Resaltando en sus manos negras, secas como bejucos, la ropa almidonada se veía de leche. Desganadamente, la vieja tiraba de una en una, de las prendas, recogiéndolas del cordel. Al fin las abarcó entre los palitroques caobas de sus brazos. Iba a entrarse a su pieza, por la tabla mugrosa tendida sobre el lodo, cuando la llamaron:
—¡Comadre, Petita!
¿Quién querría molestarla? Quien quiera que fuese era un intruso en semejante día. Nadie le traería consuelos, ni ella los toleraba. Toda su vida había pasado tiesa como palo de escoba, sin apoyos ni lloriqueos. A lo más se había rascado con rabia las pimientas de la cabeza, renegando en voz baja, que no la oyera el Niño. ¡Sí era su consentido! Por él, más que por sí misma o por los nietos, la afligió la actual desgracia. Lentamente viró la cara:
—¿Quién me busca?
—Yo, su comadre María.
La voz de Petita era entre ronca y cascada:
—¡Aja, comadre, qué milagro! Véngase,
Como los de todas las covachas, el cuarto era de tumbado bajo, y estaba ya oscuro en la tarde invernal. La cama de hierro poseía pilares para colocar toldo. —No la veía desde que se cambió. ¿Qué sabe del ahijado? ¿Sigue preso o ya anda dándole dolores de cabeza? —¿Le contaron, comadre?
—En el barrio se supo cuando regresó la hija de la vecina Jacinta.
—¡Le acumulan un robo comadrita! Yo especulo que no ha de ser. ¡Pero capaz! ¡La desgraciada! ¡Y estas perras mujeres! Para darle sedas y chapas a la Margarita ha de haber sido...
—No, María, hay que reconocer lo que es, aunque sea contra una. Si él fue el que la fregó: le pegaba y hasta dizque la tuvo en el burdel de la Emperatriz. ¡Malucón mismo es el ahijado!
—¿Y ahora qué es de ella, de la Margarita?
—Yo no sé que le pasaría, regresó, estuvo un tiempo con la mama, y de nuevo se largó. ¡Y que no se fue con nadie¡ ¡Quién sabe! Habría quedado ya maleada. —Bueno comadre Petita, aunque él sea como quiera, siempre una es madre y le duele. Yo me vine donde usted que es mi paño de lágrimas, a ver si le habla al señor
Pareja para que él influya con el comisario Garaicoa, el que le mientan Guayacán, que lo tiene a sus órdenes y que dizque lo va a mandar a Galápagos o a picar piedras a la cantera del cerro y cortándole el pelo a papa. ¡Hasta lo va a hacer retratar entre los mañosos!
—¿Y qué es del maestro Moncada ? Él como tío...
—Se fue a Vinces a un trabajo que se le presentó. ¡Y allá le han caído unas tercianas que lo han dejado en los huesos! ¡Si no se gana para penas en el año!
—Eso sí que es de veras, comadre. ¡Las que yo estoy pasando!
A otra no le hubiera contado. María era su comadre y vieja amiga. ¿Cómo ocultarle lo que de todos modos se sabría? Ese día había ido, envolviéndose en su manta de seda, intacta, aunque hacía tantos años que Pareja se la trajo de Lima, a la Escribanía, a firmar la venta de la covacha.
—¡Ya los pobres no podemos tener casa! ¡Mi covachita, María, mis cuatro cañas viejas! Cuando vine al barrio casi nadie había... Todo era algarrobos. Al poner la fábrica en la otra cuadra hubo gente que quería alquilar. Así fui parando lo demás... ¡Quién me iba a decir que la misma fábrica me quitaría!...
Perder la covacha era perder un pedazo de la existencia. Aunque últimamente era un engaño llamarse dueña: no era más que carne en butifarra, entre los bachiches de La Florencia que le cobraban los intereses de la hipoteca, y los inquilinos—en su mayoría obreros de la misma fábrica— que no pagaban los arriendos, Y lo peor era que ella creía que no era culpa de los inquilinos: les habían rebajado los jornales y la vida se ponía cada día, cada hora más cara.
—Señora Petita, por favor, espere unos diítas... Cuatro años he vivido en su covacha y siempre he cumplido... dos chicos enfermos...
Ella no tenía corazón para botarlos, plantándoles los trastos en la acera como hacían otros. ¿Cómo iba a hacerlo si vivía ella entre ellos y veía sus vidas? De cada diez, nueve estaban tísicos de hambre. Las mujeres lívidas parecían desenterradas. Los muchachos eran verdosas arañas barrigudas que comían tierra. Los hombres hinchaban lomos y piernas duros, pero sus costillares eran de arpa y sus caras escuálidas. ¿Y qué era su covacha, todas las covachas semejantes entre sí, que ocupaban manzanas de manzanas? ¡Barracones de caña con los techos perforados y los pisos, podridas las riostras, flotando las tablas sobre agua y fango! ¿A eso llamaban ciudad, solamente porque en el centro los ricos poseían unas cuantas mansiones de lujo? Ella era una pobre negra vieja y no un señorón propietario; nada tenía y hasta su covachín se lo arrancaban, pero antes se dejaba morir de hambre que botar a un infeliz a la calle.
Los bachiches de La Florencia no iban a dejar en el barrio casa o solar de que no se apoderaran. Apenas compraban una más, la hacían pintar de color chocolate,
producto que elaboraban. E iban ganando esquina tras esquina, los pardos edificios y cercas.
—¡Comadre, Dios los ha de castigar! ¡El Niño, el Niño, usted que toda la vida ha sido su devota! Y ahora que caigo ¿la semana que viene no es Nochebuena? ¿Cómo así todavía no ha hecho el Nacimiento? Otros años a esta fecha ya ha estado...
La vieja suspiró:
—Este año no hago... ¡El primero desde que soy Petra Martínez!
Creía que el Niño no se resentiría. ¡Para quedar mal, mejor no hacer nada! Guardaba los juguetes de años pasados ¿y no se agregaría ni uno nuevo? Los nacimientos de ella habían sido afamados: hasta blancos habían parado sus autos a la puerta de la covacha, viniendo a conocerlos. Siempre les hacía decir tres misas: en Navidad, Año Nuevo y para los Santos Reyes. La víspera de cada una, hacía velorio con el fin de madrugar mejor: reunía un pueblo de invitados, del barrio e incluso de otros barrios. Brindaba, sabiendo portarse. ¿Con qué iba hoy a sostener el esplendor de sus agasajos al Niño? El año entero era un largo preparativo de sus navidades. Nada igualaba su gusto en las alboradas, al partir a la iglesia—¡con su Niño!—y con el cortejo de pastoras vestidas de blanco, cantando en la calle, al son de una banda del pueblo que ella contratara. Era un desfile alegre en que marchaban danzando ángeles de alas doradas, en compañía del diablo de colorado y cachos, y los tres Reyes, el negro, el blanco y el yumbo. Solamente el diablo y el rey yumbo se quedaban a la puerta, fuera del sagrado templo. — El Niño mismo la tiene que desquitar, hasta para recuperar sus misitas. Así es que, comadrita ¿me le habla al señor Pareja?
—¡Claro, por mi ahijado! En cuanto venga le digo.
Al quedar sola, la aflicción la hizo pensar como en un refugio en él. Aunque tenía dos hijos, Petita era joven cuando se metió con Pareja. El, a pesar de su familia, supo serle consecuente. No se casó por no hacer más escándalo. Pero transcurrió a su lado la existencia sin desamor ni cansancio ni riñas conyugales: él blanco, rubio, de ojos aleonados, con ella no solamente amarcigada o morena sino negra carbón, eso sí no jetona: fina de labios y narices.
Juntos a través de las vicisitudes, ella lo cuidó, lo salvó, cuando un tranvía eléctrico —maldita novelería— le cortó la pierna derecha, muslo arriba, cerca de la ingle. Desde entonces el barrio lo veía con su enorme muleta, ya que era corpulentísimo, saco café, pantalón blanco y sombrero tostado, acudir como siempre a la covacha de la negra que era su mujer, que había sido su esposa, su destino.
—¿Qué habrá visto el Cojo Pareja en esa negra mohína? —decían.
—Deben haberse querido cuando están juntos cuarenta años.
Para él también sería un rudo golpe la pérdida de la covacha. Sabía de la hipoteca; no las últimas exigencias ni el final ocurrido esa tarde. Petita tendría que contarle: sin lágrimas porque ambos eran fuertes.
2
Extendió su pata, su pata grandota, polvosa, de uñas de cacho, descalza toda la semana y sólo los domingos engrillada por los botines, al sacar a pasear a Juana de Jesús y a los chicos. Jugó con el yute del tendal y entre el dedo grande y el segundo, atenazó una pepa y de un apretón la hizo saltar al lado opuesto del patio de la Casa Exportadora. Otro del grupo de cacaoteros descansando, le gritó:
—Hecho el chiquito entretenido. ¡Gallinazo manganzón!
—¿Qué fue? ¿Hay o no hay el embarque?
—Hay que esperar todavía.
No era entretenimiento: antes pensaba, como raras ocasiones se lo permitían los sacos de cacao, doblegándole el hombro. Aprovechaba de la espera. Se le había ocurrido preguntarse el porqué de una porción de cangrejadas.
¿Por qué antes le alcanzaban para el arriendo de su puerco cuarto en la Quinta Banife, para el pulpero, la ropa de ella, de los chicos y de él, y hasta para echar trago, los cuatro sucres diarios, y ahora debía tanto a todos, que ya nadie le fiaba?
¿Por qué su hijo era tan mapioso que tenía tres años y todavía no caminaba, siendo él tan recio que, con sacos de dos quintales al hombro, se andaba ciento cincuenta veces al día la distancia entre el tendal y los lanchones muelle afuera, atravesando el Malecón, ciegos de sol y sudor los ojos, y después de noche le quedaban fuerzas para darle gusto a su Juana? ¿Y qué era lo que a él se le amarraba en el guargüero cuando el chico hecho una lagartija, se arrastraba por las tablas terrosas, y le jalaba el pantalón, habiéndole con una vocecilla quebrada?
—Papacito ¿y yo cuándo camino?
¿Y que haría él si te sucediera lo que al Loco Becerra, cacaotero como él y su vecino en La Quinta?, egresando de un embarque, a la madrugada, al entrar a su cuarto, en las tinieblas cayó una silla y una sombra pesada brincó por la ventana a los callejones y vericuetos del barrio, más que barrio, madriguera. Raspó un fósforo y la Julia, su mujer, desnuda, se le arrodilló, tapándose y pidiéndole perdón. El Loco le ofreció perdonarla si le decía quien era el tipo.
—El gordo Fantasía, el cobrador del arriendo...
Debían seis meses. Al Loco le había ofrecido prestarle la plata en esos días. Pero a Julita chica, la hija de los dos, se le veía el cuerpecito por los rotos del vestido e iba a la escueta descalza. Si la plata del arriendo... Fantasía le prometió entregarle cancelados los recibos si lo dejaba entrar. Becerra cogió un cuchillo y fue a buscar al gordo cobrador. Soto consiguió herirlo e ir a la cárcel. ¿Y qué haría él, el Gallinazo Morales, si Juana de Jesús hiciera lo que Julia? ¡No, ella no lo haría! ¿Y acaso no debían el arriendo y la comida? La otra no era una perra. Si lo hizo fue por su hija. ¿Y no tenían dos chicos Juana y él? ¿Cómo condenarla si caía, ajo, maldición? De él dependía, de él.
—Pueden largarse, ya no hay embarque hasta mañana.
Con el olor a hembra del cacao seco en las narices y la piel, Gallinazo salió al Malecón. Se prendían focos eléctricos y corría viento. Et empedrado, aún estaba tibio de la jornada de sol. En La Quinta no había alumbrado. Entre la copa de un árbol de mate titilaba un enorme lucero azul. En la sombra de los covachones amontonados se oía chorrear agua. Al pie de un último nubarrón sangriento del poniente, detrás de unas cercas negras, se apagaban ladridos.
Gallinazo cruzó de piedra en piedra el fangal de la plaza de San Agustín y subió la escalera de la Sociedad de Cacaoeros "Tomás Briones".
3
Salió de la pulpería, desesperada. ¡No querer fiarle ni un real de sebo la hija de perra esa de la negra Dominga! Para lo que servía era para revolcarse con los choferes y los lamperos de la cantera. Claro, como su Cirilo era viejo y no se ocupaba de semejante espantajo, pues la tenía a ella, su Rosa, no era capaz ni de prestar un cabito para embarrarle en el cuello, el pecho y la nariz, al pobre, que se moría de tos.
Iba a llover: se respiraba lluvia en el aire nocturno que, por el lado del camino del Hospicio, traía también el olor a mangle del Salado. Caerían goteras hasta encima de Santiana. Lo podían matar con la tos, la calentura y el costado que lo hería.
—¿Dónde va tan sólita, negrita linda? ¿No quiere que la acompañe?
—¡Sepárese, ábrase, o lo rompo a piedrazos! —replicó Rosa inclinándose y cogiendo un pedruzco como el puño.
— ¡Ya ve a lo que uno se expone por acomedido! ¡Brava había sabido ser! ¡Deje ese genio, vea! ¡No es para pasar bien la vida! —¡Váyase al diablo, so liso !
¿Iría hasta la tienda La Estrella frente a la cárcel, o hasta la puerta de Zinc, donde tenía una conocida, dueña de un puesto de carbón? Le daban miedo El Potrero y el
camino de La Legua, que eran lodazales y yerba que tapaba, más afta que las cabezas de la gente. No había piedras para defenderse y podían caerle entre varios. A cuántas mujeres y muchachas no les habían hecho fusilicos, por arriesgarse de noche, o aun de tarde, por allí. Cirilo se lo había prevenido.
Caminando hacia la covacha, las primeras gotas de llovizna le cayeron en la cara. Al entrar vio que todavía duraba el candil: al trasluz, la botella mostró terminada la kerosina. Acarició con su mirada el rostro excavado, febril, en que surgía la calavera, del viejo cholo, que era su marido y la única persona en el mundo que había sido buena con ella.
La criaron en una casa de blancos, a puntapiés y cocachos. A los doce años la tumbó el jovencito hijo de los patrones, en la soledad de una buhardilla, dejándola medio muerta. No bien sanada, la mamá del joven la botó, motejándola de arrastrada y volantusa.
Odiaba ser sirvienta y rodó de casa en casa. Se largó con un policía que la mantuvo con palizas y concluyó por hacerse cuartelera. Un mal contagio la tiró al hospital. Al darle el alta, no tenía donde ir. Vagó, sin fuerzas para alejarse del contorno. Santiana que era barretero en la cantera, la recogió, desmayada de hambre, a la puerta del panteón, tres días más tarde. La llevó a su cuarto donde vivía solo. Le habló con dulzura, le dio de comer, no le exigió nada. Repuesta, cocinó, lavó, cosió para él. Lo quiso como quieren los perros. Una noche, al fulgor del candil, desde el tendido donde dormía, frente al catre de él, Rosa lo miró extrañamente a los ojos; sonrió:
—¿No viene?
Llovía ya, y el viento se lanzó a patear la puerta. El techo era de zinc y crepitó como apedrado. Rosa, contrayendo el vientre, separó el catre, empujándolo con ambas manos. ¿A qué horas se acababa la kerosina del candil? Era inútil mover el catre. El techo era un cedazo. Había goteras para los huesos de los dos. Con la cobija gris hasta el cuello, Cirilo tosía y temblaba. El estrépito del zinc se hacía infernal. Tocar el piso era flotar. Las cañas filtraban filos de vidrios rotos de aire. El candil se apagó y Rosa sintió un terror de niña. Se acostó suavemente al lado de Santiana. Percibía entrechocarse sus rodillas. Entre tos y tos, le habló con la mandíbula sacudida:
—Vos sabes lo que tengo Rosa, Rosita... Ya no se puede aguantar más. Te matas trabajando, y yo llevo tres meses aquí acostado, sin ir a la cantera. Vendimos mi barreta, todo... ¡Veinticinco años acompaño a estos blancos y el pago es éste, después de haberles sudado la vida! No puedo más. De que claree, quiero que me lleves al hospital, no mejor dicho al Calixto Romero...
—¡Al Calixto no! ¡Al Calixto no!
4
Se había hecho un rugido su voz de mujer y lo abrazaba. El asilo de tísicos era el zaguán de la muerte misma. El pueblo entero vivía bajo el horror de verse obligado a caer allí, de donde no se sale. Ella, trabajando, conseguiría para darle de comer y para los remedios. Si fuera necesario, hasta mendigaría, Cirilo no estaba tísico. Iba a curarse. ¿Podía perecer así el único hombre bueno que existía en el mundo? Ambos se recogían ateridos, huyendo a las goteras El aguacero retumbaba más. Rosa trataba de transmitirle un poco del calor de su regazo. —¡Al Calixto no! ¡Al Calixto no!
4
En la balsa creían que Cuero Duro era idiota. Hacía todo el trabajo que le mandaran, sin cobrar jornal ni propina, solamente por la comida. Llegó un año antes, el veintiuno, en una canoa que venía del campo, de arriba. Descalzo, con ojos de buey manso, bigotes achinados y gestos lentos, le gustaba muy poco hablar.
—Vengo a quedarme. Allá no hay trabajo... —dijo y extendió el brazo vagamente sobre el plumón de garza del río con sol.
—¿Por qué no hay trabajo?
—La escoba de bruja... la peste... el cacao se acabó. Franco, el balsero, al que apodaban El Paiteño, recordó, en efecto, haber visto mucho montuvio quedado en la ciudad. Trataban de ganar cargando en el mercado. Comían guineos como antes sólo los cargadores serranos: guineos y nada más. Invierno y verano se encontraban costaladas de ellos durmiendo en los portales del Malecón. Morían y no se sabía: los llevaban a la morgue.
Cuero Duro tenía caras conocidas en la balsa:
—Don Franco, yo le ayudo. Deme una posadita. No me gusta el trabajo tierra adentro. Extraño el agua...
Barría, baldeaba, cargaba fardos, se levantaba a media noche a meter mano en la acoderada de lanchas, vapores y canoas; comía lo que le daban, casi no hablaba; recibía las bromas brutales de los marineros y boteros, respondiendo con la silenciosa espuma de su sonrisa, bajo los cuatro pelos de los bigotes.
—¿Extrañas el agua, Cuero Duro?
—Sí. Allá era orilla.
Arrastraba las palabras: tal vez más allá de ellas veía tembladeras de lechugales flotantes o vegas de gramalote y pausadas corrientes verdinegras, remansándose o acordonándose, según las curvas de los barrancos y playones.
—Yo me creo que vos no extrañas nada el agua...
Cuero Duro interrogaba con los ojos.
—No, no extrañas el agua, lo que pasa es que allá adentro veías lejos los fréjoles...
Cuero Duro no se reía; hacía un gesto de aflicción cómica con las cejas y se iba a buscar qué hacer. Pero las tardes de los domingos no había trabajo ni tampoco ociosos chacoteando en las balsas. El Paiteño se iba, cerrando con candado la caseta. Se quedaba él afuera cuidando, y mirando correr las cobrizas ondas turbias. ¿Pensaría en su familia, en su choza, en su monte? Esa tarde siempre fumaba un cigarro. A ratos, con el humo se deslizaba la queja de un amorriño ebrio.
5
El reloj de pared dio las ocho. Áurea, inquieta, dejó la costura. Se asomó a la ventana. Seguro que ya Gabriel andaba bebiendo. Si no, no se tardaría así. En el mal alumbrado Paseo Colón no vio un alma. Más allá del fortín, distinguió la estación de tranvías de mulas, igualmente desierta. Una luz, de alguna balsa, señalaba el filo de la ría en tinieblas. Apretó los dientes de despecho.
—¡Zoila! —llamó, involuntariamente, imperiosa.
—Mande, niña
—Anda hasta la esquina de Malecón y ve si viene el carro urbano,
—¡De gana la hace caminar a una! ¿Se cree que porque yo las aguaite vienen más duro las mulas?
—¡Anda so mierda! —taconeó Áurea, chispeando sus ojos azules.
La chola obedeció. Acodada en la baranda, Áurea sintió tras sí casi como una presencia la soledad del departamento bajo, que Gabriel y ella llamaban su nido. Soplaba la sombra de los cuartos de servicio, el corredor donde tendía su petate la Zoila, el dormitorio con el amplio fecho, los tabiques cremas y el retrato de los dos, cabeza con cabeza; hasta la salita donde ella esperaba, dotada de muebles de bejuco, cuadros y un armario a través de cuyos vidrios asomaban sus lomos de cuero Las vidas paralelas, de Plutarco y las Poesías, de Olmedo.
—¿Qué fue, chola?
—Viene lo menos por la calle Padre Aguirre.
Ya adentro, la sirvienta se rascó la cabeza y bostezó:
—¿Me voy a mi pulguero, niña?
—¡Pero ya sabes que si te necesito te levanto, aunque patalees! Y ponle primero llave a la puerta.
Volvió a coger la costura. Mas, la sacudió una rabia repentina y la arrojó. Que se fuera al diablo Gabriel con todos los piojosos oficiales con quienes bebía! Las nubes blancuzcas descendían hasta las palmas del parque. El carro había llegado: se veía su interior vacío y en penumbra. Una racha de aire de la ría dilató las aletas de la nariz de Áurea.
—¡Verás lo que te pasa, condenado! —chistó entre dientes.
Mirando alrededor como se mira a solas, rió cálidamente. Lo cumpliría. Desde que, hacía año y medio, de guarnición en Riobamba, Gabriel, que antes siempre fuera sobrio, se dio a embriagarse, Áurea lo sentenció sin vacilar:
—¡Tú sabes, mi capitán, lo que te quiero! Tú lo sabes. Pero lo que es borracheras no te aguanto. Las noches que vengas tragueado, tienes que hacer cuenta que no soy tu mujer. No dormirás conmigo ni me tocarás ni un dedo, ¡Antes me mato!
El sacrificio de ella era tan grande como la privación de él. Se adoraban no sólo en alma y destino sino en cuerpo y deseo. Al sólo ruido de sus pasos, latía más loco el corazón de Áurea. Lo amaba.
La tarde que lo conoció quedó deslumbrada, como cuando miró cara a cara a un rayo. Fue en la plaza más pequeña de las dos de Portoviejo, ciudad donde nacieran. Las crecientes del río la inundaban hasta hacerla navegable. Los dos, en vestido de baño, cada cual en su balsilla, bogaban con los rostros y los cuerpos salpicados de lentejuelas de gotas, y los cabellos —de betún de él, de oro de ella— chorreados y pegados a las sienes.
—¿Tú eres Áurea, la mocosa de enfrente de don Fermín?
—¿Tú eres el antipático que cantaba Rosa de Castilla?
Se enamoraron de la calle al balcón, de la carta a la carta y de la mano a la mano, en misa, los domingos.
Pero por ello Gabriel tuvo que pelear a puño limpio con tres hermanos de Áurea a la vez. Al mayor hubo que llevarlo a una clínica. Pero la madre de ella conocía la vida y comprendía los corazones.
—¡Mi hijo Carlos mismo tiene la culpa si el enamorado de la hermana lo ha malparado! ¡Atacar entre tres! Esto no se había visto nunca en Manabí. Si no fuera porque es mi hijo, diría: ¡bien hecho, ve! Áurea, hazle decir al joven ese que venga a hablar conmigo.
Un mes después pasaban la luna de miel en una hacienda de la madre de Gabriel, gozando de un invierno tropical en el monte, con temporales y aguaceros dignos de su violento amor.
Llevaron quinina, pero no la tomaron. Nada podían pantanos ni mosquitos contra su dicha y su salud. Creían vivir una luna de miel como ningunos otros vivieran.
¿Qué importaba toda la vida anterior? ¿Qué importaría la de después? La pasión les concedía su instante infinito. En las noches, el calor oprimía la casa de hacienda, asfixiaba la alcoba, los apretaba a los dos, que mutuamente se veían fosforescer los ojos. Mezclaba su sudor, su placer, su saliva, su sueño y su sangre.
Otras veces los juntaba la tempestad en el río. Llovía en los Andes. El agua preñada se abalanzaba en turbia carrera, derribando barrancos y árboles.
Bramaba como los toros tras las rejeras. Áurea y Gabriel sabían nadar. Ni peones ni aves ni pejes los miraban. Seguramente sólo Dios los veía. Desnudos y besándose se echaban a bracear. ¿Cómo olvidar esas tardes en el agua, a la luz de los cuerpos tibios y los cielos retaceados de rayos, dejándose arrastrar entrelazados, río abajo, sin miedo a nadie ni a nada? Más tarde, cuando ella lo hacía rezar acompañándola, ambos le pedían perdón a Dios por tanta dicha.
Al conocer a Áurea La Torre, Gabriel Basantes era cadete recién egresado como subteniente. De vuelta, encontraron en Portoviejo un telegrama de Quito, que lo ascendía y lo destinaba a Loja.
De allí, en los nuevos años vagaron por cinco o siete ciudades al azar, de donde acantonaba su regimiento. Era una vida de gitanos, como decían las esposas de otros oficiales. Pero a ellos, especialmente a Áurea, les gustaba.
En Riobamba, al pie del Chimborazo, en jornadas plomizas y noches glaciales, Gabriel aprendió a beber. De nada valieron quejas, riñas o llantos de ella. Las cervezas y los canelazos se vertieron en su garganta y en su vida, ya sin detenerse. Áurea estalló al fin: impuso su separación total las horas de embriaguez. El se contuvo un poco, pero no se corrigió. A mediados de año lo ascendieron a capitán y lo adjuntaron al grupo de Estado Mayor de la Zona Militar de Guayaquil.
Esta vez Gabriel pareció corregirse. El puerto alegre, ruidoso, asoleado pero azotado de frescura por el verano, volvió a incendiar sus noches. Mas el renacido idilio no duró mucho. El jefe de zona, el general Panza, era un serrano, chupista insigne. Pronto Gabriel volvió a emborracharse con él y otros oficiales.
—¡Maldita sea! Y al fin ¿a qué horas piensa venir?
Pensando dolorida en el pasado se le había ido el tiempo. El aire olía a polvo lloviznado. La baranda le dolía bajo los pechos. Acababa de dar la media noche, hora penosa, cuando lo vio aparecer por la esquina de la Aduana, tambaleándose hecho una uva.
—Aurita, ¿despierta todavía?
Sin contestar, giró la llave abriéndole. Procuraba apartarse. Gabriel la miraba con la sonrisa rígida de la embriaguez. Su frente, que ella amaba, amplia y curtida por el sol de los soldados, estaba dividida hasta el entrecejo por la gran vena henchida. Los ojos inyectados veían hacia adentro. Le lanzaba el aliento acezante y alcohólico.
—Mi hijita... —balbuceó estropajoso.
Traía desabrochada la casaca azul de botones dorados. Los crespos cabellos se enmarañaban sudorosos. Su brazo vacilante ciñó el talle de Áurea. —¡Imbécil! ¡Gabriel!.. ¡Mi capitán!... ¿Y no me había jurado no volver a ajumarse? —¿La úl... la última!
Pretendió besarla.
—¡Quita ese hocico, apestoso a puro!
—No es puro, sino cognac francés... finísimo... oye, pero óyeme... Mujercita... Aurita....
Mordiéndose el labio inferior de ira, Áurea lo condujo del brazo al dormitorio. Lo ayudó a desvestirse. La atmósfera del cuarto se hacía densa y pegajosa, de calor y de tufo a licor. Con toda la amargura de su vida, ella evitaba las manos de él. Buscaban su cuerpo, esta ocasión no con anhelo de hombre sino con lujuria de ebrio. Gabriel quiso fingirse resentido.
—¡Aja! Me rechaza ¿no? Ya no te acuerdas... ¿Cómo no me botabas allá... en... el río?
—¡Si así borracho vuelves a mentar una cosa sagrada, te juro que te vuelo los dientes de un bofetón!
Gabriel, recibiendo la flecha en el blanco donde ella apuntara, echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Áurea recobró la pureza que amaba en su frente y en sus labios.
Ahora que él ya no la veía sonrió con dolorosa ternura. Lo tapó con la colcha. É! levantó los párpados, mirándola tímido. Susurró.
—Áurea,.. Te juro...
—No jures nada.
Ya no parecía ebrio, apenas soñoliento. Extendió la diestra, pero no a los senos de la mujer, sino a entrelazarla con una de sus manos. Áurea se la estrechó.
Gabriel volvió a bajar los párpados, durmiéndose acaso, con una expresión de enorme cansancio. Afuera la llovizna se deslizaba cayendo sedosa en las piedras.
6
Con la franela sobó el radiador, sacándole brillo. Agachándose, echó un vistazo a las llantas. A él no le gustaba que lo sorprendieran desinflándose en calles apartadas. La gata se hundía en el fango al levantar el carro y cerco, vaso, rueda y llanta, se volvían una cochinada. Desde que aprendió el oficio fue así, muy pronto se ganó el apodo
de Tubo Bajo, precisamente porque no los soportaba.
—¿A qué horas te guardas vos Pancho Loco?
El otro, poniendo un pie en el estribo de su carro que hacía plantón inmediato al de Tubo Bajo, le contestó.
—Si no hubiera llamada, me guardara a las diez, pero se me pone que van a venir a darse los Sello Rojo: y me gustaría. ¡Hace días que no jalo trompón!
El Chino Sánchez que, sentado frente al volante de su Buick, leía Los tres mosqueteros, a la luz del farol de gas de la esquina de Bailen, levantó la cabeza y como midiéndolos les apuntó las arrugas de sus ojos:
—Van a venir y la cosa va a ser de las buenas. ¡Puede haber hasta bala y pueden encontrarse lo que no se figuran esos niños!
Entre el ramaje de los ficus, Tubo Bajo buscó ver la hora en la torre de la catedral. Debían ser las nueve. El parque Seminario dormía bajo su alumbrado de velorio, La hilera de los autos irregular, adelantadas las trompas de unos y otros, tendidas las aletas de los guardafangos, emitía tufos de gasolina cruda, polvo y fierros recalentados.
Tubo Bajo no odió a los blancos sino al tratarlos de cerca. Poco los conocía, antes de meterse a aprendiz de chofer. Trabajaba con la madre que vendía tortillas de maíz en un solar de La Quinta. Le quedaba tiempo para ir a la escuela. Cargaba costales de maíz, ayudaba a desgranarlo, y a molerlo en un molino de manivela, sujeto con tornillos, al guasmo del solar. Más que la escuela, le gustaba atisbar por las rendijas de las cercas los mediodías, a las mujeres que se bañaban junto a las botijas. O brincar sin quemarse sobre las rojas llamas de las fogatas en que cocinaban los chiricanos, O bien atracarse de caldo de salchichas y de chicharrones, los sábados, días que la mama beneficiaba chanchos, para elaborar ayacas.
—¿Quieres dentrar, Ernesto, a servir a una casa? Pagan buen sueldo y los blancos son buenísimos, tratan bien...
Al tercer día regresó, con el cuero acardenalado y la boca hinchada, sin querer explicar lo ocurrido. Afirmó que no volvería donde los patrones y sólo a muchas insistencias, contó:
—El niño me pegó porque no quise darle mi horqueta de algarrobo, nuevecita que me le llevé en el bolsillo... Me dio duro y yo le hice paro y le saqué chocolate de la ñata. La mama gritaba ni clueca y el taita salió bravísimo y me cayó a patadas y yo no le pude hacer nada, porque es viejote, Y me botó diciendo que en su casa no quería atrevidos que no conocen su puesto. Yo lo que es no seré paje. Mejor me embarco de vaporino...
Los autos comenzaban a correr las calles. Arrollaban perros, chanchos y muchachos. Dominaban en verano. Levantando cortinones de polvo, pasaban. Se les veía y ya no se les veía. A las puertas de las covachas, las viejas se santiguaban y llamaban a gritos a los nietos.
Su imperio se acababa al llegar los aguaceros. El auto que se arriesgaba a rociar fuera de las pocas calles pavimentadas del centro, iba a clavarse hasta el chasis, en un lecho de lodo suave. El chofer pedía ayuda al vecindario. Se trababa una batalla que duraba día y noche, haciendo palanca con vigas, lastrando de piedras los surcos, atando sogas a las ruedas y empujando con motor y hombros el vehículo cuyos rugidos escandalizaban la barriada.
Tubo Bajo fue oficial del Chino Sánchez. Pronto cogió volante. Y sólo entonces comprendió el carácter de su maestro y el de los otros choferes más conocidos, los primeros, el Chino Pedro, Gerardi el Viejo, Vaya - Vaya, Seloguardo, Gringo Viejo, Cacapicha, Schaffry, el Gato Pagés y el negro Waterloo. ¡Al tener el volante en las manos, el mundo era de uno! ¡Más que cuando uno se achispa!
Si se le metía un puñete a un paco, teniendo el carro con el motor encendido, quedaba sentado y no sabía ni quién le había pegado. Por el auto se podía hacerles perro muerto a las mecas, y escapar sin pagar de las cantinas. El mismo patrón se sentía intimidado sabiendo que su ilustre panza dependía del cholo hocico estirado que conducía. Ser chofer era ver la vida a través de un parabrisas roto. Tubo Bajo, sin perder su corazón, se halló en un mundo de palabrotas, borracheras, golpizas y velocidad.
La catástrofe vino cuando los señoritos aprendieron a conducir. Ellos también se sintieron dueños del mundo y con más razón. Los autos en sus manos se volvían monstruos devastadores: mujeres levantadas en vilo, eran embarcadas a la fuerza, trasladadas a las afueras y violadas; se apaleó a los transeúntes; se asaltó las fiestas y bailes de las casas de la gente pobre, de arroz quebrado, como ellos las llamaban. Aristocráticos mozos, hijos y nietos de presidentes y gobernadores, encabezaban la ola de violencia. Sostenidos por matones a sueldo y por sus choferes domesticados, organizaron la Liga Sello Rojo. Los choferes de los autos de alquiler tuvieron la Sello Gris. Eran nombres tomados del cine.
La policía, obedeciendo órdenes superiores, se cruzaba de brazos. El pueblo indignado respondió al fin violencia con violencia, organizando su propia liga: la de los Corta-Nalga, Los niños llevaron la peor parte. Muchos quedaron marcados como el nombre de la nueva liga lo indicaba. Ante sus derrotas, empezaron a sacar los revólveres. No sabían dónde acometer a los del pueblo. A los choferes de la Sello Gris los iban a agredir al paradero de los carros de arriendo. Un ataque de esos era el que le había anunciado el Chino a Tubo Bajo para aquella noche.
De pronto chilló el claxon del último auto, un Hoodson de medio uso, apostado en la esquina de la calle Municipalidad.
—i Ya se vinieron! —y el Chino Sánchez con toda calma metió bajo el asiento el libro de Dumas, y empuñando un sacallantas se botó del carro. Unos tras otros, diez o doce autos se adelantaban veloces. De ellos salían brazos armados de garrotes, —¡Viva la Sello Rojo!
Se estrellaron metálicamente las pedradas en las portezuelas y capós. Se quejó un parabrisas hecho añicos y hubo algo como un aullido y sordas maldiciones. Alguien sollozó a voz en cuello:
—¡Me dejaron ciego, maricones!
En pocos segundos se generalizó la pelea de bocacalle a bocacalle. Arreciaba la lluvia de piedras. Se oían los portazos de la funeraria y del bar de la acera opuesta al parque, que cerraban de prisa. Menudeaba el golpeteo de garrote contra garrote. Por segundos las bocinas y cláxones cargaban en un estrépito simultáneo que ahogaba todo otro ruido. Los faroles más cercanos habían sido apagados con certeros cantazos. Las voces templadas de rabia se hacían ininteligibles. Una, elevándose, se dio a entender.
—¡Los Corta Nalga! ¡Los Corta Nalga!
Tubo Bajo, que aporreaba hombros y costillas por no apuntar a las cabezas ya que no quería cargarse la conciencia con un muerto, se supuso que era esa la sorpresa que el Chino anunció que recibirían los de la Sello Rojo, ¿De dónde saldrían tan oportunamente? Quizás habrían aguardado escondidos en el parque. Contra los jóvenes ricos, de casimir y finos sombreros, blandiendo flexibles bastones resultaban aliados sin par los cholos y zambos, de pantalón, y camiseta blancos, torva mirada y mechón agresivo. No se les notaba garrote ni cachiporra: se sabía que atacaban con sus pesados puños de carreteros, estibadores o cacaoeros, y que sólo como remate de su triunfo, la barbera relampagueaba azulada, rasgando el tajo que daba su nombre a la liga.
Desigual ahora, la lucha concluía. Los Sellos Rojos cargaban sus contusos, en los autos. Callaban los tableteantes garrotes. Las figuras blancas y ágiles, dominaban el confuso entrevero. Los motores de los autos jadearon. Una manivela rechinaba impaciente, vuelta sobre vuelta, sin lograr encender. Un tiro superó al rebullicio.
—¡Me mataron¡ Así no se friega a un hombre, ¡desgraciados! ¡Dios mío!
Con una ola de hedor a caucho quemado y de humo de gasolina se alejaban los atacantes. El muerto era un chofer joven, de apellido Guzmán y apodado Zorro Ciego.
7
Alfredo de dos saltos traspuso la plancha. Entre los que lo aguardaban en el muelle, irguió la cabeza, girándola con su gesto de gallito de pelea. Se templaban los cabos, tirados por los marineros, taloneando en las tablas que debían quemar del sol, y lentamente se arrimaba al muelle el cuerpo de ballena muerta del pailebot. Vio a su viejo con la cabeza más gris; a su hermana Flora, espigada; a Juancito hecho un hombre; y a Magdalena gorda y fofa, como no se hubiera figurado cuando le gustaba, en el
tiempo que se fue a Esmeraldas, por ejemplo. ¿Y cómo no reconocer en el acto a Alfonso? Por más que parecía cambiadísimo; barba fuerte, rasurada; hombros más anchos y en todo él un no sé qué de firme, de seguro de sí mismo.
— ¡Hola viejo! Ñaños... —incluyendo a Alfonso—» ¿Y tú, Magdalena?
Los brazos y las exclamaciones alegres se perdieron en el chirrido de una polea, al arriar una última vela que desnudó el mástil de popa, escueto y amarillo, entre el cordaje. De la caseta, por una chimenea de cocina, salían nubecillas blancuzcas. El río, más allá de la borda del muelle, evaporaba fango. Alzó la maleta.
—Vamos no más, ya. A Miguel no hay que esperarlo, no viene.
—¿Y por qué? ¿Qué es de él?
—Se fue al Sur. Casi me largo yo también. Algo me agarraría: quién sabe qué. Miguel ha de estar ahora en Santiago, esto si no ha logrado pasar hasta Buenos Aires.
Allá quería ir... Y yo hubiera ido. Quién sabe por qué...
Dejó caer el brazo hasta rozar el suelo con la maleta. Tostada de viento de mar, su cara era de un moreno más cálido. También él se había acabado de construir hombretón, con pectorales bombeados y el cuerpo entero nerviosa trabazón sin grasa.
—Aja te has puesto diente de oro —le observó Flora.
Él la cogió del brazo y le preguntó si no tenía enamorado, lo que la hizo enrojecer y mirar de reojo al padre.
—¿Y vos, Juancito? ¿Trabajas? ¿Y tu mamá y tus ñañas bien, Alfonso?
Al padre y a Magdalena los juntó en una mirada cariñosa, Pero adentro lo seguía hostigando —¿por qué ahora que era tarde?— la pregunta de por qué no prosiguió hacia el Sur. No hubo razones para no realizarlo. El embarque era bueno. Miguel había comprado en pocos soles, dos "descharches", en un velero holandés. Fueron a la agencia y la gestión resultó. ¿Lo que lo retenía era el recuerdo de Leonor Jarrín, la obrerita cigarrillera? Sí la pensaba, pero ambos eran jóvenes. Si de veras lo quería, lo sabría esperar. Por eso no iba a perder de conocer Santiago y Buenos Aires. No era ella ni el padre tampoco ni el extrañar Guayaquil. No olvidaría su rincón caliente aunque viera mejores ciudades; mas no era eso tampoco: ¡ya regresaría! No supo al fin lo que le plantó las piernas y lo mantuvo con el papel amarillo, impreso en azul, apretado en la mano, y la maleta arrimada contra un riel, en la dársena vasta del Callao. Los ruidos de la embarcada tenían por fondo sonoro la mar gruesa en el rompeolas. Izaban el velamen agrisado por la tarde ya gris. Detrás se encendían las luces de las calles orilleras. ¿Eran las luces? Cogió la maleta. Lo volvió a poner en las tablas, brillosas de carbonilla. Miguel lo abrazó. El adiós al sobrino lo impresionaba, sintiéndose medio padre:
—Como vos quieras. ¡Si te repugna mismo!...
Tal vez Juan esté enfermo y le hagas falta.
—¡No sé qué es, pero algo me jala! Escribe. En el Guayas, después de ver a mi gente, seguro que me resuelvo.
Manoteó como a una mosca al recuerdo. ¿Qué importaba él? Ahora ansiaba ayudar al padre. No comprendía por qué antes no lo acompañó en el negocio, prefiriendo el mal genio y el mal jornal que le daba Mano de Cabra. Esta vez iba a ser distinto. Se le sentía mucho más cercano.
—Vea, viejo, esta ocasión quiero trabajar a su lado en La Cosmopolita. Todo Baldeón es panadero: ¡la sangre chuta!
Las cejas grises de Juan se reunieron dolorosas.
—Ya no hay Cosmopolita. Ahora se llama La Flor del Guayas. ¡Me la quitó el viejo Rivera! Estaba atrasado en los pagos...
Alfredo no contestó: en el pecho le hervían las maldiciones. Era una perrada abusar así con un hombre como su padre. ¿Cómo también, pudo imaginarse que un desgraciado, podrido en plata, haga nada bueno? ¡El que no daba la patada a la entrada, la daba a la salida!
—¿Le devolvió algo de lo que tenía abonado?
—Ni medio. Eran como mil setecientos... Lo único, me da jornal de maestro: sigo allí». Era difícil conseguir otro trabajo igual. Y la familia...
Alfredo convino callando. ¿Cómo reprocharle? Su gente tenía que comer; y el taita era viejo. ¿Qué hubiera hecho sino? Él, él, El Rana, j jamás se habría quedado después del despojo! Ni repagado, y aun cuando se hubieran muerto de hambre él y todos los suyos. En Lima había aprendido a mirar la vida de cara. Actualmente es que era de veras un hombre. Y era pueblo: nada quería con blancos y ricos. ¿Y Alfonso? ¿Acaso era blanco? Esa palabra blanco era una palabra zonza: ricachones de jeta había, a los que les llamaba así. En Guayaquil ser blanco es tener plata. Su padre era más blanco que cualquier gamonal. Y Alfonso Cortés era pobre tanto como Alfredo, y carecía de presunciones y era hombre de verdad.
—Bueno, taita. Veremos qué se hace. De panadero voy a emplearme: claro que no allí... Aunque quién sabe...
Alfonso se despidió al pasar cerca de su casa. Ya se verían. Entró Alfredo, sin cambiar de paso ni de sonrisa, a la covacha de su niñez, la de la bocacalle de la plazuela Chile. Baldeón había regresado a arrendar, por la querencia. Tomó dos cuartos, para comodidad de la hija ya crecida. Además, eran de puertas y ventanas a la calle. Por el lavadero de la cocina, Alfredo vio el patio, las construcciones interiores, las flores de sapo, el algarrobo y los muyuyos, todo igual. Sólo el vecindario era nuevo, desconocido de él.
—Vamos a rodear por el barrio, a ver las conciencias.
En compañía de Juan, vagó al anochecer. Una asfixiante tristeza aplanaba los portales sin chicos, los perros vagabundos hozando la basura, que los carretilleros aún no recogían.
—Oye, Juan ¿vos conoces a una tal Leonor que era mi muchacha, que es obrera de la fábrica de cigarrillos y vive o vivía, al lado de la caballeriza de La Florencia?.
—Sí, ahí vive todavía. Bien la he visto, hasta ahora último.
Tenía un confuso recelo de ir directamente. ¡Qué, resplandecer era el alumbrado de Lima hasta en los arrabales! No se haría el superior por haberlo conocido. Ni menospreciaría lo suyo: ¡estas cañas y estos lodos I Pero comparaba, con ansias de mejora para su tierra. Se separó del hermano y avanzó hacia el chalet.
Llegó sigiloso al soportal y salió de pronto, de detrás de un pilar: ella, de codos en el balcón, con su expresión de costumbre, dulce y recogida, abrió los ojazos y le blanqueó la dentadura en la penumbra. Se tendieron los brazos, nombrándose. Se miraban ojos a ojos. Ardía la palma de él, en el hombro suave de Leonor.
—¡Alfredo! ¡Mamá, si es Alfredo! —y se echó a llorar en su hombro.
—¡Ya estoy aquí, mi hijita, ya estoy aquí! ¿Por qué llorar? ¿Ya ves Leonorucha? ¡Las limeñas son lindísimas de veras, pero aquí estoy!
Él recordó algún pasillo, oído no sabía dónde, al ver la sonrisa alternar con los pucheros, mojadas de lágrimas las mejillas.
Acudió la señora Panchita. Lo hicieron entrar: la lámpara, el portarretratos, la mesa, las viejas sillas eran antiguas amistades. A la madre de Leonor el cabello le había emblanquecido completamente. La voz se le había rajado. Una imperceptible desolación, velaba sus movimientos, sus miradas, sus palabras. Entonces él notó lo mismo pero hecho angustia en las manos de Leonor,
La señora los dejó solos y allí sí que el corazón de Alfredo se encogió mordido. Repetía machacón, mentalmente: ¡han quitado una y han puesto otra! Averiguó, increpó, suplicó, consiguiendo únicamente lágrimas.
—¡Maldita sea mi alma! ¿Para qué volvería? Iba a seguir al Sur y algo me jalaba: ¡creí que eras vos! Y, ¡vos has dejado de quererme!
Tiró sobre una silla el paquete del corte de teta de seda que le traía de Lima.
Apretaba una mano de Leonor entre las suyas. Desesperaba arrancarle la causa de su frialdad. La besó en las uñas y a lo largo de los dedos. Luego la viró, para besarla en la palma: y con un vago espeluznar, encontró que era igual a la mano tendida de la blanca Victoria, la vecina de su niñez, que parecía llamar, cuando la llevaban con bubónica. Pero en el acto desechó esa idea como abusión estúpida.
—¿Qué te pasa, Alfredo? —se interesó Leonor al percibir su silencio.
—Nada, es que viéndote la mano he creído saber por qué he vuelto a Guayaquil.
Todavía no sabía a dónde lo llamaba la mano de la blanca.
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Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)
Historical FictionLas cruces sobre el agua es una novela publicada en el año 1946 y escrita por Joaquín Gallegos Lara, que lo situó entre los iniciadores del tema urbano en la narrativa ecuatoriana. La culminación y detonante argumental, es la masacre del 15 de novie...