El último viaje de Alfredo Baldeón

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Desde la hamaca, nada se escapaba a Alfredo. ¿Estaba despierto o lo soñaba? Las latas se entrechocaban a cada soplo de aire. Saturaba el cuartucho el olor inconfundible de fuera: a quemazón, a desperdicios, a manglar. Rondaban los pasos de su suegra, parecidos al roce de las briznas del suelo. Leonor entraba y salía. Al pasar, le mecía la hamaca. Él se estiró, con una tibieza serena, que no era sopor. La soga crujió en la viga y ella se detuvo.

—Arrú, mí niño...

Y cambiando el tono de mimo maternal por el de mimo de mujer:

—¡Negro engreído!

La atrajo por el talle. Leonor le hundía los dedos entre los cabellos, reteniendo la frente entre las palmas cálidas.

—Sigue durmiendo o siquiera descansa, Y cuando quieras el café, me avisas: te lo tengo al rescoldo.

Antes pudo confundir su cariño con el orgullo de llevar del brazo a una muchacha blanca, o con el hechizo de las noches en el catre, de las caricias. Ahora lo irreal de que fuera suya se había hecho cotidiano. Y caricias, ya era tan difícil, a causa de su vientre, lo toleraba ella con tan sumiso rubor, que espontáneamente no las buscaba. Quererla era una adhesión de ser a ser. Le quedaba ella contra el despecho con que había regresado abrumado a la madrugada, por el final del paro, que ya se entreveía.

Grupos de panaderos habían recorrido los locales, cuidando que no metieran rompehuelgas. En los galpones a oscuras, los patrones los recibían medio desvestidos, alumbrándose con velas de sebo, maldiciéndolos a ellos y a sus madres. Allí no había trabajo; no faltaban mayores pruebas.
Alfredo y su socio se retiraron juntos. En la calle Santa Elena debían tomar distintas direcciones. El amanecer olía atierra húmeda. Tras una cerca aulló un perro. El Samborondeño se persignó y sacándose una de las alpargatas, la puso bocabajo en el polvo.
—¿No oyes a ese maldecido como agüera? Le hago la contra.

—¡Vos estás jumo, ve! Anda, vete a dormir.

—!No seas increyente, hombre! !Fíjate como se calla el hocico¡

El perro, como respondiéndole, volvió a aullar. Alfredo iba a lanzarle una broma, mas el Samborondeño se santiguó otra vez, recogió la alpargata y se alejó, meneando la cabeza con persistencia.
Seguía revolviéndose en la hamaca,

—Oye, Leo.

—¿Quieres ya el café?

—No es eso. ¿Te gustaría que nos fuéramos al monte?

—¡Seguro! ¿Lo dices de deveras? ¿Donde tu mama?

Le había prometido llevarla a que la conociera. Hoy, pensaba en irse a trabajar a su lado. Desde chico vivió lejos de su vieja. Al fin se acercarían. ¿Congeniaría con Leonor?
—¡Ella tiene su genio! —¿le había explicado el padre de la separación?

Pero Leonor tenía carácter de ángel Y luego vendría el nieto. Se veía ya en las calles de Daule, dormidas todos los días, panderetas los domingos, con el río de plata, entre los naranjales. Le placería un rancho en las afueras. Trifila Mina tenía los ojos de venada y el regazo limpio oloroso a pan caliente. Sobre el techo, junto a la cruz que ampara las casas, montuvias, se alzaría la chimenea del horno. El negocio prosperaría. ¡Qué bien se criaría el chico! Alfredo impulsaba la hamaca, más lenta, pues Leonor se había reclinado a su lado.

—¿Te acuerdas de la caballeriza de La Florencia? ¡Me parecía el campo!

—¡A veces salen las cosas que uno sueña!

El calor de los cuerpos acunados se compenetraba. Los fundía en un solo anhelo la presencia en ella del hijo, carne de los dos. Cerraban los ojos. ¿A qué ver las latas herrumbrosas, el candil roto, la cobija remendada? En la puerta sonrió la madre de Leonor.
—Señora, pensamos en irnos a vivir a Daule. ¿Qué le parece? ¿Le gustará? — En siendo con ustedes ¿por qué no? Pero no ha de ser hasta que salga ésta, supongo.

—Seguro, que nazca guayaquileño.

—Pueden servirse ya, si quieren: ya abrió el arroz.

—Sí, porque yo tengo que irme temprano a la manifestación.

Leonor empequeñeció la voz:

—No vaya, negro.


Alfredo se volvió, con la sonrisa que a ella le parecía que le asoleaba los ojos y la dentadura. Sin contestarle, le sacó en peso afuera, a un banco junto al horno. La señora les dio los platos de arroz con fréjoles.

—¿Vas?

—Ha de ser una de las últimas veces. Ya el paro se está acabando.

—¡Gracias a Dios! ¡Y perdona que me entrometa, Alfredito! —intervino la señora— vos me conoces que yo no soy una suegra fregada. Pero ni vos ni nadie saca nada de andar en huelgas y bochinches. Siempre el peje grande...
—Usted es una gran suegra, señora Panchita: demasiado buena para el mataperro de su yerno y para lo que va a ser el malcriado de su nieto.

Le dolía ver el almuerzo de Leonor sin leche, sin pan. ¿No era su culpa? ¿No fue él quien le botó el trabajo a Rivera? Sobre el basurero volaban gallinazos. El horno enseñaba sus ladrillos en los ijares desconchados. ¿Quién lo mandó a meterse al paro? El perro ni por la perra se afana; el gallo escarba sólo para la gallina.
—¿Sabes, Leo? He resuelto no ir.

Entró y se hundió en el regazo de la hamaca. ¿Durmió? La sombra del cuarto, perforada por el polvo del sol de las rendijas, lo asfixiaba.

—¿Dormiste, mi zambo?—le preguntó Leonor, al verlo regresar.

—Ya se me fue el sueño. Nunca he podido dormir bien de día.

Se echó agua en la cabeza con un tarro vacío de salmón. No le importaba que otros lo motejaran cobarde. No podía aguantar que se lo dijera su propio corazón. El sol, ahora a todo fuego, tostaba la sabana. La yerba se encartuchaba, se pulverizaban los terrones. ¿Cómo cambiar con Leonor? Claro que el que monta manda, pero la pobre chiquita nunca pedía a las malas. Él cedió porque se acusó de lo que ella padecía, aceptó que no hay que ocuparse sino de su gente.
—Eso era lo que me decía el Samborondeño...

—¿Qué cosa? Ve, mienta al diablo y se aparece. Venía sofocado, con la cara chorreando sudor.

—Ahora sí que meten gente extraña a trabajar, Alfredo. Los compañeros te mandan a llamar...

Leonor no necesitó preguntar. Él le puso la mano en el hombro: vio que sus ojos se convenían.

—¿Qué van a hacer, Alfredo? ¿Vienes prontito?

—Nada, nada, Leo. Prontito. Hasta luego.

El almuerzo y el calor la sonrosaban. Alfredo no supo por qué le miró el vientre: su delicada redondez elevaba la tela clara del vestido. Querría decirle muchas cosas.

Ella, silenciosamente, sonrió y él se llevó la sonrisa.

2

Junto al grifo contra incendios, el viento, caliente, desparramaba un montón de basura. Aparte del grupo de obreros que los aguardaba en la esquina de La Flor del Guayas, la calle aparecía desierta. ¿Era corazonada remontarse tanto a Esmeraldas? Enantes fue de Trifila. Este rato confundía la nuca parda, sembrada de motas de Mosquera, con la del capitán Medranda.

—¿Los sacamos o no los sacamos a patadas?

—También han metido pacos con rifles: van a salir de madrinas.

—¿Te crees que dispararán? Y si disparan ¡qué carajo!

Era lo que esperaban de él. Un relámpago les chispeó en los ojos. En la entrada de la panadería, Rivera gritó, gangoso:

—¡Ah Baldeón desgraciado! ¡Habías de ser vos!

—Este pendejo vive moqueando todo un siempre —y Alfredo lo sentó de un empellón.

El covachón hostil volvía a ser La Cosmopolita. Las perchas, los tubos del gas corroídos, el olor a leudo y a cucarachas, eran los de los otros tiempos.

En la sombra en cuyo extremo resplandecía el horno, se rompió la tibieza que desde de mañana lo serenaba. Los soldados jugaban barajasen un banco. Contra la pared, dormían los fusiles. Los rompehuelgas, que de una ojeada conocieron no eran del oficio, amasaban atareados. Entre los golpes y maldiciones de la sorpresa, fogueó el revólver del clase.
—¡Me jodieron! —gritó el Samborondeño, cayendo, crispadas las manos sobre la barriga, donde, en la camisa pringosa, se extendía la rápida araña de la sangre. Alfredo había cogido de un rincón una botella. El clase lo recibió encañonándole a él también el revólver. Sin gorra, le brillaba el cuerpo de la frente. El brazo de
Baldeón fue más veloz que la bala. Bajo el botellazo, el cráneo dio un gemido de madera astillada. Cayó cerca del Samborondeño, que, sostenida la cabeza por un compañero, más que ninguna vez tenía cara de borracho.
—¿Ya viste, Alfredo, que fue agorero el perro de anoche?

Boqueó y la mirada se le hizo de vidrio. Las encías en la sonrisa, los bigotes y los pantalones, todo era en él desastrado y alegre. ¡Y cómo lo llamó a compartir un pan en Puerto Duarte!
Habían encerrado a los pacos. Los rompehuelgas huyeron. En el piso, en las varengas, en las mesas, nevaba la harina. El silencio, en el galpón, se exhalaba de los dos muertos, que empezaban a engarrotarse, que les imponían su presencia, los retenían. Mosquera y otros rezaban. Alfredo estiró un suspiro, henchiendo el pecho.
—En una tabla podemos llevar al Samborondeño. ¡Pero qué vamos a ir hasta Puerto Duarte! Lo velaremos en casa de mi viejo.

Antes de moverlo, el barrio se encabritó en el cierrapuertas. A los clamores salieron al portal. Grupos dispersos corrían hacia el Astillero.

—¡Baleo! ¡Baleo! Están matando a la gente. Alfredo supo lo que le anunciaba la corazonada de Esmeraldas. Figurándose lo que se proponía, entró tras Mosquera, que recogió del suelo un fusil de los pacos y lo miró a los ojos: él asintió.
Mosquera rabiaba, porfiando por rastrillar el arma.

—¡Creo que esta pendejada está dañada! —Trae, te ayudo. ¿Ya ves? ¡Lo que hay es que cuando la partera es mala, le echan la culpa al cono! Alfredo se asombró de poder reír. El tiroteo se escuchaba a lo lejos. Los cinco para quienes alcanzaban los fusiles, sin previo acuerdo ni vacilación, fueron allá. La marcha despejaba a Alfredo, le aligeraba los pies. Las bocacalles familiares se le abrían luminosamente acogedoras. Las cortinas de la peluquería de Naranjo, los pilares de la Bomba Bolívar, la verdosa estatua de Olmedo, parecían venirle al encuentro. Sobre los almendros del parque Montalvo se enredaban copos de humo; le retumbaron en la cara las detonaciones. A media cuadra distinguió los cuerpos tumbados y a la tropa que tiraba. ¡Quien hubiera dicho que acabaría así el paro! —¡Que nos rajen y que no acostemos ni uno! Iba a dispararles. Mosquera lo detuvo. —Aguarda, vamos pasando al centro por Villamil. Corriendo los callejones de antiquísimas casas, perforadas hasta los calces por comejenes de siglos, raspando apresurados el carbonoso arroyo, traspusieron al fin el último portal, y se echaron al centro, a la matanza. Aún no llegaban los soldados a la calle Pichincha. El pueblo espantado corría. Las descargas entraban por las bocacalles, matando: a uno, a otro, a otro, todavía a otro. En la desesperación que mareaba, estallaron gritos: —¡A las tiendas de armas! —¡A coger revólveres! —¿Y vamos a romper las puertas?

—¿Y vamos a dejarnos tirar como animales?

—Eso es saqueo...

—¡No mierda: es defensa!

Un montuvio del Cazadores de Los Ríos fue el primero que Alfredo volteó: cayó de hocico, abriendo los brazos, como si se tirara a nadar delante de sus asombrados compañeros que, aunque avanzaban, se hallaban muy lejos para vislumbrar a los panaderos, apostados tras los pilares. ¡Uno! ¡Había castigado a uno! Y era uno menos asesinando. ¡Si de verdad pudiera el pueblo sacar armas de las tiendas! A breve distancia un grupo fracasaba en romper las puertas de un almacén.


—Vamos a ayudantes a esos. ¡Habremos más para joder a estos desgraciados!

Unas letras blancas, en fondo rojo oscuro, se les reían. Disponían de segundos. El tronar de las descargas, venía a chocar contra sus sienes. Atacaban los candados y las puertas, a patadas los calzados; los demás, con piedras, con los puños. A lo largo de la calle, pugnaban ante muchísimas tiendas iguales grupos.
—¡Maldición! ¡Así es imposible?

Alfredo querría ser como el camión de la Eléctrica que sacaba de raíz postes de la tierra, con una garra de acero conectada al motor. La culata del fusil no bastaba: se rompería, y él no quería quedar desarmado. ¡Sí pudiera hacer como el camión aquel: afirmarse en los pies, empuñar los postes con ambas manos y, encogiendo hombros y riñones, arrancarlos del pavimento! ¡Si pudiera quitarle un estante a una casa, como se le arrebata una muleta a un cojo! Aulló:
—¡Los tablones! ¡Las planchas de las balsas!

Ligeras nubes plomizas se plateaban al roce del sol. La marea crecía. Olor de almizcle se aplanaba sobre la cálida pereza dormida en los muelles y embarcaciones del puerto solitario.
Las maderas de las puertas ladraron al rajarse, despidiendo nubarradas de polvo. Veinte hombres impulsaban cada plancha. Las astillas les rasgaban los pellejos al penetrar. A oscuras, tropezándose, rebuscaron en los mostradores, treparon por las escaleras de mano a las perchas elevadas. Después de las calles borrachas de ardor, era agradable la frescura encerrada, olorosa a goma, a barniz, a telas nuevas.
—¡Sólo revólveres y balas! ¡Nadie me toca más nada! —roncó Alfredo y las tablas del tumbado revolvieron sobre sí misma su voz sonora. — ¡Una gran perra! ¡Hasta las balas se conspiran!
No coincidían los calibres. El jadeante remover se desahogó en maldiciones. ¡En la mano las armas, y que resultaran inútiles!

—¡Estamos salados!

Al conseguir al fin cargar los revólveres, rugieron. Llenándose los bolsillos de proyectiles, se botaban afuera. Alfredo salió también, riendo sudoroso, fusil en mano, acariciando la canana bien provista que juntamente trajo. Era a ras a tiempo. La tropa llegaba, disparando a boca de jarro y al cuerpo. A tres pasos de Alfredo, de quien se separaban sus compañeros, una serrana gorda, de manta, pulpera o barraquera, al correr cayó de rodillas. Su cara cobriza se arrugó como para aguantar un golpe. Un soldado, demasiado próximo, no acertaba a encañonarle el rifle. Ella se le abrazaba a las piernas empolainadas.

—¡Perdoncito! ¡Por su mamita, bonito!

De un envión con ambas manos, el milico le desplomó la culata en la frente. Alfredo oyó el crujir del hueso, no vio los hilos de sangre. Tuvo delante las manchas de sudor de los sobacos del uniforme aceitunado, una manga chamuscada. Sus miradas chocaron. Si le hubiera hallado la furiosa ceguera que podía esperar, todavía lo habría creído hombre; pero reía. Alfredo, con la sensación de aplastar un alacrán, le descerrajó el balazo en el pecho. En el zapatazo del fusil, sus dedos cogieron el traquear de las costillas al romperse. Las bembas del soldado se desgoznaron en una mueca de espanto; luego a la vista de Alfredo, su bestial cara se volvió de piedra.

—¡Se meten a matar y no saben ni morir!

En la esquina de Pichincha y Sucre, los cinco panaderos bisoños, dieron cara a la tropa de línea. Saltando de estante en estante, esquivando, retrocediendo, les tiraban.

La cercanía y no el punto los hacía infalibles; y los alegraba oír que los revólveres restallaban latigazos aislados, entre la gruesa voz de los rifles.

—¡No te adelantes tanto, cuidado! —le advirtió Mosquera, sin dejar de disparar, guiñando un ojo, sonriente.

El corazón de Alfredo se satisfacía de poder devolver golpe por golpe, muerte por muerte. Lo atraía, como en Esmeraldas, la borrachera que es el peligro. Disparaba. Volvían los años; no habían corrido; no había perdido su viejo tino adquirido allá. La cotona rasgada, tempestuoso el pelo, tiznada una mejilla, Alfredo fruncía el ceño bajo la alta frente y, el fusil a la cara, aún sonreía. Los milicos les hacían ahora descargas cerradas. Tenían que recular a grandes pasos, sí, pero todavía marcándoles blancos. Era un gusto de muchachos, que juegan a la guerra con los peruanos.

En la entrada del parque Montalvo, con balas en el pecho, se doblaron dos de los panaderos. Frente a la Vienesa cayó Mosquera, sin soltar una queja. Ordóñez, agotados sus cartuchos, tiró el rifle, mas no se resolvía a correr abandonando al amigo,
Alfredo comprendía que era inútil huir y seguía disparándoles, locamente, uno contra treinta. ¡Fue locura venir, pero así es la vida del hombre! Los proyectiles le zumbaban, raspantes a los lados. Encima de su cabeza, uno arrancó astillas del tronco deifico en que se parapetaba: gotas pegajosas le llovieron, le llenaron de un sabor dulzón los labios. Sí escapaba, sabía, en lo sucesivo, que el pueblo debe armarse, ¡Pero qué iba a escapar!
Lo cernían. A sus pies brincaba el polvo como agua apedreada. Los perros arrollados por los tranvías, los serranos del playón de Camarones, las lavanderas tísicas y los niños hambrientos, adelantaban sus sombras a recibirlo. También fue corazonada, al venir, mirar el vientre de Leonor, donde latía su hijo al que no conocería; corazonada traerse la callada sonrisa con que lo despidió. Por ella y por el chico nada más le importaba. Pues él sabía por qué moría: e iba contento. Libre escogió su camino. Otros lo seguirían mañana. Dejando cerros y cerros de muertos, el pueblo continuaría adelante. Quisiera conversar de esto con Baldeón su viejo, con Alfonso su hermano.

¿Por qué no le acertaban? Ya le disparaban del pedestal de la estatua, a diez pasos. Entre descarga y descarga, podía hacerse oír, Al abrir la boca para insultarlos, el balazo le apagó el grito: el golpe seco en la garganta, sin tocar los dientes, lo precipitó en las tinieblas.

3

Chistaban chagüices entre las altas yerbas. Aunque caía la tarde, el barrio no terminaba de salir del sopor de la siesta. Temprano hubo un ajetreo desusado, pero Rosa, ocupada, no pudo hablar con ninguna vecina ni saber qué era. El rumor de la ciudad llegaba remoto. Sentada a la puerta de su cuarto, se sacaba los piojos con un peine de cacho. Adentro, en el catre, Santiana tosió.

—¿Quieres un jarrito de agua caliente, Cirilo?

—Aguarda, mejor de una vez con la merienda.

—Ya mismo te sirvo.

La tos lo golpeteaba como si su pecho fuera de madera. La atormentaba oírlo, no poder aliviarlo como con la mano, en un segundo. Últimamente ya no escupía sangre:

sólo gargajos amarillos; eso sí mucho. Tal vez ya iba a mejorarse. No serían vanos sus sacrificios.

El burro atado frente a la pulpería, rebuznó con prolongaciones que para Rosa fueron tristes como El Potrero, como las zarrapastrosas casuchas, como la enfermedad de su hombre, como todo. Un muchacho de la vecindad se detuvo a la orilla de las yerbas. Mirándola con indiferencia se sentó, bajándose los pantalones. La brisa tibia trajo la hediondez y ella se rió y le gritó desde su puerta:
—¡Aja!, Bartolo, con que vos sabes que el bravo no caga lejos.

El chico le sacó la lengua:

—¡Espera no más, que esta noche voy yo también a castizar con vos donde la Dominga!

Rosa calló asustada. ¡Si oyera Cirilo! Porque era cierto. Lo hacía por él: para que no fuera a morir al Calixto, para que tuviera qué comer, para comprarle remedios, iba donde la negra Dominga, por las noches, con pretexto de ganar algo, ayudándole a coser. En la trastienda de la pulpería, ambas se acostaban con peones de las canteras vecinas. Rosa lo hacia por él, pero si él lo supiera la botaría, le escupiría la mala palabra, ¡Preferiría perecer como perro en basurero, lo conocía, antes que tocar nada de esa plata!

—Rosa, Rosita...


Entró, oyéndose los brincos del corazón. No, no había oído. Encendió el candil. Que nunca lo supiera, que la creyera honrada, sólo de él. ¿Y acaso no lo era? Aquello en la tarima chinchosa de la negra, era una obligación sucia, de la que se levantaba apretando los dientes, tambaleándose, borracha sin haber bebido.

Por la puerta entreabierta se reflejó en el interior del cuarto un resplandor violento y afuera rompieron en gritos y carreras.

—¡Hija, creo que es incendio, anda ve!— y Cirilo apartó la cobija.

—No te destapes, que toses.

Nada distinguía en el covacherío y las yerbas, ya casi perdidos en la noche. Después, entre la vocinglería de los perros, vio correr hombres, con esos mecheros de kerosín con que alumbran los entierros de los bomberos. A distancia, doraban las tapias del cementerio. Dominga se acercaba jadeante, alborotada la cabezota.
—¿Qué pasa, negra?

—¡Es el juicio, mujer! ¡Escapemos! ¡Ya vienen! ¡Andan forzando a las mujeres, ven Rosita!

—Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que hay?

—¡Los milicos, te digo! ¡Se han metido, por La Quinta, acá al Potrero, correteando a los huidos y forzando a toda mujer, hasta a las doncellas y robándose los vestidos, los trastos y las prenditas!
—¡Ayúdame a sacar a Cirilo!

—¿Te crees que al viejo lo van a forzar? ¡Ven tú te digo!

—¡Pero lo matan seguro!

—¡Tanto amor y te revuelcas con otros!

—¡No seas perra, Dominga!

Recordó cuando se negó a fiarle el real de sebo. Ni cuartillo le fiaba entonces, intencional mente: para bajarle el orgullo y conseguir que viniera mansita a la tarima, a recibir a los hombres, tal como ella, lo que Rosa le había enrostrado. Dominga sopló, blanqueando los ojos:
—A la gringuita la hija del italiano de la otra pulpería, que es niña, la han acostado como diez en el patio: ¡yo la vi! ¡Capaz que la matan! ¡Qué grito que pegó!

El kerosín quemado desparramaba tufos de incendio, provocaba broncas toses. Aleteaban las mariposas de fuego de los mecheros. Clareaban sangrientas las covachas. Las sombras de los soldados bailaban contra las cercas, agitando los picos de gallinazos de las viseras de las gorras. En la algarabía se mezclaban maldiciones, lamentos, muebles destrozados, alaridos de perros clavados a bayonetazos.
—¡Bueno, si vos quieres, friégate sola! ¡Mosquita muerta, a lo mejor es de arrecha que te quedas, a gozar de tu parte del fusilico!

La negra se había ido. Rosa se restregó angustiada las manos: tenía que hacer algo. No sufriría ese atropello: ¡mejor morir! A él lo asesinarían. ¿Qué haría sin él? Dos años llevaba enfermo. ¿A quién cuidaría? Cocinaría, lavaría, ¿para quién? Lo volvía a ver como era cuando sano, cuando la recogió golpeada, hambrienta, podrida. Era un viejo fuerte, de hombros de piedra azul de la cantera: se sujetaba la pava con barbijo; el sol le burilaba la atezada cara.
—¡Ven, Cirilo!

Le explicó, entrecortadamente: y aunque él no quería, se lo echó a la espalda, rodeándolo con la cobija, cuyas puntas en nudo oprimió sobre su pecho. Si no pesaba, era hueso y pluma, como los chagüices. Apenas se le templaban las pantorrillas. Salió por la puerta de la cocina. Ya no los alcanzarían. Las voces se extinguían tras ellos, al alejarse.
Marchando entre las yerbas y la noche, a la derecha del camino de La Legua, podían atravesar los lodazales de marea baja del Salado y esconderse en los algarrobos, en la sabana.

4

Pepina se arrepentía de haber salido. Con felicidad, el baleo no la sorprendió en la calle. Allí donde las Moreno no había temor. Más bien todo infundía tranquilidad: la mansión a la antigua, con galería y balcones salientes—por los que se miraba después de la esquina las copas de los ficus de la Avenida Olmedo— encerraba un aire de refugio en la penumbra con los viejos retratos y las consolas de su sala. Lo que la inquietaba era el padre. ¿Dónde lo habría cogido la bulla?

—¡Si le hubiera pasado algo, ya se sabría, ñaña! —Y Gloria le cogió una mano.

Toda la familia procuraba calmarla. Si bien los tiros no se oían muy lejanos, la calle dormía ante los balcones desde los que ellos atisbaban. En las ventanas de las vecindades también había curiosos.
Don Enrique se pasó un pañuelo de seda por la cara, que el calor le enrojecía. Pensando en su padre, Pepina le clavaba sus ojos atontados. Al verlo gesticular, sus dedos amarillentos de tabaco, le causaron vago asco.
—¡Esto tenía que ser, tenía que ser! Habían dejado insolentarse al pueblo. Debieron contenerlos a tiempo. Ahora será doloroso, pero es necesario: dura lex... —¡Tres días sin leche, papá! ¡dizque en las balsas regaban al río los tarros que llegaban!
—¡El populacho alzado! Negras jetonas desde el arroyo les gritaban a señoras, a damas: ¡blanca, pronto vendrás a ser tú mi cocinera!

—Han de ser exageraciones —suavizó Pepina—.

—¡No crea, niñita! —replicó don Enrique—. Nuestro pueblo es bueno, pero es bruto. Y ahora lo azuzan los anarquistas y los políticos. ¡Si no se hiciera lo que se está haciendo, qué sería de las familias!
—Pero, como usted dice, debieron con tiempo...

—Eso sí, claro. Aunque sean tan bestias, son gente. A propósito: no sé si tener recelo por Alfonso. A la hora de almuerzo lo fui a prevenir. Le recalqué lo fidedigno de mis informes, que los tengo desde hace días. En guerra avisada... ¡Pero como él es así, capaz que no me hizo caso y anda metido en la pelotera!
Gloria observó:

—El mismo tendrá la culpa si algo le pasa. Por mi tía Leonor es que es de sentir.

Acaloradamente saltó Pepina:

—¡Tu primo es un gran muchacho y un artista! ¡Sería una lástima, un horror!

Gloria la miró con discreta extrañeza. A Pepina misma le llamó la atención su viveza al responder: sería la nerviosidad. Mas no se le borraba la simpatía de Alfonso, estremeciéndose al pensar que fuese rota esa frente henchida de música, de que yaciesen inertes esas manos que embrujaban el teclado y de las que le era familiar el gesto de pudor viril con que trataban de ocultar las uñas, roídas por la máquina de escribir.
—¿No notan? El tiroteo se acerca por la calle de allá, más allá de Industria.

Las descargas parecían casi inmediatas, a dos cuadras tal vez. Don Enrique dispuso que, si avanzaban más, todos se retiraran a las habitaciones interiores. Pero no se iban. Y al fin por la bocacalle surgió la avalancha en fuga.
—¡Ve, si van hasta chiquitos! —señaló Pepina.

Al correr agitaban los brazos y sus ojos congelados no veían. Detrás aparecieron sus perseguidores con los rifles a la cara o en bandolera. Las chiquillas en el balcón querían mirar, querían huir. Con el temblor prohibido con que percibirían la desnudez de un hombre, contemplaron una docena de cuerpos rodando en el polvo.

A Pepina, los estampidos, encajonados entre las fachadas, la aturdían. Creyó que fue la sacudida del aire lo que le golpeó el pecho, así como hacía tintinear cual finos diapasones los alambres de teléfonos, que cruzaban a la altura de los aleros. Le habían echado tinta en los párpados. Lejos, oyó a Gloria;


—¡Papá! ¡Papá! ¡Han matado a Pepina!

Tendida, recta, se hundía en negros abismos. Muerta, sabíase muerta. Su padre la llamaba. Pronunciaba su nombre, desgarrado en lamento.

Junto a ella se extendía Alfonso, también muerto. El dejaría su inmovilidad, la abrazaría, pondría en los suyos sus labios de hielo. Serán un beso más allá de la vida, el beso de Francesca del que ella habló un día. Luego, abrazados, marcharían hacia los sotes de los últimos horizontes. Llevarían la glacial dulzura sin fin de su beso. ¿A contra cuerpo? Que su descomposición se fundiera en un rezumar único que quizás, después, retornaría en la savia de los reverdeceres nuevos de la tierra.
—El balazo le ha atravesado el pulmón derecho.

Con Alfonso se unían en la muerte sólo por la manera dulce y cruel con que, en la época que visitaba su casa, le miraba los senos, ruborizándola. Pues no se habían amado. ¿No se habían amado?
—El doctor Heinert dice que vivirá.

Las cortinas del mosquitero celeste semejaban el alba. Un alfiler de oro prendía una estampa de la Virgen. Gloria, pálida, con las gruesas trenzas rubias recogidas en la nuca, arremangados los brazos en cuya blancura restallaban las azuladas venas, se inclinaba hacia ella, sonriéndole.
—¡Pepina, nanita, qué angustia nos has dado!

—¡Dónde estoy?

—En mi dormitorio, en mi cama. Note muevas, te hirió una bala perdida. Tu papá está aquí en el cuarto de al lado. Ya viene.

—Oye, ñaña ¿por qué en el tiempo en que Alfonso iba todos los días a mi casa, nunca se me declaró?

Gloría volvió la cabeza y la mirada, porque lo sabía.

5

Después de buscar inútilmente a Alfredo en Puerto Duarte y en la Sociedad de Cacaoeros "Tomás Briones" a la que supuso habría acudido, Alfonso, sorteando las calles centrales, para acortar, se dirigió a donde vivía Baldeón padre. El veterano se sobresaltó:

—¿Le ha pasado algo al zambo?

—No, pero no está en su casa y dizque no va en la manifestación, que ya ha salido de la "Tomás Briones". Y hay que avisarle en seguida: !van a darle bala a la gente! Lo sé seguro.
Baldeón se puso la cotona y se encasquetó la tostada. La mujer y la hija lo retuvieron, llorosas, preguntando por Alfredo.

—¡Estense quedas no más! Nada le ha pasado. Vamos, blanquito.

No pudieron hallarlo. Les salvó la vida el azar de no haber entrado en el cerco con que las tropas envolvieron al desfile. Pero vieron matar. El padre de Alfredo contraía las cejas. Alfonso obtenía respuesta a las preguntas de su vida, en las horas sangrientas de esa tarde.
A las seis, los soldados marchaban por la Avenida Nueve de Octubre, deshonrando en sus clarines La Marsellesa. Sus mecheros de Kerosín bejuqueaban cárdenamente las fachadas. El poniente, por encima de los boscajes sombríos de la plaza del Centenario, se desgarraba en prietas nubes. Entre sus jirones, teñidos de púrpura, en lo alto de la columna de los padres de la patria, la libertad levanta un faro, que se destacaba negro sobre la última llama de sol. Alfonso clavaba allá la mirada, mordiendo en su corazón el sarcasmo del canto y el del bronce.

—Ahora sí creo que me han matado a mí hijo. ¿Dónde más ir? —se quejó Baldeón.

—Vamos al hospital. Allí debimos ir primero.

Esquivaron las patrullas. La soledad, la oscuridad, su temor por Alfredo, los espoleaban. El beso de la llovizna se confundía con su sudor. A la puerta del hospital brillaba una lámpara de gasolina. Entraba y salía gente y al pie roncaba un Ford.
—Suba, don Juan, y averigüe. Yo voy hasta el panteón. Aquí nos reuniremos de nuevo. Reconoceré a todos los que pueda, de los que lleven. Veremos quién lo encuentra y quiera Dios que no sea yo.
Las plataformas chirriaban y los cascos de las mulas se ahogaban en el polvo. Lo escalofrió que los bultos amontonados encima, cubiertos de lonas en las que se distinguían amplias manchas oscuras, fueran la gente matada temprano. Al vaho de tierra mojada del suelo se unía el olor a sangre. Los armatostes de hierro le rodaban en las sienes. Tras las tapias del cementerio, las palmas erguían sus plumeros funerarios.
Junto al cerro se detenían las plataformas. Alumbrándose con linternas, los soldados cargaban los cadáveres por pies y sobacos. Llevar vestido de casimir y zapatos, no parecer pueblo, facilitó a Alfonso que lo dejaran acercarse.
—¿Qué quiere aquí, ajo?

—Busco a un familiar y pido que me permitan reconocerlo.

El militar apestaba a cerveza vomitada. A Alfonso le satisfizo oírse que su voz no temblaba.

—Suba, pues, aunque no va a poder ver nada.

Al ascender, el viento lo acompañaba, remecía el follaje de los ciruelos, traqueteaba las cruces de palo que eran un bosque, entreveradas en la ladera, a la agonía de las linternas. Arriba había cavada una fosa ancha: a un ladoy montones de tierra; al otro, los cadáveres. Pidió luz.

—¿Y a quién es que busca?

—A un hermano.

Miedo no le erizaba los vellos: era horror sagrado de esas caras, las de todos los días, caras del paludismo y de la tisis, en que la disolvente miseria guayaquileña respeta sólo los ojos. Las horas, los meses, iban a borrarlas, a deshacerlas, confundiéndolas eternizadas en los cascajos del cerro. En esto paraba la esperanza exaltada de la asamblea de la otra noche. Querían pan, alegría para sus hijos: por ello, con su fuerza sin armas, habían luchado. Más que en la ternura, más que en el amor, en estos rostros muertos hallaba Alfonso la solidaridad definitiva.

Sin que la llamara, la música irrumpió en su frente. Hecha dolor, pero también promesa, creció hacia la noche, en ondas siempre más altas. No llovía él cielo en cenizas sobre él, como de chico al descubrir que existe la muerte. Al contrario: sabía que morir luchando reafirma la vida triunfal. ¿Qué importaba cada uno, él, como todos, mañana? La vida, el hombre, el pueblo, no sólo se libraría aquí de estos gusanos del lodo del trópico, estos presidentes, generales y abogados asesinos. ¡Más!

Rompería todo yugo, se erguiría sobre el planeta, lanzaría el puño humano armado de la herramienta, a las ilímites vías lácteas.

Alguien lloraba: no en el soñado lamento de los oprimidos del mundo, sino en cercanas voces de mujeres, quebradas en sollozos. Como se oye al acercarse a un velorio. De los algarrobos de la cima en tinieblas venía un coro de llantos. El oficial maldijo:
—¡Acallen aunque sea a bala esas gran putas! —¿Quiénes son?

—¡Madres y viudas! ¡Vienen a rodear las perras por sus perros!

La mano de Alfonso estremeció la linterna. Echaban ya al hoyo los muertos. De pronto vio Alfredo: su overol, su frente, su pelo. Iba a gritar, reclamándolo, cuando de

ese cuerpo, claro, distinto, brotó un gemido. Rápido le enfocó la luz: no, no era Alfredo; ¡pero no un muerto, no, no, no! El soldado también había oído; roncó:

—¿Son quejidos o que jodes? —y aplicándole en las costillas la suela de la bota, antes que Alfonso pudiera intervenir lo arrojó al hueco.

—¡Mire lo que hace! ¡Ese hombre está vivo¡— gritó, sacudiéndolo del brazo.

—Más muerto o menos muerto ¿qué mierda importa uno de estos?


Se violentó, llamó al oficial, protestó con toda su alma. No logró hacer sacar al herido. Sus oídos se llenaban de otros gemidos. La turba de cadáveres clamaban sordamente a él. Con los ojos desorbitados y el pelo revuelto, bajó y se dirigió a buscar a Baldeón.
—Nada, nada pero me dicen que vayamos a la Maternidad.

Al hospital de niños, por inmediato a los lugares del baleo, habían llevado centenares de heridos. Les consintieron revisar, ávidamente, filas de camas: tampoco.

—¡Hombre —dijo un barchilón—. Deben ver, por si acaso, a dos que trajeron por heridos y que resultaron muertos. Los pusimos ahí abajo, hasta ver...

En una ramada de cachivaches, entre santos de bulto, de madera apolillada, reposaban Mosquera y Alfredo. Mosquera tenía una enorme herida en el pecho. Un cuajaron de sangre se prendía a una de las comisuras de la boca de Alfredo.
—¡Mi hijo! ¡Mi zambo!

Los mechones grises del viejo Baldeón se aborrascaban, como Alfonso había visto enantes, en lo alto del cerro, los algarrobos, bajo el viento. Sus arrugas repentinas casi, sus gestos tardos, le revelaban el alma. En su hombro y en el de Alfonso se sostuvo la hamaca en que, a falta de camilla, lo condujeron al chalet de Belisario Estrella, para velarlo. La lluvia menuda clavaba sus agujas en la frente de Baldeón.
—¡Lo que son las cosas, blanquito, que el padre tenga que velar al hijo, que el viejo entierre al mozo!

Si la garganta se le anudaba, la voz no se rompió. Sus pasos caían pesados como paletadas de tierra.

Con hostigar de malos sueños vinieron los lloros familiares. Los tratos con la funeraria de Ricardo Ortiz, la salida presurosa de Amalia, de Magdalena y los hermanos de Alfredo, Anita y Juan, a dar la noticia a Leonor. ¿Transcurrían minutos u horas? Baldeón miraba al hijo con los ojos colorados, pero secos.
Algunos vecinos los acompañaban y poco a poco acudían otros. Contra el empapelado, tieso de engrudo, de las paredes, crepitaban grillos y polillas nocturnas, y en torno a las flámulas de los cirios, que envolvían el cuarto con el vago aceite de su luz, revolaban miríadas de menudos bichos. Una comadre de Baldeón murmuró:
—Vea usted el bicherío: la de esta tarde ha sido la primera garúa de entradas de aguas.

Alguien añadió:

—En los campos ya ha de Mover duro: en las cabeceras de los ríos.

Una chiquilla, después de bostezar, dijo con disimulo a uno que se sentaba a su lado:

—Mejor fuera criaturita el finado, para siquiera bailar. ¡En velorios de mayores no se baila, porque trae la de malas!

Baldeón se preocupaba por la tardanza de los que fueron a ver a Leonor. Alfonso permanecía a su lado; hablaban una que otra palabra. Ambos pensaban en que nunca sabrían las circunstancias inmediatas en que cayó Alfredo, quiénes le dispararon ni dónde.
Cuando entró Ordóñez, único sobreviviente de los cinco, escapado de milagro, apenas pudo alcanzar su casa y lavarse, resolvió ir a contar lo ocurrido con Alfredo, al veterano Baldeón. No esperaba encontrar al amigo recobrado y velándose.
Rojos los ojos y brillantes, pero siempre secos, Baldeón persiguió en la cara rosada de serrano, con rala barba rubia, de Ordóñez, los últimos momentos de su hijo.

Alfonso apretaba los puños y lo veía inclinar aprobadoramente la cabeza.

—No había más: ¡eso era lo que tenían que hacer!

Los tres conversaban delante del féretro. Callaron. Baldeón avanzó un paso, hundido en sí mismo. Lo tenía al fin y no podría irse más tras las mujeres, los viajes o las luchas. Ya no se movería del ataúd de palo, todavía fresco de barniz barato. Tal vez era la mueca del balazo en la garganta; tal vez una sonrisa la que se le asomaba a los labios y se le dormía en los párpados. Sobre la serenidad de la frente, de la nariz afilada, de las facciones todas vueltas guayacán recién tallado, el fulgor de los velones, el flamear, devolvía su vigor a aquella cara donde Baldeón buscaba mirada ausente.

—¡Sí, sí yo sé que mi hijo hizo bien en pelear!

Alfonso agachaba las sienes vencidas de recuerdos. Baldeón añadió:

— Yo me bromeaba con él: Zambo, cangrejo, vos no tienes conciencia de clase", Y él se reía, ¡Pero yo sabía que los viajes, las trompizas, las hembras, eran para ocupar su fuerza, y que al fin la emplearía junto a su gente, como yo deseaba, como esta vez!
Laura, su sobrina fulgiéndole las lágrimas en los negros ojos, cortó los pabilos crecidos de los cirios. Finalmente, a media noche, regresó la familia sollozante, con la señora Panchita. Baldeón preguntó por Leonor; la habían dejado malísima en la Maternidad.
—Apenas supo que el zambo estaba en la sala, por más que se lo dijimos con rodeos, la agarraron los dolores... ¡Tu nieto ha nacido muerto! —le explicó su hermana Amalia.
—Nada queda de él —y fue ahora que los ojos de Baldeón se humedecieron. Alfonso le apretó la mano.
—Nos queda todo él. Y ya no es sólo su hijo y nuestro hermano: pertenece al pueblo. Lo que Alfredo enciende hoy en el alma del pueblo, ya no se apagará. Ni él ni ninguno de los que han caído esta tarde, muere en vano.
No hallaba Alfonso cómo expresarse. Lo que pensaba lo ponía en su apretón de manos. En los obreros momentáneamente derrotados, en él Ecuador, vuelto a hundir sin reclamo en la noche de la esclavitud y del hambre. El 15 de noviembre y la lucha de Alfredo quedaban grabados como la mordedura del hacha en el tronco del guayacán: los lustros ampliarían su huella en las capas de los nuevos años.
A las cinco de la madrugada, lo enterraron en el cerro, cerca de la tumba grande de los otros.

6

Descendió del tranvía y entró al parque, aún caliente de sol de siesta. Pensativo, se detuvo ante un brocal de cemento, que servía de maceta a una palmera salvaje, de tronco despeñado en cogollos leñosos, y cuyas hojas se abrían sólo en la punta de sus brazos verdes. ¿Vendría Violeta? La aguardó, apretando su carta con dureza de caricia.

Días antes, ella le había dicho.

—No sé, no sé, Alfonso... Te quiero como nunca. Pero es imposible seguir una vida como la mía. Por ti la quería aceptar: ¡no puedo más! Soy como una extraña, peor, como una culpable, en mi casa. Mi madre no me habla ni me responde. Y en los ojos de todos mis hermanos hay una acusación. Si no fuera una queja, diría que me martirizan...
Convinieron en que ella reflexionaría todavía, Alfonso nada esperaba ya. Las mujeres que aman, por sus hombres, no sólo abandonaban a sus padres sino hasta sus dioses, en la lucha de las generaciones. Acababa él de vivir los días de noviembre y hallaba este drama pequeño y vulgar; mas, era el suyo, el de su ensueño, el de la mujer a quien amaba su ardiente juventud.
Todas cuando aman siguen al que aman... Violeta lo seguiría. De antemano había triunfado el tierno e implacable yugo maternal. No lo asombró la carta que había recibido esa mañana en su oficina: tenía que ser así. Sólo que era inevitable que lo rompiera, como habría dicho Alfredo. La letra de Violeta en estos renglones se hacía más fina, más vibrante.
"Alfonso: Esperas una carta mía. Ella no te llevará, como otras veces, la dulce persuasión de una dicha profunda y tierna, que latía en el ritmo de nuestros corazones y golpeaba lágrimas de emoción a nuestros ojos.
El ambiente grato y tibio de nuestras reuniones familiares ya no existe. Tu voz ya no resuena en esta casa, donde siempre aceleraba los latidos de un amante pecho. Hoy sólo estamos frente al más grande sacrificio de nuestras vidas. Y yo te exijo que seas fuerte. Si el destino nos ha señalado víctimas, tenemos que afrontarlo con valentía,


igual como defendimos nuestro amor. Le ofreceremos el silencioso sacrificio de dos almas, la mejor enseña del triste caminar.

Quiero saberte sereno ante el designio de una voluntad que no es la nuestra. Cuando mañana se haya callado el corazón, veremos que más grande es la Mama de nuestro sacrificio que esas bellas horas de dulzura y regalo con que engañamos a la pobre esperanza alucinada.
Soy una mujer que no vale la pena hayas puesto toda la ilusión de tu vida en amarme, ya que en la hora de prueba no he sabido ser rebelde y sustraerme al pupilaje de los míos. No me quieras; siente sólo una inmensa piedad por un ser débil y desvalido como un niño.
Llevo el signo de la cobardía; pero todo lo que te amé y te quiero, no lo mancilles, con una maldición o un cruel rencor. Estoy sola como nunca, hostil frente al camino de esta mi vida con su cosecha de dolor. Te envío el manso ardor de mis manos que tanto amaste, Adiós, Violeta".
Regresó de la oficina como desenterrado del cementerio. El almuerzo se le hacía tierra en la boca. Salió y pidió prestado un teléfono en una pulpería de la vecindad. —Quiero verte. Decirte adiós es más que morir. ¿Y no se ve los rostros de los muertos queridos, todavía una vez, la jornada que se los vela? Unos minutos, unos

segundos más... ¿Quieres?

La voz de Violeta le llegaba frágil, remota:

—Por todos los días que vendrán y en que no nos veremos, sí... ¿Dónde?

—En el rincón de la palabra, allí donde viniste esa ocasión con tu hermana, a confirmar de mi boca tu seguridad de que eran mentiras las infamias que, para alejarnos, te habían contado que yo había dicho contra ti. ¿A las cuatro?
El cielo se veía muy alto sobre los chalets de la calle Vélez, que Violeta cruzaba. La contempló Alfonso llena de leve gracia, percibiendo todo lo que de la elegancia de ella distanciaba su propia tosquedad. Concordaba su traje, de un matiz azul, con el cielo despejado, pero invernal, su cartera, sus finos zapatos y una pequeña gema que llevaba en el dedo y que él diera en su último cumpleaños. Se estrecharon las manos. A través del abejoneo del parque, se deslizaba hacia ellos el silencio, anticipo de la ausencia.

—Nuestro imposible era más imposible de lo que creíamos...

Por los huecos del follaje veían pasar niñeras con bebés, colegiales retrasados, parejas de enamorados. El sol pegaba de costado, haciendo coger tonos de carne femenina al pedestal de mármol rosa de la columna.
—En este parque nos vimos por primera vez a solas.

—¡Y yo soñaba con la dicha, Alfonso, la dicha de tener una casa contigo, de tener un hijo tuyo y mío!

—También yo soñaba contigo, Violeta. No me sé arrepentir de nada, ¡pero tal vez de esto! Y no es por tu adiós. Es por las cosas que he visto en estos días y que me han cambiado el alma: no profano nuestro dolor, pero hay otros ante los cuales el nuestro es pequeño... ¿Cómo pretender ser felices en un mundo en que reinan el hambre y la muerte? En nuestro infeliz país, toda alegría se la robamos a alguien. ¡Aquí no podemos ser dichosos sin ser canallas!
Un estupor infantil coloreó la frente de Violeta, magnolia que parecía increíble que existiera.

—¿Era malo querernos? Por lo que te oigo ahora me da idea como que ya no me quisieras.

—Seguramente nunca te he querido tanto como hoy, con la desesperación de medir que no es sólo tu familia lo que nos separa: es el abismo de nosotros mismos... Tú eres una señorita y yo soy un pedazo de bestia, un pobre diablo que no sabe dónde va, y que busca el camino...
—Pero yo te quiero, Alfonso, y soy yo la desesperada. ¿Por qué has cambiado? ¿Por qué no me hablas como enantes en el teléfono? Ah, ya tengo que irme...

—¿Qué te importa que yo te quiera? ¿No me has dicho tú misma, adiós?

Con los dientes apretados, añadió:

—¿Qué te habría dado de regalo de bodas? Nada es mío en el mundo y no quiero que nada sea mío.

—Aparta esa amargura... Te he querido por ti mismo, no por lo que tuvieras o no tuvieras. No tienes derecho a hablarme así.

—Perdona, Violeta.

—Nada tengo que perdonarte. Oye una última cosa: una vez me dijiste que nunca me darías tu adiós ni me lo responderías si yo te lo diera. ¿Nos decimos adiós? —No soy yo el que hace que nuestros caminos se alejen opuestamente.

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora