Poesías en la zona costera

16 0 0
                                    

El terso y gélido viento que comparecía desde mar adentro corría acudiendo a la parte más al este del continente, a la zona costera, como si estuviese siendo convocado por voces a las que no se puede ignorar. Se esparció rozando apaciblemente la superficie marina y antes de llegar mar afuera se detuvo a acariciar el rostro del impertérrito pescador que se concentraba en su faena en contra de todo pronóstico; estimando que ese sería un buen día para la pesca. Pero el viento traía rumores, detrás de él se aproximaba otro viento más tempestuoso y unas nubes de tormenta. Quiso advertir al pescador, pero un humano no puede comprender los vocablos del viento.

Haciendo caso omiso de las advertencias del céfiro, siguió asiendo la caña y silbando al ponto, absorto en la admiración del horizonte que estaba mutando a tonos grisáceos pero soberbios. Su parvo y modesto bote se mesaba uniformemente al son de las olas, que iban a parar con suavidad en el acantilado detrás del pescador.

El viento agreste ya estaba llegando poco a poco y el firmamento y el sol ya se estaban ocultando detrás del tumulto de nubes que se hacía cada vez más espeso. Un manto gríseo y tormentoso acudía a abovedarlo.

La brisa decidió dejar de acariciar el rostro del pescador, que parecía ignorar sus súplicas, y viajar a lo alto del acantilado. El pescador siguió el viento con la mirada como si estuviese siguiendo una dulce jovenzuela, y allá en lo alto divisó las dos figuras a las que el melodioso aire se disponía a acariciar ahora; tal vez estos dos hombres sí lo escucharían. Debido a la distancia el pescador no pudo distinguir los rostros de las dos figuras, tan solo pudo vislumbrar que tenían alas y vestimentas extravagantes para sus gustos. Levantó su mano y la sacudió en forma de un saludo, pero al ver que los seres no le devolvían el gesto decidió volver a su fajina, esperanzado de que ese día tendría buena suerte y pescaría algo enorme. Y no se equivocaba, pero no para bien.

El viento, que aún seguía silbando alrededor de los dos hombres sobre el acantilado y les estaba dedicando su melodiosa sinfonía, comprendió que no era prudente perturbarlos. Decidió alejarse y seguir su curso continente adentro. No sin antes divisar por última vez a las dos figuras antes de adentrarse en el espeso bosque, moviendo aterciopeladamente las hojas verduzcas. A través de la arboleda se esparció un prolongado rumor sibilante.

El primero de los extraños, un taciturno hombre de rostro competente, de pelo blanco y con un quitón de vestimenta, se mantenía atisbando al horizonte mientras el otro hombre lo bombardeaba con sus abultados soliloquios; siempre alargando las frases y palabras en forma poética.

El poético hombre iba vestido con un noble jubón azulado cruzado de rayas blancas, y pantalones negros muy ceñidos. Su pelo era negro como alas de cuervo. Su rostro noble, de rasgos perfectos, inmaculado. Sus alas, tan parecidas y a la vez distintas a las de los Blancos, estaban llenas de plumas, pero estas eran negras como la noche sin luna. Todo en aquel hombre irradiaba nobleza y superioridad. Era poético el simple hecho de verlo. Llevaba una catana a los lados de la cintura, con una funda digna de un rey y una empuñadura negra envuelta en hilo dorado; toda una obra maestra sin igual. Pero lo que más destacada de aquel hombre era una protuberancia que sobresalía de su frente haciendo contraste con su perfección, pero dándole a la vez un estilo extravagante: un pequeño cristal que parecía estar incrustado justo en el centro y que irradiaba una opaca luz verdosa. Otro viento sopló entonando las palabras del hombre de alas negras.

—¡Oh, White! Hermoso es el céfiro que aún canta ante el advenimiento de lo majestuoso. Grandiosas las nubes que se arremolinan sobre la ascensión de lo magnífico. Deslumbrante el pescador que desconoce lo que puede pescar. Magníficas las olas que aún desfilan pacíficas sobre los secretos de las profundidades turbias.

El peliblanco esperaba calmado mientras el otro hombre hablaba. Aún no se inmutaba por su exceso de palabras.

—¡Oh, White! —Continuaba el poético hombre con su verborragia—. Maravilloso el hado que siempre es oportuno. Extraordinario el tiempo, que nunca renuncia a mi persona. ¡Oh, White! Propicio el momento que aquí nos reúne. Gloriosa la tierra sobre la que posamos. Espléndido el soto que nos guarda las espaldas. ¡Oh, White!

Ciudad Sagrada - Entre Blanco y GrisWhere stories live. Discover now