La esperanza

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Iba con lentitud, bajo la pesadez de los pensamientos. La campana de San Atejo, cuyos sones aleteaban en la llovizna, sobre el parque Montalvo, fresco de húmedo aroma de flores de almendro, despertaba en Alfonso remotos ecos.

¡Otra vez estaba en Guayaquil!.

Aunque tenía más de una semana de haber regresado, todavía tropezaba novedades. No en vano vuelan los años. Aun lo que seguía igual, era y no era lo mismo, alterado por el roce impalpable de los millones de segundos,
—Ñaño —bromeaban las hermanas—. Que no vaya a pasarte como a Tama, ese que le decían Lord Caca, que al volver del extranjero, viendo a la mamá preguntaba quién era esa señora; y, de los tamales, qué eran esas cosas envueltas en hule.
—¡Descuiden, que yo soy montuvio viejo!

Cuando Alfonso viajó, llevando consigo a su madre, sus dos hermanas habían quedado casadas. Leonor no sabía si reencontraba a sus hijas felices. Alfonso le hacía observar que al menos estaban gordas.
Todas las mañanas, desde que retornaron, dejaba a la madre mimando a los nietos, y salía a sentir la ría, a la Rotonda, que con sus follajes reemplazaba al malecón pedregoso de antes.
Cruzó el portal de una farmacia: el cisco de carbón de las callejuelas coloniales del barrio de Villamil había desaparecido: no más Tahona, taller de Obando, casa de las cien ventanas. Se habían robado el viejo Guayaquil, que dibujó, para mientras haya ojos, Roura Oxandaberro.
Tampoco quedaba nada de las quintas. Antes no las tenía más que por rincones, donde beber claro de jora y acostarse con zambas: hoy evocaba el salvaje atractivo de esos barrios esclavos, denominados con los apellidos de sus amos. También como un sueño se habían borrado La Legua, la Puerta de Zinc, el Hipódromo viejo, los tranvías de mulas, el puente de tablas del Salado, cambiado por uno de cemento que se llamaba Cinco de Junio.
Las ciudades viejas guardan recuerdos. Pero Alfonso Cortés, autor de música sinfónica, que expresaba el destino y la esperanza de su gente, ejecutada en América entre el entusiasmo del pueblo y el escándalo rabioso de los críticos, no era de los que se apegan a la carcoma histórica. Se habían robado al viejo Guayaquil; mas eso no era lo importante sino ¿qué habían puesto en su lugar? Unos cuantos parques, unos muelles y algunos edificios de mampostería, eran todo lo nuevo. Fuera de cincuenta manzanas centrales, la ciudad continuaba achatada en casuchas y covachas, sin agua y azotadas de pestes. Subsistían intactos los tugurios de donde salió a reclamar pan y a recibir plomo, el pueblo ceñudo e ilusionado del 15 de noviembre.

Respiró la brisa almizclada de la marea y el olor a pescado frito de las balandras cholas, al desembocar al malecón, por el Conchero. No debía ser sólo Guayaquil la que seguía igual. En los calientes campos costeños, los hacendados y la Rural continuarían manteniendo a balazos la esclavitud de los montuvios, y más adentro, en la sierra, el acial caería siempre, monótono, inacabable, sobre las espaldas de los indios.

En los pocos días después del regreso, leyendo los diarios, conversando con unos y otros, lo había percibido: su pueblo proseguía a ciegas, a tropezones y caídas, sin hallar ruta. Ecuador con sus trabajadores oprimidos, sus juventudes asfixiadas, su heroísmo aparentemente muerto. Permanecía eso que, al separarse, le dio a Violeta: una tierra en que reinan el hambre y la muerte, donde aspirar a ser feliz es una canallada.

Arreciaba la llovizna. Al cruzar el malecón, espejeaba el pavimento pulido. Los cargadores se cubrían los hombros chorreantes, con sacos de crudo. Los transeúntes se refugiaban en los portales. En fría vaharada, crecía el olor del río.
Alfonso amaba el aguacero: siempre había despertado en su pecho salvajes fuerzas. Sobre sus sienes, aún jóvenes, donde los últimos años nevaban rápidas canas, le resbalaban mechones mojados.
Llegó a la barandilla final. El espacio se abrió ante él. El Guayas hinchaba el rugoso lomo de su vaciante. Lo marcaba el azote de la lluvia. Arrastraba troncos podridos e invernales bancos de yerbas. Corría. Arriba había sido puro, precipitándose en vestisqueros por los pétreos costillares del Chimborazo. En su camino se mezclaba con sudor y sangre. Pero corría; dejaba atrás lodosos sedimentos; corría a volverse amarga y pura agua de océano.
De repente, por el extremo de los muelles, más allá de canoas y barcas, Alfonso vio recostarse escueto un grupo de negras cruces. Se erguían, flotando sobre boyas de balsa. Eran altas, de palo pintado de alquitrán. Las ceñían coronas de esas moradas flores del cerro, que se consagra a los difuntos.
A su alrededor, el agua se hacía claridad líquida, pareciendo querer serles aureola.

—¿Viendo las cruces, blanco?

Un zambo cargador, de cejas hirsutas y desnudo tórax nudoso, reluciente de agua de lluvia, se había acercado. Puso la mano sobre el fierro de la barandilla. Alfonso se volvió:
—¿Qué significan esas cruces?

—¿Cómo no sabe, jefe? ¿No es de aquí?

—De aquí soy, pero he pasado algunos años fuera.

— Ahí debajo, de donde están las cruces hay fondeados cientos de cristianos, de una mortandad que hicieron hace años. Como eran bastantísimos, a muchos los tiraron a la ría por aquí, abriéndoles la barriga con bayoneta, a que no rebalsaran. Los que enterraron en el panteón, descansan en sagrado. A los de acá ¿cómo no se les va a poner la señal del cristiano, siquiera cuando cumplen años?
Entonces, Alfonso reparó en la extraña coincidencia: ese día era 15 de noviembre. —¿Quién las pone?
—No se sabe: alguien que se acuerda. —¿Las ponen siempre?
—Todos los años, hasta hoy ni uno han faltado.

Las ligeras ondas hacían cabecear bajo la lluvia las cruces negras, destacándose contra la lejanía plomiza del puerto. Alfonso pensó que, como el cargador lo decía, alguien se acordaba. Quizá esas cruces eran la última esperanza del pueblo ecuatoriano.
Guayaquil, enero-abril, 1941

FIN

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⏰ Última actualización: Jun 15, 2018 ⏰

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Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora