Al paso del tranvía eléctrico, Alfonso leyó un cartel medio despegado: "¡Viva Tamayo!".
La tarde amarilla flotaba entre las casas. Se oía, al rodar, un crepitar en los rieles y se alzaban leves chispazos ultraviolados. De pronto Violeta se le robó los ojos. Marchaba a lo largo de los portales. Vestida de negro, su silueta fina se marcaba en la hora borrosa. Se encontraron cara a cara. Luego, siempre la vio así, casi en símbolo, venir hacia su
—¿Es muy burlona? Se ríe mucho.
—No de usted, sino con usted.
La mañana que la conoció, acababa de regresar de la oficina. La familia de ella se cambiaba al piso alto de la casa donde Alfonso habitaba. Aún trasladaban muebles unos cargadores. En la acera, Violeta hablaba con uno de sus hermanos. El silbo cristalino de un pasillo de moda, hizo que ella buscara con la mirada. La vio: el día le caía en la cara y en su blancura resaltaban las pestañas. En ambos fue involuntaria y fugaz (a sonrisa.
¿Enamorarse? ¿Qué era enamorarse? ¿Qué tenía que ver el amor —Gloria era una prueba— con sus termos gastados, su sueldo miserable, sus obligaciones, que sentía sagradas? No vivía amargado. La vida no era buena, cierto, pero es que cada cual nace con su suerte. Y él sabía encontrar a su modo el gusto a la vida.
Indudablemente había cosas peores, como el dolor de su madre cuando abandonó los estudios. Leonor se empeñaba en que siguiese una carrera. Habría dado la existencia por lograrlo. Pero la pobreza era cada día peor en la casa. Alfonso no podía ver destrozarse más a la madre y palidecer de hambre espiritualizada a las hermanas. Era demasiado.
—Mamá, desde mañana no voy más al Vicente: tengo un empleo, un empleo bueno.
—¡Hijo!
Se derrumbaban las ilusiones en su frente. Las venillas azules de las sienes temblaban. Parecía encanecer a la vista. Sus labios se fruncieron en una mueca de infantil desencanto. Él la besó en los cabellos. Rió por alegrarla. Se oía su propia risa. Nunca la había oído. Dejaba de ser niño.
Luego, fueron cerrándole los horizontes las diez horas diarias sobre la máquina de escribir, en una atmósfera densa de polvo de papeles archivados, de las toses de los empleados viejos, aferrado por la sed, que el agua del lavabo tibia como el caldo, era incapaz de saciar.
Violeta le abría confines de imposible espejismo.
Quiso alejarse de ella, desde el principio, y no pudo. A los pocos días de ser vecinos, los presentaron. Recordando la sonrisa de su primer segundo, le fue duro hallarla amable e indiferente. Ahora, desde el tranvía, la veía después de días.
Bajó con paso vehemente. A sus puertas contiguas llegaron iguales. Luisa, hermana de ella, conversaba ante las ventanas, con Paca, que les sonrió:
—¡Aja, vienen juntitos!
— ¿Y qué fuera que éstos se salieran enamorando?
Violeta, ruborizada, se lanzó a la escalera. Arriba tocaban piano. La calle perdía a lo lejos sus filas de casas y covachas, bordeadas por los faroles de gas. Luisa le puso la mano en el hombro.
—Vea.
En el cielo, azul líquido, ascendía la luna, enteramente metálica.
—¿Vamos esta noche a la avenida Olmedo, a comer chirimoyas?
—¡Ya estuvo! —intervino Paca—. ¡Qué luna!
Al ir junto a Violeta, bajo los ficus negros, la miró con nuevos ojos. Ella, riéndose, le preguntó si era romántico. El alegó que, a su lado ¿cómo no lo sería? Se cubrían de brujería deformadora las casas con las ventanas ciegas, los rincones de penumbra, las parejas de enamorados. Palidecían los faroles de los tendidos de fruta, adosados a los troncos chorreados de resina.
—Nadie duerme esta noche. ¿Que no se amanece en la calle? Hasta los perros están alegres y hasta yo.
—¡No sea bruto, Alfonso, no se iguale con los perros! —echó ella la risa. Luego seria, añadió:
—¿Acaso es triste siempre?
—A menudo.
Violeta alzó la vista a la camisa roja que él llevaba y a su cara tosca, como tallada desde dentro por sentimientos silenciosos.
Las cholas vendedoras, vestidas de blanco percal, en el aura lunar y a los aletazos de sus faroles, semejaban tinajas. La brisa del río disolvía aromas de mujer, el olor a flores y almíbar de las chirimoyas, vaho de marea.
—¡Las más dulces, caserita, las más dulces!
—¡Estas son verdaderas de Puna!
—¡A tres por dos las sin pepas!
Violeta dejó de estar bulliciosa. Las familias iban adelante. En grupos, conversaban y escupían las menudas semillas. Zarpaba una balandra en la luz de la ría: las vetas audaces y el casco se perfilaban en manchón agudo. Estaba tibio, en la mano de Alfonso, el brazo de Violeta, que cogiera, no sin timidez. Lo invadía cálida exaltación.
—¿En qué piensa que va tan callado?
—Voy oyendo su silencio.
—Qué lindo sabe silbar. Lo oí ese día.
—Es que soy un músico hipotético.
Le huyó Alfonso, desde esa noche. Callaría para no exponerse. El padre era alto empleado de banco, los hermanos también tenían buenos empleos. Vivían bien. Alfonso comparaba sus arañas de gas con camisolas, con el tubo ahumado de la lámpara de su sala, que limpiaba Paca y que dejaban oliendo a cebolla sus manos que habían cocinado. Si uno es pobre ¿cómo no ser orgulloso?
Violeta se adelantó la primera, a recibirlo. El traje blanco, amplio y suelto, de corte antiguo, adquiría una gracia viva sobre su cuerpo joven. Alfonso se contentó de haber accedido a subir a visitar y a tocar piano. Gozó la pequeña vanidad de que ella fuera a oírlo.
—¿Se ha sacado la lotería?
—¿Yo?
Violeta rió:
—Como no quiere ver a los pobres.
El reclamo lo alegró más. Pero lo cortaba no saber qué conversar. Todo lo cohibía: los ojos de la señora Elvira, a través de sus lentes; el arreglo de la sala, que le pesaba extraño; la atención proyectada hacia él; el fastidio de que Violeta se fijara en sus uñas deshilachadas por la máquina de escribir. Respiró cuando le ofrecieron el piano.
Tocó varías piezas de moda. El instrumento dócil y afinado, se ganaba las manos. Las notas vulgares de valses y mazurcas, buscaban las capas profundas de su emoción. Una apremiante violencia le azotó las muñecas. Alrededor se borraron los retratos, las consolas, las alfombras, hasta los rostros que lo circundaban.
Nada le quedaba del deseo mezquino de agradar. El vino de las músicas viejas le vertía su vapor en los ojos. La noche alada de fuera, la noche de la ciudad, de calles de cascajos y bledos, de cercas coronadas de reseda, de mulatas calientes y de perros sin dueño, venía a poner su letra de miseria y abandono, a las músicas europeas henchidas de otro aliento, desgarradas de otra nostalgia, anhelosas acaso de otro bien.
Hubiera querido tocar la música que soñaba suya. ¿Cómo esparcir los vírgenes ríos sonoros, que en las horas de esperanza creadora, vertían en su pecho y en su cráneo, sus torrentes diluviales? Amaba estas otras músicas con el secreto orgullo del que ama voces hermanas, aunque nadie sepa de la suya, no dicha. Pero sabía que su vibración íntima era distinta, y le era fiel Aquellos músicos, tal vez hasta el Beethoven oceánico, eran saciados. Él era pobre y era americano con el indio en los ojos y el mulato en los labios. Su propia vida y la vida de su tierra, lo hacían ser un sediento. Qué orgullo y qué desgracia haber nacido en Guayaquil. ¡Pero qué fuerza saber que nuestro destino es nuestro mundo y que ni se quiere ni se puede salir de él!
Para Violeta, de pie a su lado, mirándolo vagamente, querría Alfonso, por un prodigio, tocar de corrido su música aún no escrita. Ya no por agradarle sino por entrar en su espíritu. Que brotara de sus dedos la magia perseguida, que la penetrara como una comunión religiosa, y suscitara, fundiéndoles, el hecho siempre perfecto del amor.
De pronto Violeta le puso la mano en su mano; le buscó los ojos:
—Usted no ama su destino. ¿No escribe poesías o música?
—¿Cómo lo sabe? Para usted la escribiré. Notó que ella temblaba.
—Calle.
La brisa mecía las cortinas de encajes de las puertas y los finos helechos de las macetas.
—Siga —insinuó alguien.
Tocó la serenata de Schubert, gusto romántico de su madre. Abajo, en el departamento, desde su hamaca, tal vez escucharía. No la tocaba para ella desde hacía años, desde que vendieron el viejo piano familiar en que Alfonso aprendiera de oído. A través de muchas hambres lo respetaron. Todos en la casa lo adoraban. Por una enfermedad de la ñaña Carmela, hubo que sacrificarlo. Entre la máquina de coser y los muebles de bejuco, quedó el vacío de un ser querido. Y en las noches en que, ya tarde, caía de conversación sobre muertos, las hermanas de Alfonso, aseguraban que luego, desde el dormitorio, oían el paso de los acordes del piano ausente.
—Se nota que le gusta tocar. No es sólo amabilidad para con nosotros ¿Por qué no viene siempre a hacerlo? Hágalo cuando guste, tenga el piano como suyo... — animó la señora Elvira.
Violeta y el piano lo habían estremecido hasta las raíces de su ser. Por ella volvía a oír en sí las armonías que, arrullando su niñez, le dieran la ilusión de haber nacido músico; recobraba la fertilidad de su espíritu. £1 misterio musical retornaba cotidiano, a obsesionarlo en la casa, en la oficina, en la calle.
Los cholitos jugando, golpeaban con un palo un aro de zuncho o pateaban una pelota. Un negro, construido en el mismo metal del yunque sobre el que se curvaba, arrancaba con un mazo, chispas y sones, en la sombra de una herrería. La risa de las mujeres tras las puertas era un clamor de papagayo. Con campanas pesadas de sol, una iglesia daba la hora. Reclinaban en el empedrado las ruedas de las carretas. Alfonso amaba los ruidos: venían a arrancar ecos límpidos en su alma y a unirlo con las gentes, los cielos, las yerbas y las piedras.
Hasta ahora no había intentado clavar notas. Había aprendido música con el profesor Albert, a quien conoció en el colegio Rocafuerte, y cuya hija Pepina, con la que trabó gran amistad, le ayudó también a abrir el enrejado simbólico por el que se penetra al universo de los sonidos. Albert, una ocasión, escribió uno de los ritmos que Alfonso escuchaba en sí, y que sólo silbando podía expresar. Pero a él algo se le rehuía, no sé que le faltaba. ¿Cómo encontrarlo? Un día lo sabría, un milagro repentino de cielo en que nacen las estrellas. ¿Cuándo?
Lo que hasta hoy alcanzaba, en sus noches, ante la ventana de su cuarto o en un baile cualquiera era el rascar de sus uñas roídas contra las cuerdas de la guitarra femenina y doliente. Le parecía una adivinación de sonámbula, la de Violeta al hablarle del destino y de la música.
Había venido, como venía ahora casi todas las noches, a conversar en general, e insensiblemente más con ella. Lo intimidaba hallarse solos. Violeta le sonreía. No acertaba con el tono cercano y reticente de siempre. No quería, no podría decirle que era su obsesión cada una de sus horas.
Parecía extraño a las gentes.
—Oye, ve, desgraciado, cuidado te aplasta un carro, ¿es que vas en babia? —le había dicho ese mismo día un amigo, al cruzarse.
Sobre la mesita interpuesta entre ellos, en medio de los objetos de adorno, las manos de Violeta reposaban puras, blancas, las uñas hacía abajo. Le brillaba en los labios una sonrisa nueva. Cogió un cubilete con dados.
—¿Probamos?
Alfonso asintió, mirándola a los ojos. Cayeron ases. Extendió la mano y echó a su vez. Enrojecía, pensando en que ella lo observaba y debía encontrarlo feo, cosa que nunca le había importado. También él sacó ases.
Violeta rió suavemente y tiró por segunda vez, un tres en cada dado. De inmediato, Alfonso sacó iguales puntos. Saltó ella:
—¿Qué? ¡A ver, tiremos otra!
Por tercera vez marcaron iguales suertes: cincos.
—¿Y esto qué es, Alfonso? ¡Me da miedo!
—Es la sangre que late igual.
—¿La sangre es el destino?
Callaron, sintiendo lo desconocido que había en sí mismos. Tras la mampara movían una silla, se oían pasos familiares. Lejos, rodaba una canción en un fonógrafo. Alfonso se despidió. Por el claustro, más allá de la escalera, se divisaba un trozo macizo de cielo, nocturno. A decirle hasta mañana, ella se arrimó al corredor, tan blanca, tan fina. En sus pestañas se dormía todo el hechizo de la noche de la tierra. Tendió la mano.
—Las estrellas están despiertas.
—¿Recuerda la otra noche, al volver del teatro? También sentimos las estrellas, las hicimos algo nuestras, Violeta.
—Los que se aman, se vuelven hacia ellas.
—Son un espejo demasiado grande para el amor.
Supieron que ambos las amaban y a Alfonso le evocaron su niñez, cuando el abuelo le enseñaba a conocer la osa y el carro. Acostumbraba entonces tenderse cara al cielo, frente a las noches encendidas. Sentía, no un tumbado claveteado de plata, sino la vastedad abisal, en que palpitan, más cerca o más lejos, más mundos y más mundos.
Con el rumor de las olas de sus propias sangres, bajaba a ellos un rodar infinito. Él se detuvo y se atrevió a cogerle la mano que le tendía. Sus caras se hallaron muy próximas. Al mirarse, creyeron en el éxtasis. Se dijeron lo que siempre se ha dicho, lo que siempre se dirá.
Por sus aficiones musicales, Alfonso trataba un tanto a los del oficio en la ciudad: entre ellos, al maestro Odilón Cervantes. Lo divertían sus camisas chillonas, su melena embetunada y su panza, donde metía sin tregua guineos. Pero lo admiraba transfigurado, cuando entre la papada y la mano regordeta, sostenía el violín. Esa noche afirmó:
—Lo que le digo Cortés: si con el sereno que le demos, no vuelve con usted la niña, ¡no me paga!
—Una cosa es con violín y otra con guitarra, maestro, y la guitarra la voy a tocar yo.
La nocturnidad de la calle, sin policías y sin perros, densa bajo los profundos portales, se volvió más criolla al ascender la queja del violín y, desde las cuerdas de la guitarra, el reclamo viril. En manos de un segundero de Odilio, una mandolina terciaba sus cuchicheos de alcahueta. Olía a viento, a flores lejanas. El instante fugaba en las notas efímeras.
¿Cuál es la guayaquileña tan desdichada que no le hayan dado siquiera un sereno en su vida? La guitarra de Alfonso llamaba sus otras horas con Violeta. Le preguntaba si se acordaba cuando en el corredor, a la entrada de la escalera de su casa, en medio de todos, jugaban al cine haciendo que las siluetas de sus cabezas, distantes sin embargo, se besaran en la pared. ¿Había olvidado ya los libros que leyeron juntos, las cabezas de niños que acariciaron al pasar, cuando cruzaron, pareja feliz, por los
parques evaporantes de calor? La guitarra también quería oírla repetir lo que palideciendo, murmuraba:
—Imposible.
¿No regateaban todas las madres a sus hijas el derecho al amor? ¿No amenazaban siempre los hermanos, patear al que pretendía hacerlos cuñados? El violín floreció la ilusión de un aroma de azahares: insinuó los ribazos con luna roja en el agua, donde crecen limoneros y no existen suegras. La mandolina bajaba su voz hipócrita: apenas sugería las bocas mojadas de besos, las manos trémulas, la embriaguez de los alientos que se funden.
—¿Imposible?
La letra de los pasillos aludía al frío de la ausencia, a las distancias vacías en que se extienden las manos, buscando las manos amadas. Tres piezas son de rigor en un sereno: la tercera, inevitablemente, tiembla de adioses, se queja por los días futuros, ¿Se verían mañana? ¿Marcharían sus vidas por rutas distintas? Una vez más, la guitarra y la voz varonil, advertían que la noche se iba, formulaban la postrera pregunta.
—¿Imposible?
¿Se habría despertado Violeta a escuchar? Alfonso sabía la vieja creencia, olvidada en los serenos de hoy, de que sería risueño el porvenir, si la muchacha se levantaba y él conseguía a través del canto y los instrumentos, oír sus pasos al acercarse al balcón. Espiaba, onda tras onda, la magia sonora, que volaba sobre el barrio dormido. Leve, le llegó el roce de los pies descalzos de Violeta. Crujió la ventana: en la sombra se dibujó claro su rostro, entre las trenzas fragantes. ¿Pero acaso los augurios no mienten, como las personas?
Con palabras difíciles le hablaba ella del final irremediable. No le daría detalles, él debía suponerlos. La oposición contra su amor, era tal vez más grave, por su misma delicadeza. No habían surgido escenas. No le habían lanzado una mala razón. Apenas se deslizaron insinuaciones y se proyectaron sobre ella silencios amargos. Hubo preguntas sueltas. Insensiblemente había entrado en juego el poder espiritual que su madre había sabido crearse, y que la erguía sobre la casa en amplia figura dominante, envuelta en dulzura e imperio, como las genitoras virginales de Murillo.
¿Con qué fuerzas iba a resistir Violeta? Las manos le temblaban, ¡las manos! Alfonso pensaba en la sonrisa de la señora Elvira, en su frente; en la ternura y la rigidez de su mirada.
—¡Adiós! —a él también le tembló un instante el puño.
La desesperación con que amaneció Alfonso, tras la noche de insomnio, no era de las que se alivian con aspirinas. Pero la vida se rehízo en alegría inesperada, cuando muy temprano, una muchachita le trajo un papel: "Querido: Anoche, después que hablé contigo, sentí que te quería más. No puedo vivir ni pensar ni leer, sólo tú ocupas mi pensamiento, mi alma. Sin tu amor, no podría seguir. Todavía conservo en mis párpados tus besos. Te besa muy despacito, Violeta".
Caía el cielo sobre los postes y los alambres, los aleros picudos, la cal le oscureciendo. Aromas, tamizados de distancias llegaban hasta el balcón. De los portales subían gritos de niños que jugaban. Violeta y Alfonso se encontraban en el silencio: no podían hablar íntimamente, pero estar juntos era ya una embriaguez.
Se aislaban de los rumores de la casa y del barrio, del vuelo de las nubes y del vapor de luz que se extinguía. Sólo quedaba la mutua presencia. Era como si recién se conocieran o como si se hubieran conocido siempre. La penumbra se hacía pesada en los párpados de ella. Su rostro, de óvalo puro, volvíase irreal. Y únicamente la sonrisa se delineaba con la cercanía de un beso.
—Sólo a tu lado, vivir es vivir.
—Sin ti, es la soledad.
—¿Tú también sientes lo que es la soledad? Las manos se tocan, no se enlazan. Nada dicen las palabras. Mundos separan mis sueños de los otros sueños. Mi sangre es solamente mía; y nada más que con la tuya tiembla igual.
Volvieron fuera la vista, palomas, irisadas por finales retazos de sol, se posaban en la guardalluvia. La noche bruñida, palpable, pero traslúcida, comenzaba a envolverlos. Por encima de la extensión confusa de tejados, en el aire metálico, se perfilaban sombrosas colinas.
Peones con mecheros encendían el alumbrado. Entre un traqueteo de latas mal unidas, una voz que no se sabía si era triste de sí o si la doblegaba el crepúsculo, se extendió sin alzarse, parecida a un lamento.
—Basuraa... Basuraa...
Era vulgar la calle de caserones de quincha, infecta la carretilla de desperdicios, un vencido el hombre cobrizo que la conducía y con su grito marcaba el paso del instante; mas, sin motivo, Violeta y Alfonso se sobrecogían. Los faroles de gas agitaban sus Mamitas sangrantes: su claridad pobre, por los estantes, los boquerones de los zaguanes y los chatos grifos de hierro, se encogía y se alargaba sobre las piedras.
Una onda de vida que ¡levaban consigo también las suyas venía de fuera, hacia sus frentes.
—¿Sientes la noche?
—Contigo he aprendido a sentirla.
—Cuando no esté a tu lado...
—Calla,
—Y sin embargo, la alegría existe y es natural. Y tú eres la alegría.
Ella le miraba la frente que tenía una aspereza de corteza de árbol, pero de cuya forma emergía una serenidad que resultaba infantil. ¿Cómo había llegado a quererlo así? Al principio no se lo imaginaba. Había amado antes, ¿Qué eran esos amores ante esto que la mantenía despierta las noches y colmaba cada minuto y cada segundo sus días?
Espontáneamente sus infancias afluyeron a los labios de ambos. La voz de Violeta y las cosas que evocaba, se mezclaron para Alfonso en una oleada de íntimas resonancias que iban a despertar los ecos de una música como nunca se oyera en el corazón. Sintió que si lograra cifrarla en notas, habría al fin hallado su voz. La oía como se oye en los sueños.
Del misterio de su memoria se levantaba un mediodía de sol en el campo. El padre trasladaba la familia a una casa nueva, en la hacienda que administraba. A Violeta, pequeñuela, la conducía a caballo un peón. La casa de mirador se erguía sobre la sabana. Negros tilingos volaban en los algarrobos. Tórtolas tierreras se alzaban del pasto. Al llegar, el peón la entregó a los brazos de una sirvienta.
La casa nueva trascendía a maderas frescas, en choque con la vasta luminosidad de fuera, el cuarto donde la llevaron a hacerla dormir, pues no podía más de cansancio, se veía un rincón casi azul.
Al contárselo a Alfonso, Violeta titubeaba.
—No sé por qué te cuento. Con nadie tengo ni he tenido confianza como contigo. ¡Son cosas de chica!
Se abrían sus ojos a la vida. Era una chiquitina frágil, de breves trenzas gruesas, con su gestito de timidez. Acostumbraba andar apegándose a las paredes, tal vez por temor a la avalancha de juegos de los hermanos.
—Tenía un pollo que me regaló mamá y que yo mimaba. Era una mota chiquita de plumón amarillo, con los ojos de cabezas de alfileres y el piquito tierno. Para que veas lo que entonces era el tiempo para mí: una tarde dejé mi pollo siendo pollo; y, al día siguiente amaneció grande, gallina. Ya no lo quise.
Con las hermanas se levantaban al amanecer, a correr por los piñales. En la yerba, los píes desnudos se bañaban de frescura, rompiendo las lentejuelas del rocío.
Sorprendían el primer mascarón rojizo del sol, tras los carrizales. En la galería cantaban en sus jaulas caciques, azulejos y colembas.
—Cuidaban la casa dos perros grandes. El uno se llamaba Pilo y el otro Sultán, Los chicos jugábamos con ellos. El uno tenía las lanas pardas y el otro negras. Eran tan altos que mi cabeza no les alcanzaba ni por el lomo, pero muy mansos. Por la expresión de sus ojos brillosos parecían gente.
Para la hora en que las sombras trepaban al par que las enredaderas, por los muros de la casa, no había nada como la falda de mamá. Era tibia y olía a manzana igual que los cajones de las cómodas. La falda se la disputaban entre Violeta y Pancho, el hermano de un año más que ella. ¡Qué bien se iban durmiendo suavemente allí!
—Mamá era muy hermosa, Alfonso, espera voy a ver si encuentro a mano un retrato de esa época.
De la atmósfera diluyente que se ahueca en las antiguas fotografías surgía la galería de una casa de hacienda, Don Leandro, con su fisonomía franca y recia, pero entonces juvenil, vestido de cotona cerrada al cuello, presidía de pie el grupo. La señora Elvira sonreía, rodeada de las filas desiguales de hijos e hijas. Se creía una hermana mayor por su esbeltez y su cara de chiquilla.
—¿Cuál de nosotras se le parece a lo que ella era?
—Tú. Sin ser grande la semejanza física, es la misma ligereza de la actitud y la misma manera de mirar tímida y curiosa. Oye, y esta otra foto yo me la llevo...
Era Violeta, apoyada en el alféizar de un ventanal. Afuera, en un cielo borroso, se desplegaban las ramas de una palma. Volvía ella la cara seria, no triste, bañada de la claridad interior que él amó desde que la conociera. Se guardó el retrato.
Le había contado sus sueños: Violeta sabía de la armonía que él perseguía en sí, y conocía su gesto de ironía por el contraste de sus ambiciones con su vida. Ella protestaba:
—Tú escribirás tu música, lo sé. Yo la adivino, la conozco. A veces la oigo en tu voz.
—Si lo consiguiera, sería por ti. Desde que te he conocido he vuelto a escucharla. Hacía mucho que ya no la oía. ¡Por ti vuelve a cantar triunfalmente! La oigo tan clara como de niño: menos clara pero más intensa.
—¡Si nos hubiéramos conocido entonces!
—Cuando contaba, decían que yo era loco, que oía cosas que no oyen los demás.
Comenzó a oírla a causa de la iglesia. Muy pequeño, la madre lo llevaba, las madrugadas. Golpeaba remota de sueño la campana de la catedral. Cruzaban de prisa las calles. Arrodillados en una banca, Alfonso se cogía de la falda de Leonor, con miedo a las beatas. Se respiraba la frescura encerrada a humo de incienso y ceras. Bridaba el altar. La voz del armonio crecía hacia las bóvedas altas. Pasaba sobre las cabezas estremeciéndolo y transformándolo todo. El aire vibraba con una dulzura solemne y Alfonso experimentaba un estremecimiento lúcido y supremo.
Al salir, no era el mismo chico de antes. El mundo que lo rodeaba, se había vuelto un inmenso juguete sonoro. Algo oía, algo dentro de sí, pero que era a la vez las palabras de su madre, las canciones con que ¡o arrullaban antes, el rodar de los coches, los pregones asoleados de los vendedores o el aguacero en los techos, al dormirse, aspirando el olor de los vestidos de sus ñañas, con una dulzura inexplicable.
—También yo te cuento todo, Violeta.
—Todo lo tuyo posee algo mío desde siempre.
—Era mío un algarrobo...
El departamento donde vivían, tenía ventana y puertas laterales al patio en que se levantaba ese árbol de tronco roqueño y copa inextricable, ¿Para qué robar nidos, si residía entre ellos? Costó tiempo para que le dieran permiso de subirse. Enhorquetado entre el follaje, amaba las montañas, los castillos, los jinetes desmelenados, las doncellas angelicales, los osos, todo lo que dura unos segundos en el paso de las nubes cambiantes. Olía a jugo de hojas tiernas, a plumón de lechuzas huidas de madrugada, y el humillo que se elevaba de las vecindades, a menestra batida. ¡Y debía dejar todo eso, para ir a la escuela!
Poco después, él mismo fue quien deseó ir.
Una tarde había preguntado por qué no comían. Carmela, la mayor de sus hermanas, le respondió:
—No tenemos hoy. De que estés grande, trabajarás y no nos faltará. Para poder trabajar entonces, ahora debes ir a la escuela...
—¿A la escuela? Yo odió la escuela.
Carmela lo miró sin decir nada; y él, frunciendo el ceño, rectificó suavemente.
—Odio la escuela, ñaña, pero iré.
Pocas veces le dejaba Leonor que, en tanto que ella cosía, él diese vueltas a la manivela de la vieja Selecta. Pero a Alfonso le gustaba ayudarle. Cuando no se lo permitía, siquiera permanecía en el cuarto, tirando de un cochecillo de carretes de hilo. Y les contaba a ellas las palabras que oía en el golpeteo acompasado de la máquina. Eran muchas y según los días distintas:
—Carrera, carrera, carrera... —unas veces, y otras:
—Las tres de la tarde, las tres de la tarde, las tres de la tarde...
—¿Las tres de la tarde? ¿Por qué? A esa hora naciste.
Quizás las palabras dependieran del más o menos cansancio del brazo de Leonor.
—No sé qué es nacer, Leonor. La máquina dice.
A fin que ella reposara y por el placer que le producía, antes que oscureciese, Alfonso le rogaba que viniera junto a la ventana, a leerle. Su voz era suavemente monótona, pero tan precisa que él distinguía lo que decía el libro de lo que decían las gentes que vivían en el libro.
Eran las veladas de La Quinta. El Robinson suizo, la Geografía Universal, de Gregoire, María, de Isaacs, la Historia de los Girondinos, otros.
Después de leer el asesinato de Marat o la llegada de los marselleses a París, el año II, Leonor le mostraba un grabado en acero.
—Un descamisado.
—¿Por qué era descamisado?
—No tenía camisa o tenía una sola desgarrada.
Alfonso simpatizaba con el rostro fiero y sonriente, de los cabellos remecidos, la mirada franca, los zuecos sobre los adoquines del arroyo parisiense y, detrás, el farol con el grotesco aristócrata ahorcado. Cuando Leonor, en el viejo piano, le tocó La Marsellesa, se la hizo repetir tres días, hasta aprenderla. La silbaba al acostarse y al levantarse. No logró enseñársela a los pájaros del algarrobo, aves de ciudad, chagüices, brujos, viviñas, todos mudos...
Ahora la vaga luz de la noche confluía en la cara de Violeta. Ya no era irreal, sino intensamente próxima.
—Yo, de chica, defendía las golondrinas...
Los corredores se tapaban de la resolana, con cortinas de lienzo. El viento sabanero, inflándolas, parecía que quisiera hacer navegar la casa. Una de ellas, permanecía atada, formando un hueco, una especie de regazo. Allí anidaban golondrinas.
—¿Hay golondrinas en nuestra tierra?
—No sé, los montuvios las llaman así.
Por las tardes, una tras otra, abrían a lo alto sus alas triangulares. El gordo gato romano espiaba el instante en que una aparecía, para cazarla al vuelo. La chiquitina Violeta vigilaba interminablemente, cuidando el nido y espantando al gato con un palo de escoba. A veces libertaba al avecita temblorosa, ya de las mismas garras.
—Influyó mucho en mí, ver sufrir a mi madre.
—¿Por qué padecía doña Elvira?
—Por el veterano. Lo que hacía, no lo hacía de malo, pero acaso por eso resultaba peor.
—¿Bebía?
—No. Era violento y mujeriego. Viéndolo como es, no puedes hacerte idea de cómo fue.
Quería a la señora Elvira; ni amor ni pan les faltaron nunca a ella y sus hijos. ¿Qué iba a hacer si su sangre llameaba y ante él se extendía la tierra abierta? Mantuvo mozas en todos los pueblos y recintos del contorno. Sus ojillos irradiaban un fuego imperioso. Lo mandaron a matar muchas veces, sin conseguir ni rasguñarlo. Machete en mano se metía entre las peonadas borrachas y las dispersaba a planazos. Jamás bebió una copa de licor, pero ni los más ebrios lo igualaron en violencia.
La figura de la señora Elvira cruzaba sola, con la palmatoria en la diestra, por entre los mosquiteros de las camas de sus hijos, en las noches de espera. Ya no lloraba como los primeros años. Le nacía una fuerza parecida a la de él. Sin un reproche lo dejó desbocarse afuera. Apagó sus celos de mujer. Se consagró a los chicos. El se imponía con el puño en la sabana. Ella en la casa dominaba con una mirada.
El profesor al que pagaban para que permaneciese en la hacienda, enseñando a los chicos —un español anciano, decidor y bondadoso— tuvo que ausentarse. Debieron ir a educarse a la ciudad. Allí se instaló con ellos la señora Elvira. Don Leandro siguió en su trabajo en el campo. A solas, ella terminó de hacer su mundo suyo de su casa. La modeló como quiso, sintiéndose responsable sólo ante su Dios.
—Al fin en esa forma hizo su dicha; pero en mi casa, Violeta, mi madre viuda luchaba sola. Si existo es porque ella, trabajando, daba a pedazos su vida para que mis hermanas y yo viviéramos.
¿Qué noche de su niñez no la vio junto a la lámpara, erguida, alegre, con una costura entre las manos? En este instante, creyó percibir que las manos de Violeta se parecían extrañamente a las de su madre. Las formas de los dedos y las uñas, el tamaño, eran iguales.
—Presta la mano.
Se la tendió y él pudo ver la semejanza también de la trama de rayitas entrecruzadas en las palmas sonrosadas.
—¿Para qué?
—Acabo de fijarme en que tus manos se parecen a las de mi vieja.
—¿Cierto?
—En todo, sólo que las de ella están ajadas por el tiempo y el trabajo. Pero son lo mismo, de suaves y frágiles; ¡y de poderosas! No sé dónde he leído algo acerca de la fuerza sin esfuerzo de los ángeles...
¿Qué muchacho no tiene una matraca, un pito, en nochebuena? Una, ya lejana, Alfonso no tenía, Leonor no alcanzó de tarde a terminar una costura. Algarabía de carricoches, gritos, petardos, bengalas y risas se derramaba por las calles. Ceñía él los fierros de la reja de la ventana contra la frente.
—Alfonsito, mañana que entregue el vestido, te compraré el revólver de juguete que te gustaba. ¿Estás llorando?
—Mamá, los hombres no lloran. Estoy viendo.
Tras él la luz de la esquina, cortaba un retazo en el piso. Los grupos se habían alejado. La pulpería cercana se cerró. Para el revólver necesitaba siquiera un rollo de fulminantes. El silencio soplaba por las bocacalles perdidas. ¿Pediría que se los compraran? ¿No sería demasiado? Paca tenía muñeca. E! viento removía un ramaje. La voz del armonio lenta. Con ella se iba la tarde llena de carretas retrasadas y de olor a yerba. Palabras casi cuchicheantes lo despertaron bruscamente, en la cama. Lo habrían traído dormido. Aunque hasta él venían confusas, reconoció las voces de su hermana Carmela y Leonor.
—Sí, mamá, con eso son veinte, pero ¿y lo de la casa? Yo no le dije temprano. La sirvienta de la señora de arriba, trajo el recado si no podemos pagar, que desocupemos, que son tres meses...
—Todavía no son tres cumplidos; podría esperar.
¡Si le pagara mañana uno con lo del vestido! ¿Pero el revólver de Alfonso? ¡Pobrecito!
Ni bien amaneció él le declaró a Leonor que ya no le gustaba el revólver. Ahora le encantaba un barco; él y su amigo Baldeón tenían conseguido un trozo de palo de balsa e iban a construirlo. Sería balandra de dos mástiles. La ñaña Carmela les cosería las velas. ¿Para qué revólver?
—No era sacrificio, Violeta. Algo más sencillo: era hacer coincidir el gusto con la obligación.
Ella lo miró, sonriéndole como a él le gustaba. Y volvió a su vez, a contar:
—Cuando vine a la escuela por primera vez, era una perfecta montuvia. Me quedaba aislada y huraña en mí banca.
—Adivino como eras. En tu rostro actual reveo tus rostros anteriores...
—Yo también sé cómo eras. Bueno, de verdad que era tímida, absurdamente tímida.
—¿Más que ahora? —sonrió Alfonso.
Violeta compartió la sonrisa:
—¡Mucho más! —Y siguió:
—Me agradaba vestirme de amarillo claro. Con un lazo de cinta del mismo color, me ataba el pelo que llevaba raya a un lado.
La profesora era una solterona que tenía lejano parentesco con don Leandro. Por eso a Violeta la cuidaba y la mortificaba más que a las otras alumnas. Una vez le dio para que aprendiera y lo declamara en una fiesta escolar, el poema "El cuervo" de Edgardo Poe. A ella la horrorizó esa ave con su agüero inexorable. Por lo mismo, se le grabaron enseguida los versos. Pero se negó a ensayar. Callaba obstinada, fijos los ojos en la madera del pupitre, garabateada de lápices. La maestra, bajo su capa de colorete, se encendía de furia:
—¡Pero dilos, Violeta! ¡Si los sabes, si los has dicho a tus compañeras! Delante mío es que no quieres. Tendré que darle las quejas a Leandro. Le avisaré a Elvira.
Al fin le retiró el papel y se lo confió a otra.
—Después dicen que una no hace por la familia. ¡Pretenciosa!
En la escuela atribuían su retraimiento a orgullo, cuando era, en el fondo, timidez.
—Pero sí era orgullosa, te confieso, Alfonso. Así me criaron. Aunque sin ser lo que se llama rico, a mi padre le ha gustado siempre vivir bien. No he experimentado pobreza sino una ocasión, ya grande, en que él estuvo unos meses sin empleo. ¡Niña mimada, figúrate!
En el departamento bajo, de la casa en que habitaban cuando recién se trasladaron a Guayaquil, vivía una familia con numerosas chicas. Eran huérfanas de madre. El viejo, al que Violeta y sus ñañas veían por el claustro pasearse en chaleco, semejaba un loro, disecado de puro hético. Ganaba un sueldo miserable. Los hijos llevaban callados su ropa usada y su hambre. Eran demasiados. Probablemente la madre había muerto de tanto parir. Formaban un coro de manos céreas, trenzas raposas, labios exangües, cuellos de paraguas y párpados morados bajo los que brillaba la mirada inteligente y tísica.
—Las Mendoza están faltas de alpiste —murmuraban las vecinas.
—Lo que voy a contarte es para que tú que me crees buena, veas cómo, sin saberlo, se puede ser monstruo. Y me castigo todavía, con el dolor de que lo sepas tú que quiero que me quieras...
Acalorada, ardidas las mejillas, con la boina echada a la oreja, volvía de la escuela. Sol de las cuatro, anaranjado pero quemante, azotaba de lado, marcando los estantes sobre el portal. La garganta seca de las lecciones, y las axilas húmedas de sudor —le cayó como una bendición el grito del frutero que asentaba su charol en la esquina:
—¡Ciruelas del cerro'
Antes de pagar el real, sus dedos, manchados de tinta oprimían ya las ciruelas jugosas, A su lado, un chicuelo descalzo encogió el nombro, alzando el tirante del rotoso pantalón y gritó remedando.
—¡Tu abuela en el cerro!
Germania, una de las vecinas pobres, le tocó el brazo:
—¿Ciruelas? Violeta... Dame.
Ella le hizo una mueca:
—¿Dame? Compra con tu plata.
Y la miró con la expresión con que los niños desafían superioridad. Los ojos de la otra molestosamente claros, reflejaban reproche humilde, asombro y todavía avergonzada con la gana de las ciruelas. Eran de la misma edad. En ocasiones jugaban juntas. Conocían la risa de Germania, que le despegaba los labios, descubriendo las encías anémicas y los dientes que parecían de palo.
Volvía, como Violeta, de la escuela. Como ella debía traer la lengua seca y las axilas tibias de sudor. A Violeta le daba su mamá todos los reales que quería. A ésta nadie le daba reales, Cuando les faltaba el almuerzo, Germania y sus hermanas, se metían juntas en una hamaca grande que tenían, y, meciéndose a vuelo ancho a través de su cuarto sin muebles, cantaban interminable y chillonamente el Himno Nacional. En las voces que salían de sus estómagos vacíos, el canto se convertía en una especie de queja salvaje, que ni por lo cotidiana dejaba de espeluznar.
—Era de juego que te negaba. Toma.
—Gracias, mejor ya no —contestó con suavidad Germania, entrándose a su casa.
Una opresión confusa estranguló el pecho de Violeta. Ya arriba, apenas reteniendo los sollozos, tiró el puñado de ciruelas sobre el hule de la mesa del comedor, pasó a su cuarto y se echó de bruces cara a la almohada. Acababa de aprender a no considerar extraño el dolor de los demás. Desde ese día ella y sus ñañas llamaban por el claustro, a las horas de comer, a las chicas vecinas.
—Germania... Meche...
—No se molesten. Pero si ya...
—Tomen, tomen no más. No es sino un bocadito.
—Sí coge, coge, para tu ñaño chico.
El Himno se escuchó un poco menos. Germania jugó otra vez con Violeta. Pero a ésta no se le desprenderían ya sus ojos, en el instante en que le negó las ciruelas. Aún ahora, al encontrarla, los creía ver iguales.
—Esto casi insignificante conmovió mis nueve anos.
Alfonso hubiera querido besarte las manos lentamente, mas, por momentos, cruzaban presencias tras los encajes de las cortinas.
—A la misma edad también yo tuve una conmoción. No como la tuya, lección de amor, aunque dura, sino el primer encuentro con la angustia. Como en tu caso, nada en sí; sólo que chocaba con mi temperamento y con mis años. Después he visto cosas peores, pero ya sabía sonreírles...
Desde que subieron al tranvía de mulas, a Alfonso la espera le contraía el estómago. Lo atenazaba un presentimiento de horror. Días antes Leonor le había dicho:
—En estos días, hijito, vas a tener que acompañarme al cementerio. Imposible seguir pagando cuatro bóvedas con el aumento del arriendo, en Guayaquil, ¡ya uno no puede ni morirse! De acuerdo con tu tío, vamos a hacer exhumar, y poner los restos en un solo nicho. Vienes conmigo; eres el hombrecito de la casa. —Claro, mamá, iremos. Bañaba las calles un puerco lodo plomizo: y semejaba no sólo embadurnar los pies de los transeúntes y salpicar las carretas y los coches, sino trepar arriba de los techos podridos, a hacer más cenizas las nubes cenizas,
—¿No te impresionarás demasiado? —Creo que no.
No recordaba por qué razón no pudieron ir el tío o los primos. En las baldosas, las alpargatas de los panteoneros amasaban la rojiza cangagua del cerro. El viento mojado remecía las palmas de la avenida, entre los blancos cuerpos de bóvedas y las estatuas y cruces de las tumbas lujosas. ¿Había confiado demasiado en sus fuerzas? Pálido, los dientes apretados, hundía las manos en los bolsillos, tieso, junto a la madre, vestida de negro, también pálida, firme.
Al quitar la lápida, la mezcla vieja cayó a trocitos, pulverizándose. En lo hondo se entrevió el hueso caoba de un cráneo. Sacaron un manojo de enmarañados cabellos, jirones de ropas, la cruz de latón del ataúd, tierra, carcoma. Saltó un broche de cuello de camisa, de pronto viviente, cotidiano. Uno de los sepultureros comentó:
—Ajo que este cristiano ha de haber sido forzudo: vea usté los huesos pegados por las coyunturas y los nervios, ¡ni cogollo de palma!
Para que cupieran en la pequeña caja de mármol hubo que quebrarlos: el crujido erizó el vello de Alfonso. ¿Con que era esto? ¿Así, terminan el amor y la música? ¿Así concluirían él y su madre y sus hermanas y todos? ¿A qué seguir si es así el final? ¿Para qué haber nacido? Se miró las manos ateridas y las uñas; miró la sien surcada de venillas flexibles, de Leonor. Ansió gritar. Le pareció que hasta el cielo fuera a derramarse sobre su cabeza, en lluvia de polvo.
—¡Mamá, yo no quiero que te mueras, yo no quiero morirme!
Ella se volvió y le cogió la mano: la mano de su madre estaba tibia y sus ojos serenos.
Experimentaba frío en los párpados. El aire húmedo hizo rozar su corbata escocesa contra su mejilla. Ya no se estremecía. Dentro de sí continuaba viendo el broche de cuello, los tendones secos, el polvo. ¿Cómo arrojar esa visión?
En él siempre vencía la sangre precoz y correntosa. Desde hacía meses andaba curioso del misterio que eran las mujeres. Creyó descubrirlo sólo porque su prima Rosa, en cuya casa se halló de visita, dio de mamar a su bebé delante de él. Nunca había visto un seno. No fue malicia lo que le despertó. Le ardía la cara. Apartaba la vista. Volvía a mirar.
El chiquitín chupeteaba la teta, henchida, delicada. Quitaba la boquita y en el rosado pezón se detenía una perla de una gota. Los ojos de Rosa eran de un verde dorado y transparente; se posaban con fijeza en la carita del hijo. El corazón de Alfonso palpitaba loco. El mundo era maravilloso: el cuerpo de las mujeres, un misterio atrayente r cálido. Conociéndolo, acariciándolo ¿qué importaba morir?
—¡Alfonso! ¡Cómo hemos conversado!
—No hemos sentido las horas.
La criada había encendido silenciosamente el gas. Sobre el piano yacían hojas de música dormida.
La noche venía hacia ellos por el balcón, en densa humareda. Ventanas, tiendas, cuartos, regaban abajo hileras de luces de interior. De nuevo envolvía a Violeta y Alfonso la onda de vida, de otras vidas, que juntaban también las suyas, deshaciendo la soledad de las almas en el latido unísono de los corazones.
¿Cruzarían aún presencias, tras las cortinas? ¿Como así los dejaban solos tanto rato? ¿Los verían? Sus manos se juntaron. Sentían sus confidencias vibrar aún, entrelazándose, adquiriendo existir único bajo sus frentes. De aquellas raíces brotarían como flores los sueños. Los imposibles podrían acechar. El calor de sus manos era uno solo. La cara de Violeta, definitivamente no era ya irreal: estaba allí en el prodigio sencillo de su frente pura, de sus pestañas pesadas de noche, de sus labios en los que brillaban la pasión y la juventud. Al unirse sus bocas, temblaron sus almas hasta lo más hondo. Con eléctrica tibieza, el beso ponía en los párpados de ambos una dulzura de eternidad.
2
Conversaban los dos, en compañía de Luisa y de Jorge, su novio. Alfonso no atendía a la charla. Frente a él, Violeta se mecía en un sillón. Calzaba sandalias sin medias; un fino vello cubría sus piernas. Vestía una blusa de seda roja a rayas. La piel se le encendía en un rubor sólo suyo, con una palabra, con una mirada. Y él no podía dejar de mirarla. Luisa se volvió de pronto:
—Vean, vean a la galla esa.
Violeta se levantó rápida y se asomó. Cuando Alfonso se acercaba, le puso las manos en los hombros, deteniéndolo. Rió:
—No, usted no ve eso. Eso no ven los niños.
Él fingió insistir, por el roce de sus manos y de sus brazos, que le causaba suave estremecimiento.
—Pero ¿qué es?
—No, no mire. Es una vecina de la casa de enfrente, que se pasea medio desvestida, con las persianas abiertas.
—Aja, ya sé. No me interesa.
La había visto: también se distinguía desde sus ventanas la chaza desparramada de la casona, que dejaba ver un cuarto sin barrer, camas destendídas, lavacara llena y, paseándose en medio, aquella mujer desgreñada, de ancas de rana, con la camisa pegada a las formas.
Luisa detuvo a Jorge:
—Cierto, cierto, tú tampoco ves.
Para Alfonso fue revelador que Luisa siguiera el gesto de Violeta. No era sólo un escrúpulo de su pudor de muchachas. Era un impulso de oscuro sentido femenino.
—¿Ya ves? Tú que no quieres quererme... Algo significaba no dejarme ver.
—¿Y quién te ha dicho que no quiero quererte?
Después quedaron solos al lado del balcón donde acostumbraban conversar. Se hallaban como hundidos en la tarde amarilla, ya medio invernal. En la pared, el retrato de Carlos, el hermano mayor de Violeta, hacía años muerto parecía sonreír sobre ellos. Los rodeaba con su mirada, en la inmovilidad vibrante con que viven las cosas. Al notar como veía él ese cuadro y el piano, la mampara, los muebles, que los días le habían hecho acogedores, ella, jugando, lo remedó:
"Violeta, las cosas tienen alma, tienen vida..."
Las hermanas le hacían bromas, asegurando que había cogido al hablar, el acento de él nervioso y veloz.
—¿No tocas piano?
La música vino una vez más a identificarlos ardientemente.
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Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)
Historical FictionLas cruces sobre el agua es una novela publicada en el año 1946 y escrita por Joaquín Gallegos Lara, que lo situó entre los iniciadores del tema urbano en la narrativa ecuatoriana. La culminación y detonante argumental, es la masacre del 15 de novie...