Los apuros de mano de cabra

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El tarro de hojalata del esmeril cayó al suelo y el pequeño ruido, aun entre la bulla del taller, hizo girar el cuello de vasta papada, de Mano de Cabra. El aprendiz Daniel, que, sobre un banco restregaba con la pomada una pieza de acero, se agachó azorado a recoger; ello lo salvó de una rotura de cabeza, pues una llave de tubo volaba hacia él por los aires, juntamente con la carretada de maldiciones del maestro.

—¡Ah, hijo de una gran perra! ¡Como no son tuyas las cosas, ni eres vos el que pierde, tratas todo como tus sucias patas!

Daniel era pálido, de hombros estrechos y ojos negros que parecían de turco o de muchacha. Silencioso, continuó esmerilando: de cerca hubiera podido verse en su boca una mueca de rabia y llanto. Y si el abejoneo del taller lo consintiera, se habría percibido la semejanza que adquiría su respiración con el sordo resoplar del fuelle.

—¡Que fuera conmigo!... —rezongó Alfredo.

Lo había visto todo. Él no lo aguantaría. Y Mano de Cabra lo sabía ya. Por eso no se metía sino apenas con él. Así son todos los bravos: cuando se les planta, reculan. Pero a él no lo enfurecían solamente sus propias cosas. A Daniel, a Mesa, a Pirata, les tenía pena. ¿Cómo iban a soportar así? Por su misma culpa se envalentonaba el gordo.
—¡Hasta les mienta la madre y se quedan callados!

—¿Y si nos bota si brincamos?

—Se busca otro trabajo, pues. ¡Cómo lo van a dejar profanar así!

—¡Es que es una vaina eso de andar de parte en parte viéndoles las caras a tantos! ¡Dicen que uno es veleta y piden certificados!

—Entonces aguántense, claro, tienen razón. Y esperen, a que Mano de Cabra les ponga una vela en la nalga.

—Es que solamente es malgenio: no es mal corazón, el hombre. Ya ve los suplidos que adelanta...

Alfredo se encogía de hombros y no seguía la conversación. Podía ser o no ser bueno, pero para tratar a los oficiales era una bestia. Les tiraba a la cabeza por cualquier causa el primer fierro que tenia a mano. Cierto que también trataba mal a los obreros y a los mismos maestros, al blanco Calderón, el tornero, o a Chérrez, el jefe de fragua. Evidentemente sobre los oficiales —que eran numerosos, pues con el pretexto de que eran muchachos aprendiendo el oficio, les pagaba salarios ínfimos— Movían con más frecuencia sus insultos y exclusivamente sus puntapiés o porrazos.

El sudor le chorreaba por el estómago. En el yunque más chico de los dos que había en el fondo del covachón, machacaba, con un combo mediano, un fierro al rojo.

Los brazos de Alfredo, ya nudosos, se elevaban y bajaban, asestando firmes los golpes. Su ritmo era lento e igual.

Con ojos grandotes se detuvo. ¿Qué brutalidad hacía? Le habían encomendado achatar en determinada forma. Y por atender al requinteo que le pegaron a Daniel, y pensar en las pellejerías de Mano de Cabra, había estado, desde hacía un rato metiendo en la fragua el fierro, sacándolo y golpeándolo, tan maquinalmente que lo redujo a una especie de muñón, hasta sangriento por estar vivo de brasa.
—¡Malhaya!

Y empezó a corregir sacando una puntita de la lengua, como los escolares en la clase de escritura. ¡Que no fueran a darse cuenta! Tendría que armar su chivo con el gordo. De un momento a otro podía acercarse. A cada instante dejaba lo que hacía para dar un recorrido.
—¿Cómo va el trabajo?

Ahora, de reojo, y aunque la fragua lo tenía encandelillado, lo vio que se movía en una de sus vueltas habituales. Metía su corpachón, vestido de grasiento overol, más sucio en la cima de la panza, entre las mesas, de pie ante las cuales trabajaban los obreros. Se detenía a escuchar el ronco zumbar de la banda de transmisión del torno y a observar sus grandes ruedas negras. Atisbaba las altas repisas, tan tiznadas como él, y atestadas de una confusión de piezas de hierro y bronce, de variadísimas formas, que conocía tanto que sabía cuándo y dónde faltaban el último remache.

—¡Ajo, que no se puede desamparar esto un minuto! A ver Pirata vos que manganzoneas de este lado ¿dónde has metido el piñón cono y la caja con los rulimanes del camión Wichita de La Roma?
—Ahí estaban...

—Ahí estaban— —lo remedó— ¡pero ya no están!

El Pirata, rascándose a la altura del estómago, donde le daba comezón la soga con que, en vez de cinturón, se amarraba los pantalones, metió la mano en la ferretería de la repisa y se volvió triunfante, con el guiño de la picardía que lo caracterizaba y originaba su apodo.
—Ya vio como están aquí, maestro.

—Aja, es que como revuelves todo.

—¡Más de gana le habla a uno!

—¡Ya te callas!

—Lo que debía hacer es comprar guaipe que aquí no hay con qué sacarle el tizne a un fierro ni limpiarse los dedos.

—Sí, ¿no señorito? ¡Límpiatelos con los calzones de tus ñañas!

Los demás rieron y hasta Alfredo sonrió, admirándose de que le hubiera salido una broma, aunque grosera. Porque lo que no le faltaba a ninguna hora era malgenio. Jamás una obra lo satisfacía. Residía en una covacha vecina al taller. Desde allá, a través de las paredes, lanzaba su voz chillona, tan aguda que resultaba ridícula por su falta de acuerdo con las iras de su dueño y con su corpachón.
—¿Qué dices vos —le decía El Pirata a Alfredo—, el maestro será maricón?


—¿Yo qué sé? Pero no parece.

—Yo les voy a explicar de veras lo que pasa con él —había intervenido el viejo Chacón—. Conozco a Mano de Cabra desde tiempísimos. Lo que dicen ustedes ¿no es por la voz y por el cuerpo achanchado que tiene?
—Ah, ¿y qué es lo que le pasa?

—Mano de Cabra no es de la ciudad. Hace años era teniente político de Jujan. Una vez para la fiesta del patrón del pueblo, una meca que había ido de Guayaquil, le pasó una de esas que llaman de garrotillo. Lo curaban con jugo de limón y con cascaras de maduro calentadas. Ya le estaban carpinteando la caja. Lo trajeron al hospital y al fin se sanó pero quedó capado. Ya saben, no es maricón; lo que hay es lo que les digo.
—Pero si tiene mujer.

Chacón arrugó más la cara maliciosamente:

—Sí, y por eso es el malgenio y lo amargado que anda todo el tiempo. Ella ha de pedir ¿y él que va a dar?

—¡Está fregado!

Debía ser feísima tal situación, pensaba Alfredo. Si a él le pasara, se mataría. No comprendía cómo se podía existir, siendo hombre, sin lograr que la mujer, saliendo de los brazos de uno se desperece agradecida y gozosa, como lo hacía Felipa de los de él, susurrándole al oído:
—¡Mi querido, mi machito, qué bruto eres!

Sin necesidad de sacarla a cuarto, Mego a hacerla suya. Tener mujer de asiento siempre es pesado, siendo tan joven. Además, comprendía que no la quería suficientemente para unírsele. Claro que no era tacañería. Él le daba dinero, cuando podía, ya de costumbre. Alquiló un cuarto en la calle Santa Elena y allí se pasaron muy buenas horas. La primera vez Felipa lloró y a él le parecieron auténticas las pruebas que le dio de que antes nunca... Su cuerpo robusto, redondeado y duro, no era terso como él recordaba el de Trifila Mina, sino con asperezas insospechadas. No había andado vivo Alfonso con Margarita, Pudiendo haber hecho lo mismo que él con Felipa, más bien se separó, a poco de la pelea con Moncada. A él le dijo que la lavanderita lo fastidiaba. Riñó de puro capricho. ¡Y para eso hasta se jaló a los golpes! A veces no entendía a Alfonso.

2

—¿No estudias?

—No. A la noche, o a la madrugada. Voy a oír piano.

—No vengas tarde, cuidado llueve... —y Leonor sonrió.

Alfonso marchó rápido por las calles. Las cometas en el aire lila, votaban solas. Si se alcanzaba a ver alguno de sus hilos perdidos, era la punta devanada del ovillo del sol. ¡Cuánto había amado las cometas! Aún las quería. Antes de entrar al colegio, se construía él mismo unas pandorgas altas, de su tamaño. Con una humildad que no sabia como era a la vez soberbia, y que le inspiraba todo lo de su tierra, las empapelaba oro, azul y rojo.
¿Le silbaría al profesor Albert la música que todo el día le había murmurado en los oídos, límpida desde su interior? No, no valía. El maestro se reiría. Y también se reiría Pepina. Llegó a la puertecita verde y de rejas, del jardín del chalet.
—No está papá, Alfonso, pero espérelo.

—Más bien regresaré.

—Como guste. Ya mismo ha de venir. Vamos, mejor entre.

Alfonso, colegial de pantalón recién alargado, había dejado de ser tímido con las muchachas.

—Quedémonos aquí en el jardín, hace fresco.

Pepina jugaba con un perrazo lebrel, de piel castaña que se encogía nerviosa. Se oía el viento en los saúcos, en los muyuyos y en una acacia que la humedad invernal encendía en flores. Vagaba denso olor de diamelas. La dulce quietud de la tierra emanaba de los arriates, los rincones tapizados de yerba y los muros de enredaderas: por allí un piar furtivo.
—Paz... —dijo él.

Los ojos de Pepina sonrieron. Apoyaba la mano en la cabeza del perro, acariciándosela.

—¿Ha leído, Alfonso, a Dante Alighieri?

—Si, lo malo que en una traducción en prosa. Usted que es italiana lo habrá leído en su propia lengua.

—Yo no soy italiana. Soy muy criolla. Mi madre también era ecuatoriana. Sólo mi padre es italiano. Pero sí sé el idioma, es muy fácil. Bueno, le preguntaba si lo ha leído, porque a mí me entusiasma el episodio, eso de Francesca, ¿sí recuerda? Por el aire vacío, como vuelan las palomas, van los amantes unidos en un beso eterno por la eternidad. Yo hubiera querido que me pongan el nombre de Francesca, pero me pusieron el que tengo porque la madre de mí veterano lo llevaba.
Alfonso le dijo que había leído una traducción española en verso del trozo de "Francesca", del poeta mexicano Antonio Flores, pero por desgracia, voluntariamente infiel, como algunas mujeres. Pepina se rió y le pidió que si la tenía se la prestase.
—¿Enseñan literatura en su colegio? A mí me gusta la poesía más que la música. No soy buena heredera del viejo ¿No?

—Sí enseñan literatura en el Rocafuerte, pero tengo que confesarle una cosa: no sé si será por la literatura misma o por la manera como la enseñan, pero yo le tengo odio a esas clases. La música, en cambio...
—¿Por qué? ¿Qué son? ¿Son aburridas? Yo deseaba estudiar en el colegio pero papá no quiso. Aquí las muchachas no estudian secundaria y él dice que si yo fuera al colegio escandalizaría, y me apodarían la bachiche bachillera...
Se esforzaba Alfonso por apartar la mirada que sin querer volvía hacia sus senos, que la blusa disimulaba poco y cuya blancura se suponía por el cuello y los brazos de Pepina. ¿Estaría enamorado de ella? No podía ser. Le gustaba, le tenía simpatía.
Al amor hay que pedirle mucho más. ¿Para qué repetir lo de Margarita? La enamoró ilusionadamente. Obtuvo que le correspondiera, obtuvo sus besos. Al fin se aburrió, sin remedio. Margarita tenía espíritu, pero Pepina demasiado. Era parlanchina; Albert acertaba al denominarla bachiche bachillera. ¿Qué le inspiraba?
—¿En qué piensa? ¿Por qué se queda callado?

—En nada, la oía.

—¿Hablo demasiado? Así dice papá. ¡Pero qué quieren! La lengua es para hablar. No voy a dejar que le críe moho a la mía. La mía es grandota, grandota como la tuya ¿verdad, Hatschis?
El lebrel ladró ronco y Pepina, familiarmente, en el banco donde estaba sentada, cerca de Alfonso, le cogió la cabeza con las manos y le miró los ojos: los tenía el lebrel enormes, dorados, en nada parecidos a los de una persona, mas tan chispeantes, de lucidez, que hacían imaginar una inteligencia no humana, de un ser de otro planeta...

—Oiga, Pepina.

—¿Qué? ¿Se me va a declarar?

—No, no lo he pensado... todavía. Oiga esto que silbo...

Silbó de corrido aquella especie de melodía oscura, en partes jubilosa, en partes melancólica, con ecos de yaravíes serranos y de danzones negros, acudida sin saber de dónde a su mente. Pepina tenía unas menudas pecas en la frente y en las mejillas. Un puntito de luz lloviznada le fulgía en cada uno de los negros ojos: ya no quedaba


frivolidad en ellos. Al terminar, Alfonso creyó sentir que lo había entendido.

—¿De quién es eso? Es nuestro y no es pasillo. ¿Tenemos acaso músicos? Es hermoso, aunque extraño. Hace evocar la sierra, pero también suena a sol y a negrerías, ¿Dónde lo ha oído?
—En ninguna parte, yo lo he hecho.

—¿Usted? ¿Usted escribe música?

—No, si no sé.

—¿Entonces cómo compone?

—Oigo, oigo dentro, lo recuerdo y lo silbo.

—¡Es brutal! No lo hubiera supuesto.

En los arriates ensombrecidos volaba el verde destellar de las luciérnagas. La brisa nocturna metía una punta de olor a aguacero en el aroma de las diamelas.

—Va a llover y no viene papá. ¿Nos entramos?

—Ahí creo que llega.

Albert se acercó sonriente a su hija y Alfonso. Su bigote, barba y cabello, que usaba corto, eran rubios rojizos. Tras los cristales de los lentes sin aros, sus ojos azules miraban con limpidez infantil Daba clases de música, particulares y también enseñaba en el colegio. Allí lo había conocido Alfonso.
Albert le atribuyó especiales disposiciones artísticas en bruto. Al conversar, le fue simpático. Lo invitó a su casa. Le presentó a la hija. Conversaba con ambos largamente. Tocaba para que lo oyeran los dos muchachos, y para oírlos, sus clásicos, a cuya cabeza ponía la cumbre de Beethoven. Enseñó a Alfonso a amar a Beethoven.
—Óyeme, Alfonso, un consejo: nunca vayas a la porquería esa de la ópera. En mi país gusta mucho, ma...— Y meneaba la rubia y rapada testa.

Alfonso, vivió tardes de éxtasis. La salita, con ventanas de reja volada, a cuyos hierros se entrelazaban esas flores que crecen en varas y que se llaman estefanotes, era henchida por el pienso milagroso. Contra su propia suposición primera, no se había enamorado de Pepina. Claro que ella esparcía el embrujo de su femineidad en torno. Pero él la consideraba como una a modo de exteriorización tangible de la música. Separaba la atracción que su cuerpo, joven y sensual, le producía, de la idea del amor, para el que tenía una espera testaruda y romántica.

Cuando Pepina le contó que Alfonso le había silbado una música hecha por él, sacada de su cabeza, le dijo:

—¿Cierto, oye tú? A ver repítelo.

Al escuchar, Albert, reduciendo la exageración de su hija, no halló ningún prodigio, pero se emocionó de la fuerza original que se revelaba en aquellos sonidos, los que quiso copiar en notas. Con algún trabajo lo lograron. Alfonso pudo oír en el piano, fuera de él, lo que hasta allí había sido sólo ensueño interior.

3

Los pitos de las fábricas culebreaban unos tras otros por el barrio del Astillero. Nunca daban la hora de salida al mismo tiempo.

—¿A cuál se cree? ¿Son o no son ya las doce?

Barco, otro de los aprendices, que trabajaba en la mesa al lado de Alfredo, le contestó:

—Una cosa dice la mula y otra el carretonero. Para nosotros desde que pita El Progreso, que es el primero, ya es hora. Para Mano de Cabra no lo es hasta que pita La Universal, donde son más angurrientos y tienen el reloj atrasado.
—Nos roba un cuarto de hora lo menos.

—Como una hora diaria, contando entrada y salida, mañana y tarde.

—¡Así es como hacen plata estos gran perras!

De todas maneras ya el retraso le había hecho fracasar su propósito, que era pararse en la esquina a la hora que salieran las empaquetadoras de cigarrillos de El Progreso. Entre ellas, una le gustaba y había empezado a picarla. Varias mañanas acudió a verla entrar. Ella también comenzó a sonreírle y a virar hacia él la cara cuando la seguía. Alfredo no se había fijado antes en otra mujer tan guapa: era blanca, rosada, de cabellos y ojos negros y con un cuerpo estupendo. Oportunidad de hablarle es que escaseaba: su camino era corto pues vivía cerca, a tres cuadras, en el chalet de caña al lado de la caballeriza de La Florencia.

—¡Condenado Mano de Cabra!

—¿Qué hay, Alfredo? ¿Salimos? Se volvió colérico, reconociendo la voz de Malpuntazo que desde hacía dos o tres meses había ingresado también de oficial al taller.

Cuando Jacinta lo trajo, Mano de Cabra le chilló:

—¿Y de qué va a servir este mastuerzo, señora?

No ha de tener sino diez anos. Póngalo a la escuela.

—No crea, señor Ortega, si tiene trece. Lo que hay es que se ha quedado revejidito. El pobre sufre de mal. ¡Pero es vivo!

—Déjelo, pues, aunque sea para guaipero. Eso sí, ganará muy poco, ¡Y que no le vaya a dar aquí la pataleta!

Mano de Cabra hizo la última inspección a la fragua apagada, el torno parado, las mesas sobre las que tintineaban las herramientas que soltaban los obreros. Alfredo salió, hallándose con que Alfonso lo esperaba a la puerta. Se oía gritar a un vendedor de chicha. Un sol de castigo tostaba las yerbas y el polvo de las calles del barrio obrero, silencioso en el intervalo de descanso del medio día. Alfonso no vestía el uniforme del colegio; andaba de corbata.
—Hace tiempísimos que no nos veíamos. ¿Qué te has hecho?

—¡Por ahí! Quería contarte una cosa; estoy trabajando.

—¡Ajá, macanudo! ¿Dónde?

—En una oficina de cacao, allá por el Malecón.

—Bien hecho, si ya era hora de que te emplearas.

—Esto de estar estudiando sin medio en el bolsillo es una vaina. No hay como tener qué gastar.

—Seguro.

—Hombre, y yo también estaba por verte para contarte otra cosa. ¡A que no adivinas!

—No. A ver, cuenta.

—Margarita se largó con Moncada ¿no sabías?

—Ah, ¿sí? Bueno, a mí nada me importa ya, tú sabes, pero me parece que ha hecho una gran tontera. Ese Víbora es un desgraciado. No le ha de ir bien con él. !Pobre muchacha¡
Pensó con una ternura irremediable en la lavanderita que otros días lo amara. Sin duda eran incompatibles. Pero siempre hay no sé qué de pena en las cosas que pudieron ser.
—¿Y cuánto ganas?

—Ciento veinte hasta que aprenda a escribir en máquina.

Se encogió de hombros.

—¡Qué ajo!


—¿Por qué lo dices?

—Pensaba en Margarita.

—¿La quisiste?

—No, no la quise...

Se despidieron porque ambos tenían que ir a almorzar para regresar a los trabajos.

—¿Nos vemos el sábado?

—Sí... pero no, hombre, mejor el domingo para irnos a jugar carnaval. Es el primer carnaval que voy a pasar con plata, hermano.

—De veras. Ya estuvo.

Alfonso se alejó buscando la sombra de los portales. La piel de Margarita era dorada y tan fresca que cuando él, en las noches en que se sentaban a conversar en las alfajías arrumadas en la calle frente a la covacha, le acariciaba las piernas, sabía decirle que esa frescura en las manos le quitaban la sed, igual que beber agua. Le iba a ir mal con La Víbora, de seguro. ¿Sería culpa de él que se hubiese metido con Moncada? Mas no, ¿por qué? ¿No le cerró el paso hasta a trompadas? Y qué sorpresa le causó a él mismo, el haberlo derrotado. Semanas anduvo con la cara hecha cisco La Víbora. Le contaron que había dicho que él no era hombre que se quedase así; que de sorpresa, haciéndose primero el inútil y encendiéndolo a la descuidada, era que Alfonso había podido tumbarlo, pero que se cuidara.

Se recordó del taitaco y de Reinaldo Pizarro, previniéndose que no lo sorprendería La Víbora.

Se prometía un carnaval regular siquiera. Lo había calificado de juego estúpido. Hoy le parecía que esa opinión fuera como la de las uvas verdes. Sin dinero para divertirse y resuelto a no aceptar un centavo de la madre —trabajo sagrado— con fines tan superfluos, trataba despectivamente lo que veía fuera de su alcance. Esta ocasión las cosas serían distintas. Su sueldo era pequeño y se lo entregaba íntegro a Leonor, pero podía, sin cargo de conciencia pedirle algo para satisfacer ese viejo anhelo.

La mañana en que quedó empleado fue un instante de gozo. Para él se tornasolaba el iris de la pila de la plaza de San Francisco, espumeaban de sol las toldas de lona de los almacenes; para él repicaban alegres campanillas las herraduras de los caballos de los coches en espera, con sus negros durmiendo en los pescantes. Sin que Leonor lo supiera, había ido al estudio de un antiguo amigo de su padre, abogado de cómoda situación social.
—¿Tú eres el hijo de Alfonso Cortés? ¡Estás un hombre grande, muchacho! ¿Y en qué te ocupas? ¿Estudias o trabajas? ¿Y tu mamá y tus hermanos? Creo que ustedes eran varios ¿no?
Alfonso le dio pormenores y le explicó lo que venía a pedirle y por qué, sin exagerarle ni ocultarle. El viejo se emocionó tal vez sincero.

—¡Si me parece ayer! Éramos como hermanos con tu padre. El panzón, le decíamos, los de la esquina de Chimborazo y Bailen. Y tú eres igual a él. ¡Me has evocado la juventud! Qué broncas las que armábamos de barrio a barrio, catedráticos y mercedarios...
Una tarjeta de recomendación y una llamada telefónica bastaron para obtenerle el puesto.

¿Cómo decírselo a Leonor? Iba a serle doloroso. Tampoco podía soportar más. Imposible seguir tolerando el lento sacrificio que hacían para que él terminara los estudios. Al comenzar, quizás aún era admisible. Era un niño y su sueldo hubiese sido irrisorio. Las costuras abundaban y eran mejor pagarlas. Actualmente se ganaba mucho menos y la vida era más cara. Al pellizcarle los brazos a Paca la hallaba adelgazada; en cuanto a Carmela era un espectro. ¡Y cómo encanecía a ojos vistas su madre!

—¿Cómo vas a abandonar los estudios, Alfonso? Pase lo que pase, tienes que ser algo en la vida !hay puestas en ti tantas esperanzas!

El hule de la mesa de comer, aunque lavado y corcusido, era una hilacha. De codos en él, Alfonso se sostenía la frente, escuchando el tic de la piedra de filtrar del tinajero, como si las gotas le cayeran dentro del cráneo. El café del desayuno había vuelto a ser sin leche. Por no pagar varios meses de arriendo, les pedían el departamento. El traje rojo, el mejor de los dos de Paca, tenía las axilas manchadas y los codos gastados. ¿Cómo seguir de señorito mantenido por fomentar esa esperanza, a lo mejor loca? Sus hermanas tenían poquísimas amigas, no iban al cine, no bailaban nunca: coser, coser, ir a misa los domingos ¿era eso juventud?

4

La pelota —un blery nuevo— pateada por Alfredo tropezó con fuerza en los cables del tranvía eléctrico y regresó como proyectil a rebotar al suelo. El Pirata, cuadrándose, quiso recibirla y se enredaron de pies. Arriba de ellos, era una mesa hermética el edificio de La Florencia, contra el claro cielo nocturno, y la chimenea ancha semejaba una caseta. Barco se impacientó:

—¿Qué hubo? ¿Van a pasarse la noche como muchachitos, pateando la cangrejada esa? ¡Ya es de que entren!

—Espérate, ya vamos. Eres un anciano perfecto, Barco: y tienes diez y ocho años. ¡Tírate al río!

—¡Velo al nene: busca tu mama que te dé a mamar la teta!

—No ¿para qué, si más me gustara que me la dé tu ñaña?

Con secos estallidos bajo las puntas de las botas, la bola brincaba por la polvareda. Barco, de overol nuevo, las manos casi limpias de manchas de lubricante, peinado pulcramente con raya a la entrada del cuarto puerta a la calle, del viejo Chacón, insistía, sin alterar su habla pausada:
—Al fin ¿entran o no entran— Ya los demás están todos.

En buenas cuentas, a Alfredo no le interesaba mucho la reunión; bastante más Se preocupaba, mientras pateaba sin concierto la pelota, aproximarse hasta frente al chalet contiguo a la caballeriza. A su ventana se veía asomada, contemplando la noche monótona, a la cigarrerita de quien se había prendado en esos días. Su nombre era Leonor. Sabía él que también la enamoraba Darío, el chofer del Wichita de la fabrica, cuyo garaje estaba en la vecindad. Desventaja para Alfredo que se aumentaba con la cercanía de la covacha donde vivía Felipa y con la lengua chismosa de Malpuntazo.

El Pirata recogió la bola con las manos, la azotó dos o tres veces contra el suelo y declaró sin gana:

—¡Bueno, hay que ir. Si no vamos, dirán que no somos amigos!

Desde una varenga, una lámpara ahumada, mal alumbraba el cuartucho de tumbado de tablas pegado contra las cabezas. Las paredes eran de caña sin empapelar. Un catre de fierro con un petate y con el mosquitero recogido, un baúl, una mesa coja, arrimada a un rincón, y sobre la cual había libros, constituían todo el moblaje. Los obreros y aprendices reunidos allí, se sentaban en la cama, en el baúl y algunos hasta en el piso, conversando con un recogimiento tan grande que a Alfredo le dio risa.

—¿Qué pasa con este municipio roba chanchos, que sesiona tan en secreto como un conchavo de brujos?

—¡No interrumpas, majadero!

—¡Vea que son zoquetes! ¿Para qué dizque dejan entrar este peje sapo aquí? ¡Lárguenlo!

Se refería a Malpuntazo, que sentado entre los demás, clavó su ojo blanco en Alfredo, con rabia y temor de que lo fueran a hacer salir. Chacón lo defendió:

—¡No seas mal corazón, Baldeón! Aunque bizco, también es trabajador este pobre. Y él sufre doble injusticia: la de los patrones, como todos nosotros, y la de Dios que lo ha hecho así.
—Dios no lo ha de haber hecho a éste, sino el chapijo —bromeó El Pirata.

—Adiós ¿y no era tu cuñado? —le preguntó Barco a Alfredo.

—Bueno, bueno, basta de latear. Vamos al grano.

—Al fin ¿qué es lo que hay? ¿Para qué nos han hecho venir?


Las cabezas se alargaban en calabazas de sombra sobre las cañas. Alfredo descubrió repentinamente y le causó un malestar humillante, que la mandíbula inferior hundida y, especialmente, los belfos moraduzcos, de Malpuntazo, guardaban un disimulado parecido con la pequeña jeta de Felipa, que ella tenía la costumbre de pintarse sólo en parte, a fin que, de lejos se le creyera la boca menos grande. El ojo más pequeño de Malpuntazo se parecía también a los de la hermana en su mirar igual al del peje guachiche. Hizo una mueca de desgano. ¿No sería que le notaba el parecido con Emilio y la hallaba fea, comparándola con la que ahora le gustaba?
—¡Yo creo que, bien palabreados, todos podríamos, si a mano viene, hacer huelga! ¡No nos aguanta Mano de Cabra! ¡Lo quebramos!

—¿Hey? ¿Qué dijeron? ¿Cómo es eso de hacer huelga? ¿Por qué?

—¿De dónde caes, idiota?

Le explicaron que la reunión había sido hecha para discutir qué harían, sabiendo que Mano de Cabra había asegurado, en la pulpería del gringo Reinberg, que los negocios andaban muy malos y que iba a tener que rebajar los jornales a todos, maestros, obreros y oficiales. Alfredo frunció el ceño. No se había imaginado que valiera la pena atender
—¿Y qué? ¿Que pensaban que haríamos huelga?

—Ahá. ¿Qué te parece a vos?

—Bueno, si la huelga se hiciera, yo estoy con ella en cuerpo y alma. Pero ni me gusta ni creo que pueda hacerse con lo cobardes y desunidos que somos. ¡En el taller no es sólo a Mano de Cabra que le falta lo que contienen los pantalones!
—¿Y entonces?

—Lo que yo aconsejo es que, si rebaja los jornales la cojamos entre dos o tres, resueltos de veras, y le demos una pateada que no le quede ni el grito.

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora