El primer viaje de Alfredo Baldeón

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Negra de cisco de carbón, la rampa bajaba hacia la ría. A bañarse, a nadar, por el Muelle del Gas, iba la muchachada de la plazuela Chile. A la cabeza, Alfredo Baldeón husmeaba el olor de hulla unido al soplo acuático. Había acoderados allí dos barcos, uno de ellos de guerra, de casco gris, "El Cotopaxi".


—Ajo que hace frío. No provoca meterse al agua —dijo, al desvestirse, Moncada.

—No seas flojo, nadando se quita.

Los cinco muchachos se echaron a la correntada. Volaban audaces gaviotas que se arrojaban de pico, como flechas, sacando peces. Pesados de agua, se alisaban los zambos en la frente de Alfredo. Con él, nadaban afuera Moncada y Alfonso, Flotaba ancha nata de tamo de arroz, que fluía del escape de una piladora.
—No naden en el polvillo que da sarna —advirtió Alfredo.

Nadar era volar, era encimar desconocida hondura. Sus brazas domaban las telas frías del agua. Cada día amanecía más fuerte, más crecido. Se motejaba vanidoso por creer cumplido su deseo de asemejarse a su padre. Claro que no podía igualársele, pero de él había aprendido a no dejarse pisar la sombra de nadie.
En la plazuela Chile, a donde se cambiaron dejando la Artillería, desde que su taita se sacó a vivir con él a Madgalena, por duro y por pronto, lo apodaron El Rana.

Entre la plazuela fiestera y la escuela de los Hermanos, se le habían ido los años. Sin hacerse sentir aparecieron a su lado sus ñaños Juancito y Flora.

El agua de la ría era un caldo de lodo; sólo de lejos blanqueaba. Moncada propuso:

—¿Regresamos ya? ¡Nos hemos abierto afuerísima! No le contestaron. A lado de Alfredo soplaba Alfonso penachudas buchadas de agua y brincaba a lo bufeo, para abarcar de un vistazo la rada. Tres barcos oscuros anclaban en la mitad. En frente, palmares y sabanas se desvanecían en la lejanía violeta. A una cuadra de allí, roncaba la piladora. Pitó un vapor fluvial de ruedas. Gorgoteaba la corriente en el lodo orillero. Y todos los ruidos se fundían en el pecho de Alfonso Cortés: y el puerto era una canción,

—Ve, parece que va a zarpar "El Cotopaxi" ahora mismo, fíjate como bota humo.

Nadaban regresando y junto a las planchas de los costados les vino de abordo olor a comida caliente, debía ser la hora del rancho. Saltaron bajo el muelle, donde habían dejado sus ropas y donde ya sus otros dos compañeros, el pelado Onésimo y un chico al que apodaban El Pirata, sin secarse, se vestían. Arriba, en los tablones, taloneaban, y por las rendijas caían astillas de sol.
Ya mismo se va "El Cotopaxi". Se embarca para Esmeraldas un batallón. ¡A pelear se ha dicho! ¡A descontar el sueldo, milicos manganzones! —dijo Onésimo.

—¡A matar negros! —contestó Moncada.

—Vos ¿por qué atacas a los negros? ¡Los negros van a darles la del zorro!

Por la esquina de Industria, desembocaron entre los lados de solares cañizosos, sin edificios, de la calle negruzca, marchando al son de clarines, los soldados. Los muchachos se hicieron a una acera, a mirarlos pasar. Eran serranos colorados, que sudaban en sus uniformes kaki, bajo el peso de los fusiles que, desordenados por el cansancio, erizaban las irregulares hileras de sus caños, sobre las cabezas.
—¡Tienen ojos de chancho!

—¡Vos Onésimo, los tiras al raje porque van a fregar a tus mentados negros! —volvió a contradecir Moncada.

Pequeñas olas fangosas tropezaban en "El Cotopaxi" o se dormían en las lechugas de la playa. Habían callado la corneta. El orden de la marcha se perdía al cruzar el tablón y penetrar a bordo. Moncada echó afuera la barbilla en su ademán acostumbrado y cogiendo ambas muñecas a Baldeón, lo empujó, en simulacro de lucha, contra las cañas:
—¿Alemán o francés?

—¡Siempre francés, carajo! —y Alfredo se libertó, con un ligero empellón.

Moncada se rió:

—Es claro que el cholo adulón de Onésimo tiene que ser partidario de los negros, porque don Torres, el patrón, es primo de Concha. Pero vos y Cortés ¿por qué están por los franceses que pierden siempre?
—¡Hay que defender lo que es justo, aunque uno se joda! —contestó Alfonso.

Baldeón arrugó las cejas y se encogió de hombros:

—Seguro que a mí no me gusta la gente que se deja derrotar. Pero verás, por mucho que pataleen, los alemanes al fin la pierden... ¡Son esclavos del Káiser, que es un hijo de perra! Lee lo que dice El Guante. ¡No llegará mil novecientos quince, sin que los caguen a tus alemanes, convéncete!
Ahora cruzaban el muelle las guarichas, blancas e indias abrumadas del ardor del día, de los bultos de ropa y utensilios y de los guaguas cargados a la espalda.

Baldeón oyó que una de ellas, con la cara acribillada por los mosquitos, se lamentaba, dulce y lloriqueante:

—¡Virgen mía! ¡Jesús mío! ¡Viajar tanto para ir a morir!

Caminaron esquivando el sol, por la sombra fresca de los portales. En las nubes blancas, plateadas por el fulgor solar, casi eran tocables, entreverándose, los pitos de las curtiembres, de las piladoras, de las fábricas de cigarrillos y de fideos. Aullaban recordando la hora al Astillero entero. Moncada y El Pirata se quedaron en la Artillería y Alfonso en su casa. Onésimo y Baldeón siguieron a la plazuela.
—¿Quieres venirte a Esmeraldas, Baldeón?

Onésimo tenía el pelo cortado a papa y la sonrisa bondadosa y humilde. Considerándolo, Baldeón pensaba que no aguantaría ni un día ser sirviente, como él. Si no era panadero, sería herrero, y si no cargador, o ladrón de gallinas,
—¿Vos te vas?

—Fijo.

—¿Con tu patrón, a pelear?

—Fijo.

—¿Lo dices de veras?

—Fijo.

—¡Maldita sea con tus fijos! ¡Ajo, tal vez me resuelva! ¿Y cuándo es la ida?

—Dentro de una semana. Resuélvete, si quieres ir, te llevo. ¡Fijo!

—Fijo que me he de resolver! —concluyó Alfredo, mirándolo con gran seriedad.

2

Cruzó silbando el patio y entró al cuarto. La garúa melosa no lograba refrescar la tarde sofocante. Antes, en las tardes así, salía a buscar en los rincones de las cercas roídas, los hongos repugnantemente aterciopelados que saben llamar flores de sapo. Un resplandor mojado brillaba en las altas yerbas. Alfredo venía a buen paso. Quería ver al taita antes que se fuera al trabajo nocturno en la panadería.

Llegaba a tiempo: ya había merendado y se vestía. Entonces Alfredo se lo quedó mirando, al vislumbre del candil, que acusaba los rasgos atezados de su cara. Cómo

se envejecía: los copos del pelo echados hacia atrás se iban ya agrisando.

—Magdalena.

La madrastra de Alfredo que, en el corredor, lavaba las ollas, entró a la pieza, donde Juancito y Flora, cansados de jugar, se refugiaban soñolientos en la hamaca, y donde venía a recogerse prieto, el olor de llovizna de afuera. Su voz borrosa averiguó:
—¿Qué dices, Juan?

—Búscame una camisa, hija, que no hallo.


—¡Qué hombre más inútil! En el baúl chico... Espérate enjuagarme las manos, para vértela. Y vos, Alfredo, ahí en la mesa está tu merienda.

Magdalena se acercó a coger el candil en la mesa donde Alfredo comía. Sus morenos brazos torneados, su cabello, graciosamente sujeto en la nuca, la envolvían en un encanto que no concordaba con su notorio malhumor.
El viejo abrochó la camisa sobre su pecho de hombre blanco del pueblo, cubierto de espesa pelambre. Aumentaba en el techo el rumor de la garúa. Las voces de los vecinos se transmitían por toda la covacha, a través de la caña picada rala de los tabiques.
—Hasta mañana.

—Hasta mañana —contestó lentamente Alfredo, y su padre, sólo por el tono de la voz, se paró en la puerta:

—¿Qué fue? ¿Por qué contestas con esa voz de cajón vacío?

—Nada, viejo,

—Ah, es que estás en la edad del gallo ronco, cambiando la voz. ¡Caray, ya hecho un hombre!

Mientras hablaba, Alfredo miraba la alzada cabeza de su padre, recortada en el marco de la puerta, en el cielo electrizado. ¿Qué diría mañana, cuando supiera que se había largado? Desde la víspera lo resolvió; pero no se lo dijo a nadie, ni a Alfonso a quien todo le contaba.
Los pasos de Juan se distanciaron por el patio. Magdalena hacía sonar las cacerolas. Se había llevado el candil, al filo del lavadero. En el cuarto a oscuras, Alfredo creyó sofocarse más. Salió al corredor. La madrastra previno:
—No pensarás irte a la calle con semejante aguacero. ¡Es lluvia de marea llena!

—No es mucho lo que llueve, pero no voy a salir.

¡Que dijera el viejo lo que quisiera! ¿Para qué andar con vueltas? No era él, El Rana, quien se preocuparía. Su vida debía cambiar. Mientras no cambiara, siempre sería un chico. ;Y él se sentía crecer cada día! La escuela lo fastidiaba. Esos legos eran unos animales. Hasta decían que les gustaban los muchachos, al menos los blancos y gordos hijos de ricos. Llegado al sexto grado, sólo había aprendido a despreciar la gramática y a odiar la aritmética.
—¡A mí la escuela me lleva asado!

—¿Entonces no quieres pasar al Rocafuerte? —le insinuaba sonriendo, Alfonso.

—¡Eso está bueno para vos! ¿A mide qué me va a servir? ¡A mí lo que me gustará será machacar fierro en una herrería!

Vagar, al fin, lo cansaba. Verdad que extrañaría a la familia, pero ya volvería. En cambio, se libraría de su madrastra: de su mal genio y de la tentación de metérsele a la cama, cualquier noche, cuando el taita trabajaba. La mujer era capaz de no rechazarlo. ¡Y por nada del mundo quería traicionar al viejo! Seguro que tampoco respondía de sí, en las noches calientes, solos en el cuarto, dormidos los chicos, y Magdalena en el catre, robándole el sueño con su olor de mujer. ¡Mejor era largarse!

Y precisamente su madrastra era quien sospechaba algo de su proyecto de partir.

—¿Te has fijado, Juan, en tu hijo? No sé lo que le pasa, que anda como perro con vejiga, desde hace días —pudo escucharle Alfredo.

—No he atendido pero así es el zambo, medio fregado. Le viene de la mama.

—Aja ¿sí? ¿De la mama solamente? —y se rieron. Al día siguiente, de cuando vieron embarcarse a los soldados, Alfredo le pidió a Onésimo:

—¿Qué hubo, pelado, me llevas a hablar con tu patrón?

—¿Yo mismo no te dije? Vamos.

El señor Torres, bajo su bigote entrecano, sonrió al joven voluntario. En su rostro blanco y curtido asomó una preocupación,

—¿En serio quieres irte? ¡Tú eres una criatura! Tal vez no te imaginas lo que es una guerra. Lo más fácil es que mueras. Si escapas, te apenará que no te hayan matado. ¿Y qué dirán tus padres?
—Mí taita no dirá nada. Quiero ir de todos modos.

—¿No es una muchachada? Mira que si te arrepientes ya embarcado, será tarde.

—Nunca me arrepiento.

—¡Hola, mocito! Bueno, pues, si te empeñas, te llevo. Yo ya te hecho ver las consecuencias. No es cargo a mi conciencia. Y sí eres hombre, esa fruta es (o que siempre falta.
La partida era ese amanecer. Magdalena se había entrado. ¿Qué no, más lo aguardaba entre los negros, en los combates? Si vencían los suyos, él se haría soldado. Bajo el aguacero, ahora torrencial, el techo bramaba. El aire le acariciaba húmedo la cara. El patio, al pestañar de los relámpagos, templaba el cuero de lagarto de su inmensa charca, pespunteada de gotas. De adentro, Magdalena preguntó:
—¿Apago el candil, Alfredo?

—Apaga no más,

—No vayas a quedarte hasta muy tarde, cuidado te resfrías.

Arrimado al corredor, calculaba y recordaba, con la frente fresca. Temprano, con disimulo, había preparado un atado con su poca ropa, un cepillo de dientes, una navaja y un retrato y dos cartas de Trinidad.
Al fin entró y se acostó vestido. Hoy no lo inquietaba la cercanía de Magdalena. La guerra le daría mujeres. Se durmió tranquilo, pero vigilante a las horas. El taita vendría a eso de lastres. Cuando amaneciera y no lo hallaran, él navegaría lejos.
Hizo pininos de piedra en piedra, en el fangal del patio. El cuarto en sombras quedó atrás. Ya no llovía. Caminó alegremente por las calles chorreantes y mal alumbradas.
En el solar de su casa, lo recibió el señor Torres, en medio de los últimos preparativos del embarque. Acarreaban maletas y fardos. Al contestarle el saludo, desplegó el poncho. Luego mandó:
—Bien, bien: ahora a embarcar, que no podemos perder la marea. A ver, ven a ayudarles a cargar a estos morenos.

3

—Hay que preguntarle al blanquito Cortés, que es el más amigo de Alfredo. Tal vez él sepa para dónde ha cogido el mangajo este... Iré a verlo a su casa.

El viejo Baldeón meneaba la cabeza, entre colérico y apenado. Con el pelo revuelto, abierta la camisa, sentado en el catre, se rascaba la sien, mientras Magdalena soplaba las brasas del fogón. Al rayar hilos de luz por entre las cañas, ella, como todas las mañanas, había llamado al entenado para que fuera a comprar leche. Se dieron cuenta que no estaba y que faltaba su ropa. Baldeón roncó furioso:
—¡Se largó el muy condenado!

—Anoche se estuvo en el corredor hasta tarde. Lo sentí dentrar como a media noche. Si no fuera así, me creyera que es la soga: ¡andan cogiendo gente!

—¡Adiós, aunque sólo es de quince años, ya es maltoncito!

No fue necesario que Baldeón anduviera en averiguaciones. Al tender las sábanas, Magdalena encontró en el catre una hoja de cuaderno escolar escrita con lápiz. Alfredo avisaba al taita que se iba a la guerra, a pelear del lado de los negros y por su propio gusto; que estaba harto de la escuela; que regresaría con plata y hecho militar. Si hubiera marchado con los del gobierno, podría pedir al Comando de la Zona que lo regresaran, ya que era menor de edad. Ido con los revoltosos ¿a quién reclamar?


—¡Maldición! ¡Ya fue a hacer su cangrejada!

Luego se encogió de hombros:

—¡Que vaina! En fin, así es como uno se hace hombre.

¿No se vino él mismo, de muchacho, fugado de los padres desde Cajabamba? No conseguía dejar de extrañar a Alfredo. Todos los días, a la hora del almuerzo, había que mandarlo a buscara la plazuela, donde se demoraba jugando a la pelota. Creía verlo aparecer, caminando en eses, de piedra en piedra, al compás de un silbo, por el patio que evaporaba bajo el sol deslucido, las aguas de la noche anterior. Camisa blanca de cuello abierto, pantalón largo de uniforme de la escuela, los zapatos sin medias, Alfredo daba el aire de más años de los que tenía.

—¡Barajo que se extraña a un ingrato de estos! —Yo también —contestó Magdalena vagamente, Y continuó—: ¿No le vas a escribir contándole a ña Trinidad? Justamente la largada de Alfredo lo sacudía, trayendo a flote días remotos dé su vida. ¡Hacía tantos años y parecía ayer! ¿Qué había cambiado? Atravesando la
avenida Industria en el zaguán de la familia Palomeque ¿no iba a surgir Trinidad sonriéndole? El ya pisaba fuerte en Guayaquil. Dominaban donde quiera su fuerza y su simpatía. Casi era un guagua al arroparse por primera vez en el calor costeño. La vida del puerto, que era dura, lo templó pronto. Preguntaba ¿qué había cambiado?; No tumbaría ya a un carretonero de un puñetazo en la quijada! ¡Tampoco aguantaría dos semanas seguidas bailando, tragando como agua los lapos de mallorca, durmiendo de cada día tres horas, y con hembra a lado!

—Este invierno vais a ir a la escuela de taita cura Ramírez. E! sábado que salí con las cargas a la feria estuvo reclamando de vos. Yo le dije que para después de la cosecha, el Pancho ha de llevar las ovejas al pastoreo, y vos has de ir.
Él ya ambicionaba partir más lejos. En Riobamba, en la panadería de la abuela, había oído a los arrieros de la Vía Flores, hablar de la costa. No le satisfacían los proyectos del padre acerca de él. Sabía leer porque la madre le había enseñado. Cuando en las noches de helada, ella reunía junto al fogón a los hijos y a los indiecitos huasicamas, y les contaba cuentos, lo que a Juan le gustaba era que, en el relato, algún guambra, resuelto, dijera:
—¡Taitico, deme su bendición que me voy a rodar tierras!

Los cerros pardos coronados de cactos; los arenales silbantes en que había que andar leguas para hallar un trozo verde propicio al rebaño; Cajabamba y sus chatas casuchas de adobe, con las techumbres de paja barridas por los vientos de las cumbres, que espejeaban sus nieves en los cielos incendiados de luceros; dormir y levantarse con las gallinas, todo le pesaba. Breve le dieron el ejemplo los carneros tras las ovejas, a las longas que, como él, apacentaban sus rebaños en la soledad de los cerros, las acostó dóciles. Los anacos arremangados le ofrecieron el regalo de duraznos de las muchachas, y la borrachera de jora ardida de su naciente juventud. ¡Pero ni ellas pudieron retenerlo!

—¡Fiera es la costa: has de morir allá! —Hartísimos van y vienen lo que quiera. —¿Y la calor? ¿Y el mosco? ¿Y las tercianas? —¡Conmigo no han de poder! Por Babahoyo vino, pero no quiso desviarse a las haciendas a buscar trabajo de monte, como otros. Gastó la última plata del nudo en que atara lo que le dieron comprándole sus borreguitos, lo que le regaló la abuela para Navidad, lo del poncho del que se desprendió en las calles blancas y dormidas de Guaranda, cuando venía con los arrieros; pero llegó a Guayaquil. Cayó inesperado una noche, en casa de su hermana la que, casada con Belisario Estrella, vivía ya años allí.

—¡Pero si es el Juancito! ¡Ñaño! ¡Te viniste! La gente traficaba día y noche en las calles: desde los soportales las picanterías respiraban vahos calurosos, resonantes de guitarras y de risas, olientes a seco de chivo, a chicha y a sobaco de zambas. Juan resolvió no regresar más a la sierra. Para ver a sus viejos, los haría venir. Como sabía algo de amasijos, de frecuentar la panadería de la abuela, el cuñado le consiguió colocación de panadero. Vivió su juventud como ahora su hijo se arrojaba a vivir la suya.

Hacía diez y seis años Trinidad servía en una casa frente al lugar donde él trabajaba. Era una mulata nativa de Daule: mocita ojos maliciosos, con dos redondos mates por senos, fuertes ancas y dientes más blancos que la harina que él amasaba. A la madrugada, cuando salía ardiéndole la cara del soplo del horno, soñoliento, Trinidad le abría el zaguán y lo recibía besándolo en la oscuridad. Al quedar preñada, la sacó a cuarto a vivir con él.
La noche que nació Alfredo, lo vinieron a llamar a la panadería. Pidió permiso y acudió a la covacha donde la comadrona que parecía una bruja y su hermana Amalia la mujer de Estrella, cuidaban a Trinidad. Al abrirle la puerta, preguntó:
—¿Cómo sigue la zamba?

—Ya está pariendo.

Mal iluminada por el candil, la cara de la comadrona medio asustada: corva nariz, boca hendida, piel de correa. A Baldeón le dio asco ver como veía a su Trinidad. No lo afligían los gritos. Era como si no se tratara de su mujer y su hijo, Ella cerraba los puños, aferrando la sábana. Bisojeaba y sus blancos dientes brillaban entre una mueca. La habitación trascendía a permanganato y —más penetrante— a sangre y a sebo. Chicoteó el largo berrear del que nacía. La bruja chistó:

—Machito había sido. Baldeón, como volviendo en sí averiguó:

—¿Cómo me le cortó el ombligo?

—Largo, pues, para que salga aventajado y se mueran por él las jóvenes.

No sabía si regresar o no al trabajo. Optó por quedarse. Trinidad lo llamó. El no encontraba qué decirle. Le cogió una mano y se la soltó enseguida porque estaba sudorosa y fría. Pero al mirarla, notó que le volvía el calor a la cara. En los ojos le chispeaba la malicia cálida que le gustaba cuando eran enamorados.
Los otros obreros no podían adivinar las visiones de Baldeón, mientras, a su lado, se agachaba sobre las artesas. Rugían los hornos colmados de leña encendida. Sus entrañas fulguraban en la sombra del galpón, espesa a olor a manteca.

4

Alfredo se había hundido hasta el fondo de la guerra: en meses creció varios dedos, se curtió, se le anchó el pecho, en los ojos le brilló fuego que ya no se apagaría. De la balandra desembarcaron en un estero de la costa norte de Manabí. Trasponiendo sendas sólo conocidas de los rumberos más baqueanos, llegaron a la hacienda

del coronel, cuartel general de la revuelta.

Después del mar y la montaña brava, ya nada de lo nuevo impresionaba a Alfredo. Se volvió pronto un soldado, o mejor un guerrillero más, de los acantonados allí. El clima era tremendamente caliente: desde el amanecer hasta la noche la casa central, los covachones, las chozas, el placer de tierra barrida, las palmas inmóviles y la manigua chirriante de cigarras se aplastaban bajo el sol sin sombra, sin fin.
Hizo la vida de todos: de madrugada a bañarse en el río; practicar marchas y ejercicios; trabajar en una que otra tarea de la hacienda; dormir siestas y aguaitar a las negras sirvientes de la casa del jefe. La disciplina no era estricta, pero tal vez sí dura. Él no se había granjeado castigos. Según las acciones de la campaña, a muchos de los negros les habían otorgado grados militares. Alfredo aprendió su elemental milicia en un grupo a las órdenes del negro capitán Medranda.
—¿Te gusta más er fierro o er fusil?

—El fusil

—¡Hombre! Y vos no eres serrano. ¿Tu padre?

—Mi padre sí. Mi madre es costeña

—Aja, bueno. Vos peleas der buen lao.

Y le dieron un fusil, pero no sabía usarlo. Con ahínco se dedicó a aprender. Pronto adquirió bastante tino. Perforó espantapájaros pajizos y cercas. Luego acertaba a los blancos vivos de conejos y palillos.
A su grupo le advirtieron que de un rato a otro debía partir a la línea de fuego. ¿Qué cosa era matar y exponerse a que lo maten?


En su casa, los días siguientes al de pago, le torcían el pescuezo a gallinas. Los tranvías eléctricos recientemente instalados mataban perros: los partían como a hachazos sobre los rieles relucientes. Días largos los cadáveres; zumbantes de moscas, se podrían bajo soles malditos, en las calles abandonadas. Mas, eran animales. También moría la gente. Cada invierno ardoroso y mojado, arrastraba en mayor número de su barrio —covachas destartaladas, patios herbosos, lodazales— una hilera de ataúdes hacia el panteón del cerro. Se iban las lavanderas, viejas y tosigosas, los obreros adolescentes que no resistían, las mujeres jóvenes que comían poco y parían mucho, los muchachos amarillos de fiebres y diarreas, compañeros de juegos, mocos y latigazos. Alfredo lo miró con la indiferencia de lo que es así.

No lo preocupaban las boqueadas, los ojos empañados, las manos heladas, o los ayes de los deudos. Lo que le producía un rechazo era que se acabasen. Y no le gustaba conversar de eso.
Entre los negros, nadie hablaba de muertes. Sólo una vez le cayó algo al famoso coronel Lastre —precisamente a él, ya legendario por su fiereza. Siempre era muy escuchado y le gustaba conversar entre los negros conversones.
Se había sentado junto a una fogata, al pie de la ramada. Las alas del friego le batían el ébano de la cara. Relumbraba la tagua tallada de sus dientes. Blancos los ojos, blanca la cotona, blanco el pantalón, a pedazos cogían manchas purpúreas de la hoguera, a pedazos la tiniebla de la noche esmeraldeña olorosa a coco y a canela. Su voz hizo callar las carcajadas. Quién sabe qué sucedido había contado. Lo remataba como con burla y como con pena:
—De veras que se ha dejado mortecina pa los gallinazos. ¡Hemos puesto barata la carne serrana! Pura peinilla. Se ha virao cristianos como beneficiar chanchos. ¡Con tal que ganemos!
En el silencio con que los negros encuclillados o sentados en torno, acogieron sus palabras, se sentía un peso. Y la voz, que descubría al hombre, a Alfredo le insinuaba esa angustia que es más que la sangre vertida, que escalofría sin saber por qué, que asusta hasta a los animales.
A los combates entró como sin hacer nada. Nada conseguía hacerlo ni fruncir el ceño. Muertos, heridos, disentéricos, escuálidos, temblecosos de beri-beri, despedazados de clavos de buba, cruzaron en vértigo ante él. Peleando, los negros lo veían ir cara a cara hacía los fogonazos, entre los zumbidos silbantes de la dumdum de los pupos. El capitán le palmeaba el hombro:
—¡Eres valiente, zambo, pa ser muchacho! ¡Y aquí!

—¿Yo valiente? ¡Qué va!

—Te hemos visto.

—¡Dice el dicho que no mata la bala sino el destino!

Fue la sorpresa de Camarones lo único que alcanzó a sobrecogerlo, lo que le trajo presentes los perros descuartizados, lo que le revivió las desapariciones de los compañeros de juegos, lo que supo capaz de enfriar la sangre de los mismos que amaron el peligro. Jamás olvidaría aquel playón sangriento.
Los mosquitos crepitaban en el aire salobre. Pescaban tijeretas y alcatraces, oteando la mar quieta, que reflejaba el cielo amarillo y venenoso. En la bocana había atracada una balandra, en cuya cubierta se paseaba un perro. Una calma increíble se extendía a lo largo del estero, en las fincas abandonadas por la guerra.
La tropa gobiernista entró a la arena muerta de la ancha playa con un arrastre de rebaño cansado. ¿Cómo iban ni a soñar que en lo alto del cantil montuoso, los aguardaban los negros, los machetes? Se quitaban las casacas. Se rascaban la plaga. Apenas podían pisar la brasa de la arena, sus pies desollados. La sed les acartonaba las lenguas. La mar cercana era el espejismo de su pesadilla.
Alfredo, el único que en el bando negro empuñaba fusil, lo apoyó en un tronco, tropezando sus dedos la cascara rugosa como algo vivo. Por entre ramas y follajes, veía cerro abajo a los que caminaban descuidados. Se oía el tamborear de sus propias sienes; no pensaba; sólo tenía calor. No querría ver, O querría ver.
Bruscamente en los taguales se oyó gemir al catacao. Ráfagas de marimba surgieron absurdas, detrás de las casas del estero. Aulló el perro de la balandra. El tropel de pies descalzos de los emboscados, formó blanda avalancha. Ladró secamente una pistola. Alfredo se agachó aún más.
—¡Los negros! ¡Los negros!

—¡Maldición! ¡Nos agarraron!

—¡Dios nos ayude!

¿Qué más gritarían? Alfredo no lo distinguió entre el vocerío. El disparo rompió la tenebrosa magia de la sorpresa. ¿Eran diablos u hombres? El sordo macheteo se desgarraba en las quejas de muerte de los soldados y la discorde vocinglería de los negros. El estampido de uno que otro rifle se ahogaba aislado. De la arena subía el vaho de limones podridos de la sangre.
Carlos Concha levantó la rebelión de los negros para vengar a Alfaro. Ellos lo creyeron porque lo conocían y lo querían desde muchos años; ellos lo creyeron porque querían pelear. La primera vez que se tomaron la ciudad de Esmeraldas, capturaron un cañón al que elogiaron después en sus canciones.
En las canoas que remontan el río, en las chozas de las vegas, en los muelles y balsas, el "Canto de Fabriciano" vibró sus carajos de promesa y amenaza. ¡Cuántos bejucazos les habían dado! Les descueraron las pardas espaldas. El negro es negro para que trabaje y para patearlo; la negra es negra para tumbarla y hacerle un mulato. Eran esclavos antes. ¿Y acaso habían dejado de serlo? ¿No los metían al cepo? ¿No los golpeaban hasta matar, si en el puerto se negaban a vender su tagua al precio que a ellos les daba la gana? Hoy les enseñaban de filo los ojos, los dientes y los machetes. Era su hora.

No le reprocharon a Alfredo no haber intervenido; le dijeron:

—¿Y qué? ¿Te alarmas por un poco de longos muertos? ¿Te crees que ellos no nos hacen peor si nos merecen?

Al siguiente anochecer volvieron a pasar por la playa de la matanza. Al pie del cerro en tinieblas blanqueaba el arenal, sembrado de bultos informes. Se oía el sordo remover de las quijadas de los perros y sus gruñidos. Aleteaban gallinazos pululantes en la penumbra ciega. Arriba la selva de guayacanes y guarumos se remecía sedosamente en el soplo puro del viento largo del mar. Abajo se amontonaba tal hedor como jamás Alfredo sintiera en sus nances. Un negro escupió por el colmillo, — ¡Mardita sea! ¡La jedentina de cristiano!

5

Alfredo descansaba en el lomo de tortuga de la canoa volteada. La corriente verdeoscura se iba lenta. El cau-cau gritaba en los guaduales de las orillas. A cada instante se secaba el sudor con el brazo. El sol lanzaba sus arpones casi horizontales entre los empenechados troncos de la caña brava.

—¿Qué haces aquí, sentado, macuquito?

No la había sentido acercarse y se asombró de oírla a su lado. Con un bototo en cada mano para aguatear, la zambita se detuvo al pie de Alfredo. Más allá del lodo de la orilla brincaba el aguacero de plata del salto de los camarones.
—Siéntate, Trifila— le dijo, cogiéndola de una muñeca y atrayéndola hacia él.

—¡Soltáme, liso! —replicó, sentándose, pero retirándole la mano que le había puesto, acariciándole la cadera.

—¡No seas mala, pedacito de coco! ¿Vienes por agua?

—¿No ves los calabazos?

—¿Para tu mamá?

—Sí, está cocinando.

Alfredo le contemplaba el cuerpo de caucho en bruto. Olía a sol y a agua de río, pues se bañaba varias veces al día en el remanso cercano. Podía palparla con los ojos: vestía sólo una bata de tela burda que sus pequeños senos levantaban agudos. Además, sus ojos eran dulces como los de una venada, animados a ratos de burla y resolución.


—Me voy, la vieja la esperando Tagua.

—Espérate un ratito.

—Es que si no voy, baja a buscarme y me va reta si me encuentra con vos.

—Entonces antes de irte dame un beso.

—¿Qué te has pensao? ¡Mulato bruto! ¡Que te lo dé tu mamacita!

Alfredo la había cogido por los hombros. Forcejeaba buscándote la boca.

^¡Afloja o grito! ¡Mi viejo te machetea!

Pero a él le pareció que rápidamente devolvían el beso sus labios de fruta montañera.

Se desprendió y agachada, enarcándose, llenó los bototos, separando la mano para que el agua no saliera turbia de la inmediata al fango de la playita. Al volverse le sacó la lengua. Y corrió hacia el rancho cuyo techo de cadi blanqueaba en la verdura. El alcanzó a amenazarla:
—¡Esta noche me meto a tu tarima!

No soñaba cumplirlo. Era sólo una chanza. Hacerlo fuera un mal pago al viejo Remberto Mina, el padre de ella. Se hospedaba en su casa desde hacía más de un mes.

Esperaba órdenes. Se vivía un receso. Los guerrilleros aguardaban por los rincones del monte, descansando y engordando en los ranchos.

Al hallarse en el de Remberto frente a Trifila, Alfredo había vuelto a inquietarse por las mujeres. En la vida de las ramadas y vivacs, en los combates, en las caminatas agotadoras a través de los espineros, bejucales y pantanos, no le había quedado tiempo de preocuparse.
Al rancho de Remberto el eco de la guerra llegaba lejano. El viejo tagüero de ojos bondadosos y barba gris, que lo hacía parecerse a los grandes monos cara blanca, había acogido a Alfredo con brazos abiertos de tradicional esmeraldeño hospitalario.
—¡Basta que me lo mande mi compadre Lastre y que sea conchista! Desde ahora busté se queda, joven. Y la casa de yo es de busté. Más que sea casa de pobre. Para no hacerse gravoso, Alfredo le ayudaba a cortar leña. A taguar no hacía falta: nadie compraba corozo por la guerra; los enanos palmares de cadi permanecían

desiertos. También lo secundó en la pesca con atarraya, en las madrugadas; al pescar, Remberto cantaba canciones que despertaban en Alfredo la sangre zamba que le venía de la madre.
De noche apagando el candil para no gastar kerosina, mientras Remberto y su mujer, ña Juana, fumaban cigarros y Trifila se mecía en la hamaca, Alfredo conversaba con los tres, sentado en un poyo de raíz de sangre.
Les contaba del taita, de los ñaños, de la madrastra, de la madre alejada del padre. Les preguntaba de sus vidas; ellos no sabían nada de más allá de su monte, no lo sabrían. Para Remberto la vida entera había sido rajar leña o coger tagua y bajarlas al puerto. Cuando mozo, de sólo oír de lejos un guasa, ya bailaba; de viejo ¡que! Casi no podía seguir las vueltas bailando un torbellino. Ya era viejo, sí, y con tres hijos en la guerra conchista, dos ya muertos. ¿Volvería el tercero? ¿Con quién se quedaría Trifila de que murieran los padres? Y no se casaría: habían caído como granos de mazorca los negros jóvenes en la campaña.

Repentinamente, ayudándole él a dar de beber al chancho, o a desgranar maíz, cualquier rato. Trifila le soltaba a Alfredo:
—¡Sos más aferrante que el marañón viche! [3]

—¿Me has probado?

—Ni falta que hace

—Ya te quisieras.

—¡Anda!

La joven negra inflaba de aire la mejilla y se la golpeaba con la punta de los dedos, por sarcasmo. Le echaba una ojeada oblicua, torciendo la crespa cabeza, y escapaba riendo. Alfredo aspiraba el aletazo de aire qué abría al correr. Y sentía un vacío. Sin proponérselo, al poco rato la buscaba.
No se habían dicho que se querían. ¿Qué sabia de eso, entonces, Alfredo? De cuarto a cuarto, tras el tabique, la oía en su tarima. Se imaginaba sus piernas, su barriga tersa. Espiaba los rumores de la noche. Chapoteaban sábalos, cantaba el bujío. Al fin el silencio le apagaba en sueño los deseos de acostarse a su lado.
Después de su permanencia en el rancho, ella le lavaba la ropa, le hacía la cama, preparaba las comidas que le gustaban más y disimulándolo lo seguía con la vista, cuando partía con Remberto. La llama de paja del sol madrugado brillaba en el hacha afianzada en el hombro nervudo de Alfredo. No se olvidó Trifila ya de su figura de guadua rolliza ni de como sabía mirarla, haciéndola decir:
—¡Feo, tenes los ojos adulones!

Alfredo era grato a Remberto, sí; no le seduciría la hija. No cumpliría la broma de metérsele a la tarima. No fue suya la culpa. Él sol hundió la cabeza tras los cañales. Pasaban garzas por las nubes flamencas, tras la vuelta del río bramó una caracola. Una canoa potrillo apegó a la balsita de Remberto. El boga traía la orden para Alfredo de partir a la madrugada. Concha atacaba la ciudad de Esmeraldas.
Temprano derrocharon kerosina, jugando a los naipes y haciendo el atado de la ropa de él, para verse unos momentos más.

Bostezó ña Juana. Al último rescoldo del fogón, Alfredo vio aún la carita compungida y los ojos de venada llorosos. Su vida violenta le dio muchas mujeres después.

Nunca más volvió a retumbarle así el corazón.

Oyendo roncar a los viejos, avanzó en las tinieblas. Empujó despacio la puerta. Acercóse a la tarima y le cogió la mano. Respiraba su olor conocido —a sol y a agua de río— que ahora supo querido.
—¡Alfredo! ¡Malo! Ah, te vas mañana. Ven.

Las Cruces Sobre El Agua. (Joaquín Gallegos Lara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora