El último rugido del León

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Una estela de polvo se extendía desde un agujero en el templo y se dispersaba alrededor.

Cuando el céfiro transportó las partículas hasta las fosas nasales del zafiro sobre el lomo de la plata, un estornudo escapó de su nariz. La plata le deseó que La Divinidad le otorgase buena salud, como era costumbre tras el primer estornudo. Luego vino un segundo y le deseó buena fortuna. Luego vino un tercero, pero no supo qué desearle. Nunca sabía qué desear con el tercero.

Los tres se detuvieron un instante de pie frente al templo, indecisos. El silencio, que en principio solo era interrumpido por el dócil golpeteo del viento en las paredes y el susurro del polvo al esparcirse, se vio perturbado por el gorjeo de una corneja negra que había permanecido inmóvil sobre la cima del templo. Cuando echó a volar, los tres se quedaron mirándola alejarse, sin poder hacer nada para detenerla. Sabían a lo que iba, y sabían que disponían entonces de poco tiempo. La Ratoncita finalmente se decidió a entrar a través del gran portón semiabierto.

El interior estaba hecho todo un desastre. Los signos de una reciente contienda se hacían notar a través de la polvareda que se arremolinaba alrededor de los escombros. Cascotes, enormes bancos de madera y lámparas rotas ornamentaban el suelo.

El rebrillo de un objeto no identificado les hizo mirar hacia el altar que se alzaba en el fondo del amplio templo. Desde allí no se podía observar con claridad de qué se trataba. Decidieron ir a investigar. El eco del crujir de los escombros los siguió en su recorrido, liderado por la Ratoncita, quien iba pisando con cuidado para tratar de no advertir a cualquier Gris en caso de que los hubiera cerca; ignorando que de todos modos hubiesen sido advertidos por el ruido de la madera al requebrarse bajo sus pies.

El templo era inmenso. La caminata se hizo larga y fastidiosa. Rose ahogó sus deseos de echar a correr para llegar de inmediato al fondo. Al ver hacia los lados y hacia el techo se imaginaron que un grupo de bestias rabiosas se había soltado allí dentro para destruirlo todo a su paso. No había nada intacto. Parte del cielorraso estaba sobre el suelo, y hasta el mismo suelo estaba arruinado en ciertas partes. Había manchas rojizas sobre algunos escombros.

Finalmente llegaron al altar. El estrado estaba casi irreconocible, no solo por su estado, sino también por el polvo que se suspendía en el aire como neblina, impidiendo una ojeada limpia. Una figura maltrecha apoyada en la pared más lejana atrajo su atención. A simple vista parecía una persona herida y recostada. La Ratoncita se adelantó sin temor, esperando que aquello no fuera un Gris ni tampoco una trampa. En el último instante ahogó un grito que hubiese revelado su ubicación a media Ciudad Sagrada.

Leonard Appleby, conocido como el León Blanco, abuelo de Lyla y Rose, yacía frente a ellos, con un chorro de sangre manando de su costado y de su testa partida. Rose se apremió a colocarse a su lado, nerviosa a todas luces. Lyla permaneció tranquila, aunque con gestos y movimientos pidió a Grey que la bajase para acercarse a paso prudente. La Manzanita comenzó a sollozar a su lado, triste y a la vez enojada por no haber llegado a tiempo, y Lyla se sentó a su lado para calmarla; aunque no estaba funcionado. Solo entonces, al sentir la cálida mano de su nieta al sostener la suya, el León Blanco se despertó con una sonora aspiración, respirando espasmódicamente y mirando sorprendido a su alrededor, creyendo que veía una ilusión y que efectivamente estaba muerto, como también lo habían creído los demás.

-Abuelito, ¡estás vivo! -la Ratoncita rompió el silencio, apretándolo fuertemente alrededor del cuello. El León emitió un fuerte quejido, que lo hizo parecer un auténtico león herido, y entonces Lyla la sostuvo con fuerza y la echó hacia atrás.

-¿Acaso ya estoy alucinando? -Balbuceó el León Blanco-. ¿Acaso son ustedes los guías que me llevarán al Más Allá?

-No... somos tus nietas, abuelito.

Ciudad Sagrada - Entre Blanco y GrisWhere stories live. Discover now