agustín: tal vez el roncar del pueblo. Sonaban como el mar los millares de seres apretujados en la plaza caldeada. El vocerío golpeaba los paredones mohosos de la iglesia, volaba hacía el centro o iba a estrellarse contra la ladera del Santa Ana, entre cuya verdura se destacaban casuchas y el edificio amarillo del hospital. De un tirón se abrió la camisa, para dar aire al sudor del pecho.
—¡Ajo que charlan ni loras mangleras!

El que hablaba ahora era uno de los de la Federación Regional, en la que él confiaba; y atendió. Y se rascó la cabeza. No entendía: la Regional, que era siempre la organización más resuelta, pedía que no se hiciera la manifestación, prevenía cuidado al pueblo. Cuando el orador se retiró de la chaza, alzando los brazos como quien cae al río y no alcanza pie, a Gallinazo se le opacó el día.
¿Sería traición? ¡Imposible! Quizás era miedo. ¿Quién es el valiente que no ha reculado una vez en su vida? El que no reculaba, ahora, era el pueblo. Lo habían convencido: el aguaje humano se arrojaba con empuje de ganado por las bocacalles hacia la avenida Nueve de Octubre.
—¡Los presos! ¡Los presos!

—¡Viva la baja del cambio!

—¡A la gobernación!

El gentío les rodeaba los hombros como el agua al nadar. Avanzaban en silencio, preñado del inmenso mover de pies, sólo a momentos rotos en gritos. El empedrado les tenía su tablero. No lo habían soñado. Lo hacían y no lo creían: como dueños pisaban el centro con sus patas descalzas y terrosas. Y nadie lo impedía.

Los dos lados de casas, de tres y cuatro pisos, de mampostería o maderas pintadas de claro, mantenían cerradas sus hueras de ventanas. Las criadas, atrancando los zaguanes, chillaban:
— ¡Cierrapuertas, San Vicente lindo, cierrapuertas!

Era demasiada gente. Nunca se había lanzado tanta de golpe a las calles. Gallinazo suponía que era todo Guayaquil, menos los ricos. Iban tan apretados que no se diferenciaban los zarrapastrosos pantalones, las camisas mojadas de sudor, las oscuras bocas con los dientes bañados de sol y risa. Las mujeres, recogiéndose las faldas, empujaban con los puños, buscando sitio en las primeras filas; los pilluelos agües como ratones de pulpería, brillosa la piel morena, se cruzaban entre las piernas, blandiendo palos, azuzando.

De repente, adelante, sostenida por muchas manos, sobre las cabezas que se levantaban a mirarla, se irguió un asta de caña y flotó una bandera, una bandera roja.

La plaza de San Francisco, sin autos, sin coches, sin público, inundada de luz en sus baldosas, en el bronce de la pila, en los follajes secos, los aguardaba para que la llenaran. Becerra y Gallinazo se ahogaban, confundidos, perdidos en la gente; en su sudor olían el sudor de todos. Hombros, codos, costillas, los echaban y los traían. ¿Qué hora era? Decían que la punta de la manifestación escuchaba un discurso del gobernador. ¿Cuántas cuadras colmaba la poblada? Esas ventanas de barajas, ese poste, ese cartelón con letras azules del Edén ¿de qué esquina eran? Lejos, descargas de fusiles formaron insensiblemente parte del calor. Las preguntas pasaban de unos a otros.

—¡Allá están dando bala!

—¿Dispararán al aire?

—¡Nos matan, carajo!

¡Podía suponer que barrieran la manifestación a sablazos, pero que tiraran a dar a gente desarmada!

—Vamos, Loco, a ver qué es:

—¡No friegues! ¿No oyes lo que dicen?

—Si la cosa anda fea, corremos.

—Si vos vas, yo voy, ¡pero vea que vos eres!

Increíble, pero era: lo vieron allá adelante donde llegaron marchando en contra de los que venían huyendo. Sobre el cuadriculado de piedras que el sol tostaba, hombres, chicos, mujeres, rodaban, tiesos ya, o aún retorciéndose. Eran gente, gente como ellos, que salían de iguales covachas y comían la misma hambre. ¡Y eran chicos muchísimos! Eran zapateadores de rayuela, vendedores de diarios, betuneros, chicos, como hoy sus hijos y como ellos un día.
La marea de la multitud en fuga los arrastró.

—¡No son pacos, son milicos!

—¡Pupos del Marañón!

—¡Criminales del Cazadores de Los Ríos!


3


Del empedrado del patio subía un vaho húmedo, a basura y orines de caballo. Guitarreaban miríadas de moscas en la boñiga de los rincones. De todas las puertas, la tropa se precipitaba a formar. A Gabriel le recordaba los enjambres de escarabajos en los trigos de la sierra.

—Pero no habrá orden de fuego ¿verdad, general?

—Recuerde, capitán, que no se pregunta a los superiores en acción.

—Pero, mi general...

— ¡Silencio, capitán Basantes, o lo hago arrestar!

Del parque sacaban ametralladoras. Sólo hacía media hora, al venir de la Zona al Marañón, Gabriel había empezado a preocuparse.

—Son puras novelerías —le explicaba a Áurea, en días anteriores.

No era matar lo que podía desagradarle. El militar se ha hecho para matar. Matar inermes era lo que rechazaba. Aunque sin sol, la tarde ardía. Soldados, clases, oficiales, corrían, mandaban, respondían, preguntaban, en mezcla pataleante.
—Oye, Gabriel, acércate.

—General.

Sudoroso, desabotonada la casaca. Panza le puso la mano en el hombro. Lo miró con sonrisa franca:

—¿Qué pendejadas se te están ocurriendo? ¡No seas loco! Bien sabes que, además de tu jefe, soy tu amigo. Pero no me vengas con vainas cuando tengo que cumplir órdenes superiores.
Gabriel asintió. ¿Para qué seguir? Oscuramente sentía marchar lo inevitable. Al apartarse, el general se dedicó a pasear por el corredor. Un sutil tufo de polvo viejo emanaba de los cuartos del edificio de quincha. En la comandancia tecleaban una máquina de escribir. Volaban trozos de conversaciones. Abajo, el enredo se transformaba en filas firmes, armas al hombro.
Desde chico, Gabriel soñaba en la guerra. El clarín, los gatillazos de los cierres de los rifles, la bandera, todo en este instante, le encrespaba la sangre en un ciclón que iba a estrellarse contra el remordimiento de ametrallar civiles. Una voz, como ajena, le martilló las sienes desde dentro:
—¡Si fuera contra los peruanos!

Todo macho tropical se cría esperando su hora de empuñar el fusil a repeler a los del sur. Las madres aceptan y las muchachas incitan. La pasión de la defensa incendia más a los que han nacido para el oficio de combatir.
Acosado por su íntima pugna, Gabriel se allegó a uno de los grupos de oficiales.

— ¡No se la aguardan, los zambos éstos alzados! —Los vamos a coger cagando, como dicen.

—¡Hay que comerse a algunos, para que el resto se les quiten !as ganas de joder la pita! —¡Si dizque lo que quieren es saquear, incendiar, tirarse a las mujeres!
El capitán Mora, veterano de los combates de Tumbes y Angoteros, que en veinte años no pasaba de capitán, cortó calmosamente:

—¿A quién crees que le cuentas cachos, Recalde? A ti y a mí juntos nos leyó el general el oficio del Ministerio en el que mandan rodar esa bola. ¡No hay tales

incendiarios! El baleo es de orden superior.

¿Volvería Gabriel a intervenir ante Panza? Lo conocía: no era una bestia ni un malvado. Tal vez lograra conmoverlo. Iba a hablarle, cuando una ojeada de fuego le ascendió a la cabeza. Sin un trago, lo encendía un arranque de vértigo. A su alrededor, las caras, convirtiéndosele en mascarones, le guiñaban grotescas muecas. Cogiendo a Mora del brazo, le sopló:
—¡Si fuera contra los peruanos!

El otro lo miró sin contestar. El corazón de Gabriel encogió las zarpas. Ahora ya sabía qué iba a hacer. Nada lo detendría. Áurea misma no lo conseguiría. Cuando Áurea estaba con la regla, sus ojos azules se le ponían verdes y de un brillo fulgurante. Por amor a ella, hacía dos meses ya, que no se emborrachaba. La furia de quererse renació en ambos, en desborde parecido a las correntadas del río montañero aquel de los recuerdos.
—Áurea tú me apruebas aunque me maten ¿no?

Otra vez relinchaba el clarín. Áurea era hija y nieta de viejos alfaristas que vencieron a los godos del Obispo Shumaker, fraile gringo de moza y carabina, en lustros de montoneras de la Revolución. Aprendió desde la cuna que matar y morir es algo natural.
Al bajar, en la poterna, a lado de la casamata del centinela, se oía ya hacia el centro, truenos lejanos de descargas.

—¡Adelante, que nos gana el Cazadores de Los Ríos!

Panza estrechó la mano al jefe del Marañón:

—Buena suerte, comandante, y no olvide: lo principal es no perder el contacto conmigo. No me moveré de aquí, sin avisarle la dirección de operaciones.

Los centenares de botas golpearon, marcando el paso. En la esquina los distintos grupos se separaron, a sus rumbos asignados. Con el general entre los de Estado Mayor debía permanecer Gabriel, Mas, había jugado su suerte: en el revuelo de la partida, se deslizó en las filas de los que marchaban.
En la avenida Olmedo, el oficial que mandaba, dio el alto al pelotón. Desplegados, rodilla en tierra, prepararon y apuntaron.

—¡Alerta a la orden de fuego... ¡Arr!

Al fondo, en torno a la estatua negruzca, y más allá hasta el río, la gente se desbordaba, con el ciego empuje de las reses atacadas por el tigre o el oso banderón. El sol, como curioso, bajaba ese rato a lustrar las copas verdeoscuras de los ficus y a albear en las piedras. Los pata al suelo se venían. Gabriel, de un salto en que la espada le tintineó en la bota, se irguió delante de los fusiles. Su corazón extendía las garras. Clavando sus ojos en los ojos de los rasos rugió, con el acento con que los tambores tocan prevención:

— ¡Ecuatorianos, no tiremos contra ecuatorianos!

Nació un silencio como el que sigue al estallar de una granada. Gabriel echó atrás la cabeza. La gorra le brincó, derramándole los cabellos. Sonreía dominador. Alzó la mano abierta,
—¡Pendejo! —gruñó el oficial del pelotón.

El tiro de pistola zumbó apenas un chasquido de bejucazo. No irrumpía mancha en el pecho del uniforme azul oscuro. Pero, al caer Gabriel, doblándosele las rodillas, en su boca varonil, que se hacía más amplia y como luminosa al palidecer, se notaba que sonreía la muerte.
—¡Fuego!

Trescientos desarrapados jadeantes, de rostros de ladrillo y actitudes de perros apaleados, a treinta pasos, recibieron la descarga. Una mujer de manta raída y arrugada frente, sonrosada y sudorosa, quizás había visto y comprendido a Gabriel. Levantó como él la mano. Herida pero no sintiéndolo, derrumbándose, arrojó su grito, cuyo final se ahogó en sangriento vómito:
—¡Viva el Marañón a favor del pueblo!

4

El Paiteño le confió la balsa.


—Ve, Cuero Duro, quédate cuidando. Dizque van a haber bullas y no vale dejar mujeres solas, a mi vieja y a mi zamba. Toma la llave del candado: si pasa algo, te metes a la caseta.

Cuero Duro quedó solo, como los domingos. Todo hacia que el día lo pareciera: la ida de Franco; el sol talamoco que enredaba las crines en los mástiles de las balandras haraposas, donde las cholas cocinaban, empolladas por las velas caídas; el soplo del silencio. No rechinaba una cabría; no se estibaba un saco. La locomotora de la Aduana no recorría el malecón, tirando su trenza de plataformas cargadas de fardos. En el puesto de la capitanía, los guardas dormían, arrullados por las moscas y por el roce del río en los pilotes.

Al principio, él había preguntado:

—¿Qué pasa?

—Es el paro. No se trabaja ni aquí ni adentro, en las fábricas.

—¿Por qué?

—Para obligar a aumentar los jornales.

—¡No diga! Aquí los patrones son más buenos que en el campo.

—¿Cómo así?

—¡Si alguien se alza de trabajar allá, lo meten al cepo o, por lo muy menos, le dan su paliza!

Las vaciantes arrastraban de la montaña troncos podridos, natas de pólenes, bancos de yerba con martín pescadores o patillos. Querría irse hacía allá —¡volver!— con las crecientes, en el rollo entrador de limpias aguas. Pero él era una brizna en la repunta. Aún lo retenía la marea muerta, aunque estuviera al filo de la nueva marea. ¿Hasta cuándo tendría que permanecer en Guayaquil?
Las aguas mecían las canoas como hamacas, como mujeres. Oía el arañar de los cangrejitos en los palos de las balsas.

A las tres se acordó de ir a almorzar, a una chingana del Conchero, que se Mamaba El Cabotaje. Un sueño de avispero abandonado soporizaba los viejos caserones, los sucuchos de los portales y el cisco mugriento del suelo. La viuda de Garrido le puso un plato en la tabla grasienta de la mesa.
—Hoy, por el paro, solamente hay esto: tres cositas de Piura: pan, queso y raspadura.

Al salir, oyó las rachas de tiros. ¡Y eran cereal El agarrón parecía por el Paseo Montalvo. Los rurales colgaban a los peones de los dedos, quemaban las chozas. Allá de donde venía Cuero Duro, lo mismo se le largaba un balazo a una gallina que a un cristiano. Tranquilo atravesó las callejuelas, regresando. En un segundo se halló envuelto en los tropeles de fugitivos abaleados. Quiso gritar que no era huelguista, que no era de Guayaquil, que era del monte. ¿Quién iba a oírlo? Un tiro no dolía: era igual a una pedrada. Cayó redondo a tierra, sin un suspiro, sin un recuerdo más.

5

—¡Si salgo de ésta, en agosto que viene le llevo manda a Yaguachi a San Jacinto! — prometió Becerra, mientras corría, entrecortada la voz, —¿Y sabes lo que le debes llevar de manda? —replicó Gallinazo—. Lo que te está faltando: un corazón. —¡Solitos nos vinimos a meter!

A Gallinazo lo acusaba la conciencia por Becerra. Fue él quien lo remolcó. Sí no lo trae, capaz que a esa hora, en su casa, ya habría hecho las paces con la Julia y estarían bien empiernados. En cambio aquí la muerte lo rodeaba. No había ya escape. Del fondo de todas las calles avanzaban soldados disparando. Acorralaban al pueblo hacia el malecón, hacia la ría. No había sido traición de la Regional, sino sospecha. ¡Morir! Si lo viraban, ¿quién mantendría a Juana de Jesús, a los chicos, al lisiadito? Pero lo iban a matar de todos modos. Lo que querría es conseguir un arma con qué morir comiéndose a los que más pudiera.

—Están sacando revólveres en la calle Pichincha... de las tiendas...

—Vamos allá, ¡carajo!

Antes de ser cacaoero fue cargador en el comercio. De los cajones de pino que vienen del extranjero, embalados en rubia paja, vio sacar los Colt, los Smith, las escopetas de munición que compran los montuvios. Él y todos sabían en qué almacenes se adquirían.
Becerra corría tras Gallinazo que se arrancaba los últimos jirones de la camisa. Polvo y sudor estriaban su nudosa espalda. Se volvió: le saltaban los ojos en la prieta cara, bajo el nido de colembas de los zambos alborotados. Le gustaría parecérsele. ¡Si él no fuera así, flaco, zapallento! ¡Si siquiera hubiera matado a Fantasía! Ojalá lo tropezara por allí al pipón maldito.
—¡Merecerlo antes de que me tumben!

Adelantaban en carrera cruzada y por los portales en medio de la gente que fugaba por fugar, sin saber a dónde, enloquecida. Una cuadra atrás, la tropa se venía, disparando a bulto. Pero en la calle Pichincha era peor. Los soldados habían entrado ya por otras esquinas. Hedía al vaho crudo de las matancerías en el momento en que se saca el tripaje a las reses. En toda la anchura del pavimento, yacen cien, trescientos, quién sabe cuántos muertos y heridos, cuyos andrajos ensangrentados parecían humear en el aire pesado.

En vano soñaron en armas. Habían roto las puertas de los almacenes que las tenían, pero demasiado tarde. Los habían sorprendido adentro. Gallinazo, remordido de rabia y horror, vio a los soldados que, como quien dispara en campo de tiro, con calma, a la voz de sus oficiales, hacían fuego por las puertas rotas, a los interiores. Unos apuntaban a las perchas, otros a los rincones. Entre descarga y descarga se iban apagando los alaridos de misericordia de los atrapados.
¿Cómo no lo mataban aún? Imposible seguir el entrevero de insultos, quejas agónicas, súplicas, en el vértigo que hacía girar la calle, las fachadas, el mismo cielo que se creería llovía fuego. Ya no temía. Se contaba como muerto. Todo lo que lo envolvía era borroso, aunque pegado a la piel. Los caídos, los que corrían, los matadores, todos eran muertos. Eran caras rasgadas en muecas, con miradas que no se ven en el mundo. Le recordaban las alimañas de sus sueños de chico, las noches en que le narraban el cuento de la angurrienta y el finado... Pero lo más feo era pisar los cuerpos. Cedían, blandos, comunicándole frío a las patas. Muchos se removían. Una mano húmeda le cogió un tobillo.

—Agua...

Se soltó y al soltarse brincó. ¿Dónde estaba Becerra? ¿Dónde se le separó? ¡Ya lo tenían que haber matado! ¿Cuál sería entre los innumerables cadáveres tirados en las piedras? Él era el culpable, el asesino, porque él lo trajo.
—¡Loco! ¡Loco! ¿Dónde te metes? ¡Loco! ¡Loco Becerra!

Casi a su lado se precipitaba una carrera. A un muchacho de unos catorce años, con la camisa desgarrada, acosaban dos milicos. A Gallinazo no lo vieron, ¿Era invisible? El chico se asió, con brazos y piernas, a un poste de alumbrado, y trepó por él. Mostraba un remiendo oscuro en el fundillo del pantalón.
—Deja que llegue arriba y lo palomeo.

—Un tiro cada uno, para ver quién tiene más punto.

Pendía en el aire, remecido en un temblor, el pie moreno, de talón amarillento, manchado de tierra.

Gallinazo se tapó los oídos y viró la cara.

—Magnífica de la Blanca...

Acudía sola a su mente, a su boca, la Oración del Justo Juez, plegaria de los perseguidos. Con ella en el corazón, el gran Severo Villamar, en campo abierto, rodeado por todos lados de rurales, se les hacía humo. A traición, sorprendiéndolo dormido, debajo de una canoa, en Playas de Vinces, fue que pudo matarlo Barcia Pico.


Por el portal de la Lusitania, una cincuentena de sobrevivientes escapaba en avalancha. Un pelotón los perseguía, tirándoles.

—¡A la bomba! ¡A la Belisario, hermanos!

Gallinazo se les juntó. ¿Cuántos llegarían? Al andar, del montón, segundo a segundo, alguno tocado daba un traspiés y caía en golpe de fardo. Seguro que no les daban asilo. ¿No eran bocas fruncidas los zaguanes, tanto de las mansiones particulares como de las casas posadas donde las mecas aguardan a los marinos, que componían el barrio del puerto? Las iglesias mismas, estaban tapiadas.
—¡Ayudante! ¡Ayudante Malavé! ¡Amparo! ¡Amparo!

Tras la verja entreabierta. Gallinazo vio a un blanco con la casaca roja desabrochada, sin casco, despejada la ancha frente. En el fondo del depósito se hacinaban mangueras, carros, hachas, pitones cobrizos: desde esa sombra Malavé sonrió y se le veían brillar los dientes.
—Pasen y suban al otro piso, aquí no entra ni el Papa.

Se volvió. Diez fusiles le apuntaban al pecho. Sin dejar de sonreír, lentamente aprobó los botones dorados de la casaca,.. El militar de espada avanzó su rostro mestizo, perlado de sudor.
—Entréguenos en seguida a esos ladrones.

Gallinazo rezaba otra vez, en voz baja, La Magnífica. Malavé, burlando a los que tendían las manos a forzar paso, tranquilamente cerró la verja y puso el candado.

Sonreía más.

—No son ladrones ¿sabe? Es el pueblo.

6

—Así es que esta tarde, ni un minuto salir de casita... No lo vayas a dejar, hermana.

Más allá de la voz que aconsejaba, Alfonso atendía al gotear —eterno en sus más remotos recuerdos— de la musgosa piedra en el tinajero de filtrar, fluyendo en la paz del comedor. Almorzaban cuando llegó su tío Enrique. Debía ser verídico lo que anunciaba. El tenía relaciones que eran fuentes de información creíbles.
—Al Jefe de Zona le han dado orden de darle bala...

—Al pueblo —completó Alfonso.

—El pueblo está engañado, jinchoneado. El Jefe de Zona tiene ya su plan táctico. Me cuentan que en el plano de la ciudad han señalado con alfileres de colores, las calles por donde acorralar al enemigo. ¡Va a haber muertos, pero se impone el orden!
El ánimo de Alfonso se sublevaba. Lo que proyectaban esos poderosos, era un crimen frío, premeditado. Lo asombraba que su tío Enrique aprobara, pero pensó que estaba ante el palo del cual era astilla Gloria. El viejo se levantó para irse.
—Te repito que no salgas, pues, pianista. ¡Y tú, Leonor, como madre imponte! Sé las cosas de buenísima tinta...

La angustia de Alfonso, su duda, había sido preguntarse qué hacer. Ya lo sabía: tenía que avisarle a Alfredo, para que advirtiera a los del comité, para que siquiera se salvase él.
—Supongo que no pensarás salir, Alfonsito.

¿De dónde sacó fuerzas para resolver? Venció la crisis de llanto y recriminaciones convulsivas de sus hermanas; venció su propio remordimiento por la mirada, el abrazo y las lágrimas mudas de su madre. Era su dignidad lo que procuraba salvar.
Lo impresionaron las calles pobladas sólo del sol vago. Hacia las afueras, se cruzó con uno que otro obrero apresurado. ¿Alcanzaría aún a Alfredo en Puerto Duarte?

7

Metiendo el torso por la portezuela del auto, tiró el cojín a un lado. Hurgó entre las herramientas, escurridizas de grasa. Oyendo el clamoreo de la manifestación, afuera. Tubo Bajo se cruzó el saca llantas al cinturón: ¡capaz que saltaba chivo! Al dejar el garaje, el día lo encandelilló. La prisa le entontecía las manos al cerrar el candado. Entre los estantes, el costado del río de gente salido de madre, lo rozó. Se echó en él, y sin pensarlo, halló en su boca los gritos de los otros.

—¡Los presos!.

—El Gobernador ofreció soltarlos.

—¡A la policía! ¡A la policía!

Las filas delanteras no eran apretadas. Pudo ir en ellas. Cerraban el fondo de la calle los penachos de las palmas del Paseo Montalvo y la torre de San Alejo, fina en la distancia.
Se retrasó después del almuerzo. No estuvo a tiempo en la "Tomás Briones". Siquiera aquí ocupó su sitio. No podía faltar. El paro era cosa suya. Le parecía que las bullas hacían volver las épocas de la Sello Gris y de los cortanalgas. No le gustaban; cada vez menos le gustaban los blancos. Siempre los vio tragones, abusando de las muchachas pobres, vomitando sus borracheras sobre el pueblo.
Con la llave del garaje se había hecho el gato bravo. El patrón, aguardando soluciones pacíficas, no se resolvía a hacer romper el candado. Dormía allí. Sólo a almorzar y merendar iba a la covacha, donde su veterana.
—Pero, hijo, ¡vos estás trastornado! ¿A qué te metes? Mira que, hagamos lo que hagamos, los pobres siempre salimos malparados...

El se reía. No la contradecía. Andaba medio ebrio, como si tuviera varios días bebiendo. Pero era una embriaguez ciara y alegre, una vuelta a los diez y ocho años:

hambre, risas, canciones. Pellizcaba al pasar a las chicas del patio. Pensaba que había que comenzar a zurrar palo a los corbatones.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Tiran!

Chispeaban azulados los fogonazos. Gritaba la descarga en sus oídos. Apenas se les divisaba. Se acomodaban tras los postes. Debía correr. ¿Qué valía su sacallantas contra los rifles?
Abejoneaban dentro de su cabeza los silbidos zumbantes. Bramaba la gente, aterrorizada. Las rodillas le flaquearon. Alrededor se esparcían los caídos. Su aullido era tan desgarrado que semejaba brotar de las entrañas sorprendidas. La veterana tenía el pelo niquelado como radiador de auto. Reverdecía el romero del solar de la covacha. La boca se le inundó tibia, salada. Las fogatas en que cocinaban las tortillas de maíz !e hacían parecer que todas las noches de su niñez hubiera sido de año viejo, con las calles pobladas de muñecos llameantes. Oyó decir que los patos cuervos, que son de mal agüero, volaban en el puerto. No vería más a su vieja. ¿Por qué se había acostado? La cal desconchada del alero de esa casa enorme contra el cielo demasiado luminoso, formaba una cara de quincha gris. Nada le dolía. Cerró los ojos.

Rodaba por un derrumbadero de peñas y espinas, Al manotear tropezaba en piedras planas en que se partía las uñas. ¿Estaría ciego? ¿Le habrían hecho brujería? Tenía que botar el sacallantas que se le incrustaba en las costillas. Deseaba arrastrarse como un ciempiés, meterse debajo de un piso, destapar una alcantarilla y esconderse.
Suelas de palo, de hierro, lo machacaron. Un escalofrío le subió hormigueante: como si pusiera el pie desnudo en una batería de Ford. Esta vez no rodó: cayó en un negro pozo de garaje, que no tenía fondo.
Había quedado mancornado en las tablas cubiertas de paja del muelle donde iba, con su camión, a transportar víveres de la sierra. Llovía sobre el río. Olía las aguas y las hortalizas podridas. ¿Cómo podían verlo, en semejante noche, los longos cargadores? Le echaban fardos encima.
—¡Cachicaldo! ¡Chivato! ¡Estoy aquí! ¡No me tiren sacos de papas, que me ahogan!


Se horrorizó, porque sus gritos no sonaban.

La carga venía dañada: jugos de cebollas pegajosas le chorreaban por la mejilla. El peso de los bultos lo oprimía, lo paralizaba.

—¡Dios mío! ¿Muertos?

A través del yute de los sacos, tocaba hombros, nalgas, narices, zapatos. Adelantó las manos y se le enredaron brazos y piernas elásticos. Parecían pretender aplastarlo, retenerlo. ¡Cadáveres! Como carnero sacó topando la cabeza entre sobacos de vellos ásperos y húmedos, faldas revueltas que hedían a lavazas, carnes flácidas y de piel resbalosa, bocas heladas y babeantes en las que chocaba con la dureza repentina de los dientes.
Los ojos le rebosaron de luz. El soldado dijo:

—¡Hemos sudado, mi teniente, con estos pendejos! ¿Para botarlos al agua es que los hemos acarreado acá a la orilla?

—¡Claro, pues, bruto! ¿Para qué si no? Es por si acaso una exhumadera, no hallen tantos en el panteón.

—Pero van a flotar.

—¿No ve que para eso, antes de largarlos, les abrimos la panza? Y aquí adelante hay poza.

Tubo Bajo veía crecer en el cielo, rayado de luces de acero, las sombras del oficial y del soldado. Todo el final del muro del malecón, en la extensión tal vez de una cuadra, estaba cubierto de amontonados cuerpos. Sobre ellos se inclinaban, como perros hurgadores, los milicos. Delante de cada uno, su brazo se quebraba en brusco gesto: así había visto Tubo Bajo, de chico, beneficiar chanchos en el camal.
A dos pasos, abajo, en el lodo y las lechugas de agua, lengüeteaba suavemente la pleamar. Más allá, la confusión de embarcaciones se destacaba negra en las ondas, que absorbían lo que quedaba de fuegos de la tarde. La curva orillera de la ciudad se perdía al sur, en una brumosa línea gris. Quiso gritar Gritó.
—¡A mí no, que estoy vivo!

Seguramente ahora tampoco sonaba su voz. Luceros lívidos le estallaron en la vista. La cabeza se le desvanecía. El hielo de la punta del yatagán le penetró en el bajovientre, cerca del ombligo y, desgarrando, corrió hacia el estómago, hacia el pecho. El dolor dividió su ser entero en un hachazo de negrura final.

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora