A las cinco y media comenzaban a guardarse las carretas, Leonor no volvía de la fábrica hasta las seis y cuarto.
—¿Está cansada, hijita? Ya mismo le sirvo. Ya eché el arroz y la menestra hierve.
En el dormitorio, ya a oscuras, entre su cama y la de su madre, colocadas frente a frente, se quitaba el vestido de trabajo y se ponía la bata de casa. Miraba con cariño las estampitas de la virgen de Lourdes prendidas en los mosquiteros. Después de la atmósfera apestosa a tabaco y engrudo de la sala de empaquetadoras de la fábrica, con qué suavidad respiraba la limpieza del cuarto. Tanto la madre como ella sé empeñaban en que fuera así. La señora Panchita decía:
—¡No porque sea pobre, debe abandonarse ni volverse desgreñada y sucia, como la gente baja, que hasta enriquecida es patana!
Se apresuraba, para asomarse todavía con restos de claridad, a la puerta de la cocina que daba a la caballeriza. Vivía con una constante ilusión del campo. Ignoraba de dónde le provenía. Nunca había ido. Pero contemplando la cuadra contigua, de la cual ellas eran cuidadoras, le gustaba figurárselo así.
Anunciadas por la cigarra de su chirrido, venían las carretas colmadas de fajos, del tamaño de un hombre, de janeiro verdecito, jugoso, que olía a vegas y a aguaceros en las sabanas. El suelo empedrado se aterciopelaba de dorada boñiga, entremezclada de briznas secas. Su vaho tibio ¿no sería igual al hálito de los corrales en las lecherías? Los dormideros de las mulas eran techados de zinc, con piso de tablas que retumbaban sonoras bajo las herradas coces. Había también los roncos ladridos de los tres perros grises, guardianes de La Florencia. Pasaban el día encadenados en la caballeriza. A la hora en que Leonor contemplaba el sol de mico enrojecer los cogollos de las palmas de los solares del barrio, los llevaba a soltar en el interior de la fábrica.
No se asomaba al balcón de la sala, abierto a la calle, sino ya de noche. 0 cuando, aún claro, las pandillas de chicos gritaban:
—¡Las mulas! ¡Las mulas!
Desde hacía mucho tenía la costumbre de aguardar su paso. Le agradaba y la apenaba la veintena de mulares con los lomos florecidos en las rosas horribles de sus mataduras aquerezadas. En cansado trote, se dirigían al depósito de los vetustos tranvías a los que cotidianamente arrastraban. El sol horizontal se dormía en los cadillos. Hacia los covacheríos de las afueras regresaban también los trabajadores de fábricas y talleres de las calles cercanas a la orilla de la ría. Conservaba el recuerdo que en una convalecencia de su niñez, una vecina le había dicho a su madre, respecto a ella:
—¡Esta se ha puesto flaca como una mula de los carros!
De allí le quedó la idea rara de que algo la identificaba con esas mulas. Las de las carretas de La Florencia no eran esqueléticas ni matadas. Leonor y la señora Panchita oían hasta en el dormitorio sus coces, sus jorreos y los colazos vivaces con que se espantaban las moscas. Desuncidas, podían verlas gordas, panzudas, de ancas como caderas de mujeres, la piel de madera cepillada y luminosos los vidrios de los ojos.
Los carreteros eran buena gente; tienen fama de mal hablados, pero éstos se remiraban sin duda por consideración a las vecinas. Las saludaban atentos y cambiaban algunas frases.
Si por algo se retiraba Leonor de su mirador de la cocina, era porque atravesara el portalón de la cuadra Darío, el chofer del camión, con un tarro vacío de gasolina a buscar agua para el radiador.
—¡Hola, Virgilio! ¡En la llave del garaje se ha acabado el agua y tengo el radiador más seco que mi guargüero el sábado! Tú sabes que si se raja el cabezote me lo cobran a mí los bachiches...
—¿Y dirás que vos chupas sólo los sábados? Jumísimo te he visto a media semana donde Guaylupo. Porque vos eres chichero.
—Y tú purero.
—¡No, con el favor de Dios me alcanza la plata para Pílsener helada!
Darío le hacía conversación al carretero, mientras chorreaba el agua, mas sin dejar de mirar a la puerta de la cocina, buscando a vistazos a Leonor.
Ella se quitaba de golpe: Darío le parecía un viejo antipático. La mortificaba, hasta la indignaba que se atreviera a enamorarla.
Al irse a su trabajo, tenía que pasar ante el garaje. Y la carreteaba:
—¡Cuánto será que me quiere, mamacita linda, tan bonita!
Leonor le sacaba la lengua y replicaba:
—¡Calle la boca, viejo liso !
Casi lo odiaba en su facha cínica, en su overol, mugriento o, a veces, desnudo de cintura arriba, lavando el carro. Era viejo, picado de viruelas, con patas de gallina rodeándole los ojos de agua turbia.
Se le había vuelto una más de las molestias cotidianas que nunca faltan: rebajas de salarios, reprensiones groseras, malos tratos y hasta humillaciones en la fábrica; deseos insatisfechos de una tela para un vestido, o de una prenda; pena del cansancio que la cocina, la tina y la plancha marcaban en el rostro de la madre. No la preocupaba, en fin; pero cuando se le hizo intolerable su cortejo fue cuando Alfredo apareció a inquietarla.
Había tenido antes simpatías y coqueteos de muchacha. Desde que entró en la fábrica debió andar muy derechita, sin pensar en enamorados. Era la única forma de rehuir el asedio del que llamaban el Primero, un calzonazos hijo del gerente, que mataba el tiempo persiguiendo a las obreras.
¡A cuántas no había desgraciado! Después las botaba: en ocasiones hasta preñadas. La corrección estricta de una muchacha lo llenaba de odio pero lo contenía, por cobardía.
Así, Leonor, desde que trabajaba había vivido sin soñar en nadie, ni en el amor, solamente sintiendo muchas noches al dormirse, que le castigaba los párpados una misteriosa ansiedad.
—Mi suerte está en sus ojos ¿la acompaño?
Era una mañana asoleada, al volver a almorzar.
Hubiera querido replicarle áspera. ¡Era un desconocido y le proponía acompañarla! Contra su voluntad, el mozo le gustaba. Su cara despejada, su manera de mirar, su sonrisa de chico que exige, todo le inspiró simpatía. Hasta encontró no sé qué encanto en la frase que le lanzaba. No le agradaba que la gente como ella, los pobres, se metiesen a sacos de casimir, a corbatas. Alfredo iba en mangas de camisa, remendada pero pulcra, fuera de una pequeña mancha de aceite que la hizo suponer fuera mecánico.
Apresuró el paso. Aunque se esforzaba en parecer serena, la cara le ardía. Alfredo debía verle rojas las mejillas. ¿Era todavía un desconocido? Hacía como una semana que venía a pararse en la esquina, a la salida de las obreras. Y sabía que venía por ella. Averiguando con disimulo, supo que se llamaba Alfredo, hijo de don Baldeón el de la panadería, queriendo y no queriendo, le había devuelto miradas por miradas. Cuando él le sonrió, no pudo impedirse sonreírle también.
Llegaban a la bocacalle de su casa y seguía tras ella. Entonces se volvió, pidiéndole:
—¡No sea así, váyase ya, que mi mamá va a verlo!
Alfredo se le acercó más: le clavó los ojos, de un negro de metal o de miel. Leonor recordó que ya varias veces se había fijado en la sonrisa de él. Pensaba cómo sería si la rodearan esos brazos nudosos, si apretaran sus manos esos puños. Súbitamente la invadió el anhelo tonto de reclinar la cabeza en su hombro.
—Después de almuerzo la espero aquí mismo y la acompaño...
—¡Bueno, pero váyase ya, porfiado!
Respiraba aceleradamente y el corazón le latía con fuerza. Reposó la vista en la sombra del cuarto. Frecuentemente le dolía, de mantenerla toda la jornada fija en las cajetillas a las que pegaba timbres y cerraba, embadurnándolas de engrudo. A la salida, al caminar, entrecerraba las pestañas para defenderse del reflejo que el mediodía, desde la punta del cielo, arrancaba al polvo.
Ese día sentía los ojos más deslumbrados que de costumbre: acababa de ver el amor.
2
En la atmósfera de fondo de estero del cuarto, Alfonso esperaba. Tamizada por la tela metálica, entraba la sombra, constelada de cocuyos y estrellas, a envolverle la vaguedad del mosquitero. ¿Cumpliría Gloria? Le había prometido venir. Nada le costaba faltar. Le bastaría reírse a la mañana siguiente.
Aparte de la espera que lo hacía jadear, lo mantenía insomne la agitación del día transcurrido. Le dejaba huellas no sólo en el corazón sino en sangrantes arañazos sobre la piel, que ya no se borrarían.
—¿Mando ensillar para irnos a sabanear? ¡No va a haber mucho sol, apenas resolana, así que no temas hacerte más gordito! —le insinuó Gloria, al levantarse del desayuno.
La madre de Alfonso, con las otras muchachas, más sosegadas, se iban a recorrer el jardín y el gallinero, a ver comer a los chanchos o a sentarse a la orilla del estero a la sombra de los aguacates y mameyes espesos. Picaban frutas, adelantando el almuerzo.
—¡Pero mujer, cómo eres tan machona! —le decía Paca a Gloria.
—¡Vente tú también y verás que es lindo! Si quieres te presto pantalón de montar. Casi soy tan gordita como tú. —¡No, Jesús! ¿Para que me boten esas fieras de tus caballos? Anda no más con Alfonso. No se besen demasiado. —¡Jay, primita! ¡Pregúntale si ha probado el pobre!
Volaba la tierra llana bajo el bronco tamboreo de los cascos. El gelizal, que, desde los corrales de junto a la casa, era una línea oscura, al parpadear se convertía en un macizo de arboleda tupida. Contra él se ceñían las alambradas. Al virar la cara, el caserío, a su turno, era una aldea de nacimiento de navidad. Reses en los pastos, quitasoles de algarrobos, sartenejas, caballos, era cuanto se hallaba en tierras de tierras, zumbadas a los costados del galope.
Alfonso tenía conocidos, con el olvidadizo vistazo de pocos días los cuatro horizontes de la hacienda.
—¡Vamos a Las Jíquimas?
—Vamos.
Dentro de La Gloria las fincas o cuarteles llevaban nombres especiales. Las Jíquimas era el desmonte de un viejo colono, con su casucha y con el potrero de los caballos finos del patrón. Un plantío de esas yucas salvajes, más dulces y jugosas que las de rallar, daba su nombre al sitio. Cruzaron un puentecillo de tablas y techo de paja llorona. Gloria sin desmontar, quitó las trancas y entraron al corral, terraplenado de bosta. Olía a fréjoles quemados.
—¡Hey, ño Hortensio!
Se erguía un bramadero, macheteado de betas, que parecía hecho de la majada pisoteada del suelo.
Al fin salió el viejo, cojeando, del sembrío vecino. Se disculpó y les brindó jíquimas que poseían el sabor dulzón del agua recién vuelta savia.
Iban a regresar, cuando escucharon bruscos relinchos. El viejo Hortensio explicó, desenrollando un fazo, que tenía que separar a unos caballos encarados para reñir, disputándose a una potranca.
—No los coja, para ver nosotros le pelea —dijo Gloria.
—¿Y si se matan, niña Gloria? ¿Qué dirá el patrón?
—Yo respondo.
—Pe'o es que, niña... Que el que gane la pelea se agarra a la potranca... y si la agarra aquí mismamente... ¡Cómo va a ver la niña!
—¿Y se figura, ño Hortensio, que no he visto nunca a los caballos cubrir a las yeguas? Mi papa nos ha explicado que no hay por qué asombrarse.
A cien varas fuera del corral, se desplegaba la caballada. Triscaba a un lado la potrilla disputada, nube de verano por lo redondeada y blanca, y de crines de pelusa de choclo, que Alfonso, entre sí, comparó, sonriendo, con la melena de su prima.
—¿Son el negro y el manchado los peleones, no?
—¡Esos! —sentenció ño Hortensio.
Con las cabezas gachas y los remos tensos, los dos machos se buscaban verija desprevenida.
Él uno era un retinto de testa roma y ojo sanguinario. Su petral era de toro. El otro, negro y blanco a manchones floreados, tenía más finos remos y el nervioso cuero le nadaba en otas de pliegues.
De pronto el retinto se lanzó en estirón de perro. Tabletearon sus dientes a un dedo del pescuezo del manchado. En volteada instantánea los cascos de éste le aporrearon el pecho. Se trenzaron, como tigres por lo ágiles, mordiéndose y coceándose tan rápido que se oían sin verse. Sudor y espuma les bañaron ijares, cuellos y hocicos. Por un momento se les distinguió pecho contra pecho, erguidos sobre los cascos traseros, abrazándose, cara a cara, recogidas las orejas, contraídos los belfos, mascando aire las dentaduras.
Al desplomarse el grupo, se derrumbaron fuerza y vida del retinto. Un pitón de sangre le saltaba del pescuezo. Su aliento se hacía silbido. Los cascos del manchado aún le pisotearon el cráneo, los ojos, el hocico, mientras el tronco, de lado, pataleaba en la yerba.
—¿No dije que saben matarse? ¡Carne para gallinazos! ¡Con tal que no se caliente conmigo don Enrique!
Olfateando a la potranca, trompeteó su relincho el vencedor. Ella alzó la cabeza y viéndolo írsele, volvió grupas, huyendo al galope. La barda del corral la detuvo. Las narices enarcadas del manchado recogían el olor de las ancas de la talamoca, que giró en redondo, procurando salida, pero ya llevándolo encima. Se oyó un relincho breve y gimiente.
Gloría, que clavaba las uñas en la montura, tiró de las riendas tan brutalmente que el freno tintineó. Se alejó, sin mirar a Alfonso. Él la siguió despacio, recogiendo en su oído de ensoñador de música, el doble relincho del manchado y de la talamoca, que en escalas de carcajadas se extendió por la sabana.
En la proximidad de las casas se juntó a Gloria que cabalgaba a trote lento. Sobresaltándose, ella lo encaró:
—¡Cómo me vengas a pedir un beso, te juro que te cruzo la cara a riendazos!
—No vengo a eso. Regresaba.
Durante el almuerzo y a la hora de la siesta, en que la familia bajó al jardín a beber agua de coco, Gloria no cesó de burlársele, en bromas casi insultantes. Hacia la tarde, viéndolo regresar, desde la hamaca en que se mecía en el soportal, lo desafió a que saltara a caballo una cerca de alambre de púas. Los árboles se incendiaban de sol; el aire olía a yerba caliente y a sudadero de bestia: la alambrada era de un potrero próximo a la casa.
—¿Qué fue, niño de ciudad, saltas o no saltas?
Sin vacilar, Alfonso taloneó los ijares y, tomando viada, lanzó al animal. La cincha crujió como un palo cortado de un hachazo. Fue lanzado de espaldas a las púas. No se desmayó. Con la camisa ensangrentada, lívido, entre el susto de los familiares, avanzó sonriente hacia ella.
—Ya ves como sí salté, Gloria.
—No te lo dije para que lo hicieras.
—¿Entonces para reírte viéndome recular?
Aunque la madre de Alfonso, en su callado resentimiento, quiso evitarlo, Gloria lo curó con sus manos. Más tarde, asomados a la galería, ella sonrió:
—Vas a quedar marcado como los esclavos azotados.
—¿Eso querías?
—¿No te gustaría una ama como yo?
La piel del brazo de Gloria se encendía de rosado en el codo, apoyado en la baranda. Cerciorándose de que nadie los escuchaba, sin transición cambió de tono, soplándole al oído:
—Esta noche, espérame. Iré a tu cuarto. No, no: no es una broma más: te juro que voy. ¿No lo querías?
Alfonso dudaba, pero le era imposible no aguardar. ¿Quién diablos entiende a las mujeres? De costado, para no rozar los rasguños, no dormía. Flotaba abiertas las alas del mosquitero. Se hundía en una vaguedad de hora soñada. De todo el monte, desde los resquicios, de las más remotas raíces, se levantaba un sordo vibrar unido, al que se incorporaba la marea debilitada de sus venas. Era parecido al rumor de las caracolas o al grito de la quinina en el cráneo de los palúdicos.
Repentina, sin siquiera hacer crujir el piso, vio a Gloria ante él, en pijama, destacándosele los labios muy rojos en el blanco rostro. Le puso la mano en la boca y en silencio se deslizó a su lado.
3
Arrancó al bordón un último son rudo y dejó a su lado la guitarra. Las dos parejas dejaron de bailar. Eran Alfredo y El Pirata, su compañero de taller, con Rosa Elena y Rosa Miche; Alfonso tenía a su lado a Rosa Ester: y las tres eran dueñas de la chichería que, por eso, se llamaba Las Tres Rosas.
—¡Ahora toca tú, Alfredo, para bailar yo!
—¿Después de vos, hermano? ¡Me tiran piedras éstas!
—¿Y tú. Pirata?
—¡A buen santo te encomiendas!
Hacía un calor meloso, que pedía a gritos desnudarse; un calor que a ellos les parecía salir de los ojos y de bajo de las faldas de las muchachas. Bebían y bailaban desde temprano, en la pieza interior de la chingana. Era sábado, y a la guitarra de Alfonso replicaban otras por los recovecos del barrio de La Quinta: pero era imposible bailar con música ajena. Rosa Ester se arrimó más contra Alfonso, que se había encogido de hombros, sonriendo y pespunteando de nuevo las cuerdas.
—¡Me pican los píes por bailar, pero con vos!
—¡Si hubiera fonógrafo!
—¡Buena fregadera: o no hay música o yo me quedo chulla!
No era el claro de jora lo que le encandilaba la vista: era Rosa Ester. Palpaba sus brazos de piel canela sudorosa. La atraía, juntando las frentes, confundiendo los
alientos que olían a chicha fuerte y a deseo. Ella tenía celos de la guitarra: Alfonso la abrazaba como a una mujer.
—Jarifa, toco para ti.
—¿Por qué me dices Jarifa? ¡Me llamo Rosa Ester!
—¡Ujá! —gritó Rosa Miche, la que tenía un lunar en la mejilla
—A ver negro, si te tocas un serranito. ¡Acuérdate que somos serranas!
Rosa Elena abrazaba a Alfredo, bailando, se golpeó la frente:
—Pero qué tontas hemos sido ñañas: si aquisito teníamos música. ¡El ciego Macario es taita para un sanjuanito!
—De veras: al arpa no hay taco para el cieguito.
—¿Y estará en su jurón?
——Los sábados de tarde no sale a mendigar. Anda, china, corriendo a verlo. Dirásle que la niña Rosa Elena dice que se traiga el arpa.
Vaciaron otro vaso, aéreo y ardiente, de claro de jora. Subía y bajaba el zapateo de un baile, en la casa de madera de la esquina. Por los huecos del ruido, el viento se deslizaba en el grosello del patio.
—¡Ciego lindo! ¡Démosle primero un buen claro para que agarre calor y toque como Dios manda J Rompió el arpa un sanjuan triste y cálido, de esos que en la sierra abrigan más que un canelazo. Para tres parejas el cuarto lleno de catres, sillas, lavatorio, trajes, y sobre todo por el aroma espeso a mujer y a chicha, se volvió demasiado estrecho. La curva de las caras y el pañuelo que flamea, las vueltas que mostraban que cada pareja, acercándose o repeliéndose, iba inseparable, eran en los seis, más que el simulacro del instante anhelado, el del camino que han de seguir por el mundo, unidos, el hombre y la mujer.
Los tragos se le habían ido a la cabeza a Rosa Miche:
—Rosa Elena ¿y qué dizque fuera si en este ratito viniera Manyoma?
La otra se sobresaltó. Detuvo el baile suelto apoyándose en Alfredo. Manyoma, el más famoso matón de La Quinta por esos tiempos, vivía con ella. Se había necesitado su ausencia y todo el empuje entrador de Alfredo para rendirla. Miró con rabia a la hermana.
—No hay que mentar cosas malas, Rosa Miche.
—Pero si Manyoma está en la cárcel —dijo Rosa Ester.
—Era juego no más, ñañas.
—Bueno, y si viniera ¿qué? —aseguró Alfredo, apretándola contra sí.
El vaho de La Quinta dejaba de ser de grosello al anochecer: se iba volviendo de comida mala, de aguardiente mataburro, de catre con chinches. El ciego Macario tocaba cerca de la puerta y lo olfateaba. Sobre las cuencas hueras le yacían los pétalos cobrizos y secos de los párpados. También él, un día, había bailado sanjuanes en su
sierra. Esta noche, la música que sus dedos lanzaban despertaba su angustia, diciéndole que la desgracia de sus ojos, por ser tan grande, provenía de Dios.
A Rosa Ester le brincaba el cuerpo de gusto.
—Oye, ¿tú tienes una enamorada que se llama Jarifa?
—Tenía. Ahora te quiero a ti.
—Mentiroso.
El brazo de Alfonso le ceñía de fuego la cintura, parecía alzarla. Sentía sus senos aplastarse contra el pecho de él. No llevaba cuenta de los vasos. Debía estar borracho. Tres veces había salido a orinar al patio. No dejó que la siguiera. Le había pedido lo que le había pedido. Y ella quería darlo. La detenía un recelo de las hermanas mayores.
—Es casi de noche. Verás que tus ñañas no les niegan nada a Baldeón y al Pirata. ¿Qué dices, Jarifa?
—¡Qué gracia! Si hace días, después que a Manyoma lo enchironaron, que Rosa Elena lo mete a dormir a Alfredo. Pero no te niego, lo que te digo es que te esperes...
No era sólo sed de vida lo que arrojaba a Alfonso, a la diversión. Era también pose romántica de la que se burlaba él mismo. Abrazaba a Rosa Ester evocando a Gloria, a la que todavía llevaba en la sangre. Hacía el papel del desesperado de la orgía sarcástica. Espronceda inmortalizó una de sus borracheras con una hembra llamada Jarifa. ¿Cómo no acordarse de los versos deslumbrantes, este rato, al digerir, amargura y claro de jora, menos solemne pero más sabroso que muchos vinos?
—"Ven, Jarifa, trae tu mano, ven y rózala en mi frente", ¡Maldita sea! ¿Y el alma?
Su alma había ido siempre sola, aspirando a una fusión espiritual, en la que ponía el interés de que constituyese casi una justificación de la vida. ¿Fue el amor o fue Gloria la que no respondió? ¿Qué importaba ya? Se tenía rabia por haber creído que el ensueño se alcanza. Fue el delirio de beber su queja virginal, el de sus ojos en éxtasis, el de) sueño de abismo que parecía hacer volver a nacer y ser culminación de millares de noches anteriores del mundo.
Una frescura de seda les bañaba las sienes. Sus bocas murmuraban palabras eternas. Gloria reclinaba la cabeza en su brazo. De los corrales, al pie de la casa, subían los ruidos del ordeño. Tibios y espumosos; debían chorrear como de azahares, entre los dedos morenos del peón, los hilos de leche que azotaban los fondos de los tarros. Escuchaban.
—Ya está rosadito por el estero, ya mesmo clarea ¿no patrón?
Gloria le apretó el brazo.
—Mi viejo ha bajado, hijito. ¿Y si me ve, ahora al salir a la galería? Me voy.
—Espera, todavía está oscuro.
Apartó la gasa del mosquitero: en el cuarto aparecían los objetos. Los ojos se agrandaban en las caras vagas.
—No me retrases, chiquito. ¿O es que jugamos a Romeo y Julieta? Ya amanece, oye los olleros,
—No, Es el estero en el barranco.
—Ya va a terminar el trabajo en el corral.
—Los azahares se cierran de día, y aún huelen.
—¿No ves la claridad que entra por las rejas?
—Es la luna.
—Tonto, ¡sí no era noche de Juna!
La retuvo todavía, haciéndole cosquillas, cuchicheando. Gloria ahogaba la risa en la almohada.
—Déjame, negrito, que por los juegos nos van a pillar.
—¿Qué importa? Nos casamos un poco más pronto.
—¿Qué dices?
Su voz se había hecho de hielo. Creyó él percibir su conocida sonrisa de desdén. Como si involuntariamente se retrajera, se cubrió pudorosa con la sábana.
—¿Y quién te ha dicho que vamos a casarnos?
—Esta noche... Tus besos... Creía...
Se odiaba por su balbuceo.
—¡Ja, ja, ja! ¡Valiente negocio! ¿Con que te gusta la plata de mí padre? ¡Todo en casa, como sobrino y como yerno!
Alfonso se levantó. A sus pies se abría un precipicio. Apuntó con el índice a la puerta. Su voz, a su vez glacial. Le escupió:
—¡Ándate!...
—Alfonso...
—¡Ándate, antes que te pegue!
Cuando volvió a darse cuenta de lo que lo rodeaba, habrían minutos o meses que se había ido. Le quedó su fragancia en las manos, en la piel, en el alma. Aún hoy que hacían siglos ya de esa noche, no lograba olvidarla, ni con otra mujer en los brazos, bailando medio ebrios.
No podían faltar en la chichería fritadas y hornado, Rosa Elena encendió dos lámparas que hicieron fulgir el empapelado y las caras brillosas. Alrededor de una mesita de palo, comieron, enlazando las manos y restregando las piernas por debajo. Continuaban bebiéndose el sol de la chicha. El arpa, fina, fina, cosquilleaba las nucas. A intervalos bailaban, apretándose. Al compás, Alfredo hundía un muslo entre los de Rosa Elena, se le adhería del bajo vientre al pecho, como había aprendido en los cabarés de la avenida Quito. Ella alzaba la cara, con los labios entreabiertos, bebiéndoselo. Sus noches eran fiestas de caricias desde que se conocieron, pero seguían teniéndose sed.
—¿Tienes miedo de que venga Manyoma?
—¿Contigo? ¡Loco! ¡Me gustara!
A través del arpa, remota y a veces dolo rosa, oía Alfonso como el rumiar de un animal, los dientes del ciego, mascando cuchicaras. La habitación era una jaula escasa, que olía a agrio. Saliendo, los aguardaba el patio, bajo el cielo desnudo, a la sombra y al rumor del grosello.
—Jarifa ¿no te gusta mirar las estrellas?
—¡Hijito, no me acuestes aquí, que me vas a hacer una pushca el vestido!
—¿Y entonces?
—¡Pon el saco en el suelo!
La brisa olía a yerba tibia y a distancias nocturnas. Encima de los chatos techos sombríos, ascendía el halo del alumbrado de la ciudad, lejos, lejos. Del cálido regazo de Rosa Ester, de sus caderas, en ondas de goce, tan perfectas que eran musicales, trepaban a él la ardentía de la tierra y la de la mujer. Los párpados de ella velaron el platino de luceros que le rieló fugaz. ¿De dónde venía ese escándalo importuno? Golpeaban voces:
—¡So perra!
—¡Manyoma!
—¡Fuera de aquí, matón desgraciado! —Alfonso, al acudir, aún deslumbrado, pudo verlo: mulato mal encarado, melena revuelta, frente estrecha, cicatriz en el pómulo y ojo sanguinolento. Reía, trompudo, desdentado, sólo con los colmillos salientes, en gesto de animal amenaza. Había venido con varios otros. No hubo tiempo de entretenerse en suponer cómo saldría de la cárcel o en admirar su aspecto y su hedor a mallorca. A voz en cuello puteaba a Rosa Elena.
—Bueno, basta de profanar, largo de aquí —se adelantaba Alfredo.
El, Alfonso y El Pirata, resueltos, se enredaron a puñetazos contra los intrusos. Las muchachas, chillando, salieron tras ellos a la calle. Se escandalizaba el barrio sin impedimento, pues a sus tinieblas no se atrevían a entrar los pacos. Alfredo Baldeón encamotado con una mujer era invencible; tragueado era loco para pelear. Manyoma y los suyos huyeron. Por meses, por años, se habló en La Quinta de aquella pelea. Por esa noche, las tres Rosas premiaron entre sus brazos, entre sus piernas a los vencedores. La boca de Alfonso sangraba.
El Pirata comentó:
—¡Hemos peleado como gatos boca arriba!
4
Silbó frente a las persianas del departamento de su amigo. Supuso que la familia estaría almorzando. Alfredo iba a marcharse, para volver más tarde, cuando se asomó
Paca. Al mismo tiempo que le respondía el saludo, inclinando la cabeza, llamó al hermano:
—Alfonsito, te buscan.
Alfredo esperó, pateando el filo del portal con la punta roma de su zapato. Pensaba en las mujeres que eran sus recuerdos y en Leonor que era como su novia, su esperanza; la más lejana, Trifila, allá en su tierra esmeraldeña. Venta a él porque su suerte o su gusto otra vez lo aventaban lejos del Guayas. Ahora no era fugado. El taita no sólo consentía sino que aprobaba: porque el viaje era a tierra extranjera, a Lima, y es bueno que los mozos corran mundo; porque Alfredo no iba solo sino con su tío Miguel; por último porque había comenzado a notar al hijo demasiado enamorado de la obrerita esa, y le parecía conveniente que se alejara una temporada, no fuera a salir con la temeridad de casarse tan muchacho. Se iba, pues.
Alfonso, que acababa de regresar del trabajo y reposaba en la hamaca, salió con ese aspecto de gato deslumbrado de los empleados de oficina después de sus labores.
—¿Qué hubo, hermanito?
—Vengo a despedirme, Alfonso. Me voy a Lima.
—¿Te vas a Daule? ¿No quedamos en ir juntos ■a próxima vez que fueras a visitar a tu mamá?
—Me voy a Lima.
—¿No digas? ¿Cuándo? ¿Cómo así?
—Me voy esta noche, con mi tío Miguel, en el pailebot en que él anda embarcado. Me da un poco de pena por la hembra, pero ya volveré. Lo mismo dije de Esmeraldas.
En esta ocasión Alfonso le extrañaría más.
—Tú eres medio trastornado. ¡De repente ese viaje!
—Leonor está tristísima. Dice que no he de regresar, que me he de quedar con las peruanas, que son macanudas... Pero yo la quiero. ¡Aquí también he tenido hembras a todo pasto, y siempre ella es ella!
—¿A qué hora te embarcas?
—A las ocho, el pailebot zarpa a las nueve.
—Yo voy a tu casa para ir hasta a bordo contigo.
Alfredo se alejó y el amigo siguió con la vista su camisa gris, hasta la esquina. Claro que iba a echarlo de menos. En los últimos tiempos las jaranas y bailes los hacían verse casi a diario. Se quedaba sin compañero para la diversión, en la que, desde el fin con Gloria, refugiaba su soledad. La soledad aumentaba: pero hacía tiempo ya que se proyectaba ante él, como se ve avanzar por el suelo el borde de la sombra de una nube.
5
A paso lento, había vuelto de la fábrica. Se asomó, por hacer algo en su vacío. Una cometa, desempapelada ya por la intemperie, pendía del alambre telefónico, frente a su ventana. Hacía tres días, la tarde en que, antes de embarcarse, se vino a despedir Alfredo, juntos la vieron interrumpir su leve sesgo, enredarse y quedar aprisionada. Leonor conocía al muchachito de la covacha cercana que, hasta anochecido y cuando ya su zambo estaría lejos, tal vez en la mar, pugnaba por soltarla, acompañado de otros.
—¡Honda! ¡Honda!
—¡Jálala con el hijo de allá!
—¡Ya hiciste tu brutalidad, ya no la bajas nunca!
Las voces de los chicos discutiendo, se alejaron. Leonor, sin poder soportar la visión de la calle, vencida de abandono, se fue a dorar a su cama.
Cuántas noches la vida le había parecido suya propia, asomada ella y él de pie en el portal, muy juntos, secreteándose, mirándose. Al revés que ahora, el barrio sin transeúntes y más tarde sin muchachos jugando, les parecía una bendición. Alfredo la besaba y su mano te buscaba los senos. Ella temblaba, pero sin manifestarle su temor, le apartaba la mano; un instante después él volvía. Si estuviera, hoy lo dejaría no más acariciarla y hasta le contaría al oído esa especie de suave frío estremecido que la embargaba, atrayéndola a él, cuando acertaba las puntas.
La cometa, reducida a dos cañitas cruzadas y a harapos de papel descolorido, al paso del viento cabeceaba sin desprenderse. ¿Sería cierto que las lechuzas son de mal agüero? En la palma de la cuadra anidaban muchas. Volaban sobre el chalet y cuando estaba acostada, ella entre sueños arrebujada, tenía miedo y oía complacida la voz de la madre, solemne, entre las tinieblas, maldiciendo primero a la pájara y luego rezando alto. ¿Anunciaba quizá que Alfredo no regresaría?
—Leonorcita, no te vas a pasar llorando todo el tiempo que él esté lejos. Oye: don Darío, el de aquí al lado, me ha traído su ropa para que se la lave. Y va a venir esta noche a visitarnos.
—Usted lo recibe, yo no salgo.
—Sería menosprecio. Tienes que salir. Él es un hombre serio, no es un muchacho. Así distraes un poco las penas, hija.
Ya la señora Panchita lo atendía, afuera. Desde su cuarto, apagada la luz, Leonor pensaba en Alfredo, golpeaba el suelo con el pie, y, atisbando, veía de espaldas al antipático ese: su overol azul sucio, su nuca raspada con navaja como de cura, los movimientos falsos de sus brazos. El brillo de la lámpara caía sobre la cara de su madre. A la primera impertinencia lo plantaba. Sin mirarse al espejo siquiera, cruzó la puerta.
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Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)
Historical FictionLas cruces sobre el agua es una novela publicada en el año 1946 y escrita por Joaquín Gallegos Lara, que lo situó entre los iniciadores del tema urbano en la narrativa ecuatoriana. La culminación y detonante argumental, es la masacre del 15 de novie...