McBury

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El viejo McBury nunca fue muy sociable en su comunidad y tampoco era agradable su presencia. La mayoría de las personas lo consideraban alguien repulsivo y preferían esquivarle en las calles o hacerse los distraídos cuando él, de manera amable, los saludaba. Pese a esto, El anciano siempre parecía animado y feliz, dichoso a más no poder, con una sonrisa de canto a canto inclusive cuando era el centro de burdas mofas.
Los niños de la comunidad, crueles criaturas, en una de sus muchas ocurrencias habían apodado al señor McBury como "El Monstruo Apestoso". Los padres y la gente adulta, personas que se considerarian con mayor tacto, lo tomaban de ejemplo para asustar a sus hijos o lo usaban para insultar a cualquier persona. Nunca nadie tuvo piedad por el viejo McBury, condenandolo a la soledad y una devota obsesión por las plantas.
Pasaron muchas noches en un sinfín de años hasta que el viejo McBury falleció en su casa en total ausencia de cariño o calor humano. Pasaron muchos días, hasta que encontraron el cuerpo en un estado de descomposición avanzado y no fue gracias a que alguien en la comunidad preguntara por McBury, sino por el fétido olor que desprendía su casa al pasar frente a ella. El certificado de defunción decía en letra levemente legible que "Edmundo McBury" tuvo una muerte natural a sus ciento veinticinco años aunque nadie se molestó en revisar su cadáver. No hubo velorio ni flores, tampoco una tumba. El cadáver del anciano fue cremado y sus cenizas tiradas fuera de la comunidad como un desperdicio obsceno, algo propio de personas insensibles y olvidadizas de que "eso" fue un ser humano.
La disputa llegó al pueblo cuando la casa y pertenencias del anciano, al no poseer este familiares, iba a estar abierta para que toda la comunidad tomara lo que quisiera. Pocas personas conocían por dentro la casa del anciano y los pocos que la conocían sabían exactamente que el anciano custodiaba bastantes cosas de valor, motivo por el cual se formó una enorme fila en la entrada de su casa a espera que las puertas dieran paso a su inmensurable codicia.
A eso de las diez de la mañana las puertas de la casa se abrieron de par en par invitándolos a pasar y llenar sus bolsillos con las pertenencias de el olvidado McBury. La gente, urgida en avaricia, apuraba su ingreso empujando a los demás y otros más astutos empezaban a colarse por las ventanas (que también estaban abiertas). Cuando pasó el último de ellos, tanto ventanas como puertas se cerraron y el bullicio de la multitud fue silenciado completamente.
A las tres de la tarde llegó el alcalde con las llaves de la casa McBury y fue grande su sorpresa al no ver a nadie.
-Bueno- dijo para si mismo -Ya llegaran...-
Abrió la puerta de la casa y entró. Todo seguía en su lugar, cada cosa, cada objeto de valor permanecía inerte en el mismo lugar que el anciano había dispuesto como un lienzo decadente o una fotografía de el pasado con McBury. En su aburrimiento decidió caminar y explorar el lugar, le fascinaba saber qué secretos ocultaba el anciano y cuantas cosas interesantes podría llevarse para el. Recorrió la planta superior en su totalidad, luego la planta inferior y las expensas de el anciano. La cantidad de objetos de valor era impresionante: candelabros de oro, espejos de plata pulida, los cubiertos eran de plata también, los cuadros que adornaban las paredes eran antiguos y de un costo incalculable e inclusive el pisapapeles de él eran de oro y piedras preciosas. Inmensa era la riqueza del anciano e infinitos los deseos del alcalde por apropiarse de todo. Por último quedaba el sótano, dónde los rumores contaban, estaban los tesoros más caros de McBury. Tomando una barreta, el alcalde rompió la cerradura de la puerta que lo separaba de "su tesoro". Ante sus ojos se extendía una larga y angosta escalera que perdía forma en la oscuridad. Bajó alumbrado por el linterna del celular y no tardó mucho tiempo en darse cuenta que algo no iba bien. La escalera no parecía terminar y extenderse en ese abismo interminable, en las paredes empezaron a notarse marcas de rasguños y manchas negras cubrían los escalones. El olor putrefacto llegó luego de veinte minutos bajando y acrecentando a cada paso. A pocos escalones de distancia notó como la escalera terminaban y grandes bolsones negros estaban esparcidos por el suelo alrededor de una enorme puerta de hierro. La puerta estaba abierta y en su interior reinaba la oscuridad tragándose todo atisbo de luz e impidiendo ver su interior. Algo dentro suyo, quizás su propio instinto de supervivencia heredado de nuestra naturaleza primitiva, provocaba que sus piernas temblaran y quisiera correr lo antes posible y salir de ese lugar. El terror llegó a su ser como un baldazo de agua helada cuando una voz carrasposa hizo eco por toda la habitación.

-Tu no deberías estar aquí-

El alcalde tuvo que recostarse contra una pared para no caer y sentir como, por toda su espalda, el frío absoluto del miedo lo paralizaba. -Nunca tuviste que haber venido aquí-

Las pisadas de aquel ser eran pesadas y arrítmicas, inquietantes como el rechinido del metal e inhumanas cual abominación. A cada momento iba acercándose a la puerta y a cada segundo el corazón del alcalde latía más fuerte. Primero vio sus pies descalzos y negros, luego aquellas manos huesudas como garras, motas de pelo chamuscado coronaban la cabeza de este ser, el rostro desfigurado por quemaduras y los ojos reventados y chorreantes de pus verdoza. A duras penas podría alguien reconocer al viejo McBury, quien tras ser cremado y basureado, ahí en ese momento se encontraba de pie ante el alcalde.

-La deuda fue saldada- dijo McBury permitiendole al Alcalde ver como en cada palabra espesa sangre salía de su cuello.

-Vete...-

Edmundo McBury tomó los sacos y con avidez los arrojó dentro de la oscuridad y pese a los deseos del alcalde por irse, el miedo lo dominaba completamente.

Con la voz temblorosa, intentando despertar de aquella pesadilla, el alcalde preguntó.

-¿Que mierda eres?-

El anciano se detuvo y aunque el sonido que emitió parecía un llanto, él sabía que en verdad reía. Imagenes de un pasado funesto llegaron a la cabeza del alcalde, seguidas de el entendimiento a todo. Vió la comunidad en sus inicios, cuando solo eran dos familias, vio la pobreza que pasaron y vio al extraño ser que invocaron en un ritual llamado Asmhotep. Observó la llegada de aquél qué llamarían McBury durante muchos años y como de la noche a la mañana aquel asentamiento se volvía próspero. Miró con horror a McBury viviendo con ellos y saludando a todos con amabilidad y cortesía. Entendió el motivo de su felicidad y como ningún insulto o burla lo lastimaba. Nada de eso importaba porque todos, tarde o temprano, le pertenecían y saberlo lo llenaba de éxtasis. Fue un espectador en la masacre de esa casa, cuando todos entraron, niños y hombres, y perecieron de maneras dolorosas. El anciano era perverso y avido en la tortura, saboreando el sufrimiento de todos. Todos aquellos sacos...

El alcalde no lo resistió y vómito compulsivamente.

-Corre- Le dijo aquel ser aberrante mientras cerraba la puerta y sus ojos amarillentos brillaban en la oscuridad. Seguido de la risa desquiciada de un ser inentendible e inevitablemente perturbador. Las paredes empezaron a temblar y a caer. El alcalde empezó a correr por su vida y por poco no fue tragado por aquel abismo. A duras penas salió de la casa y se dejó caer en el suelo cerrando los ojos. Pensó que todo había terminado y sonrió. Era el único sobreviviente y no le importaba más. Todo era efímero comparado con el.

Solo el importaba.

Abrió los ojos y no vio nada más que oscuridad. Asustado tocó su rostro y sus ojos, buscó con su cuerpo sentir el calor de los rayos del sol y solo sintió frío. Empezó a temblar y llorar por el horror. Unas manos frías, pegajosas y huesudas se posaron sobre su cara y el susurro gutural de un ser innombrable llegó a sus oídos.

-Tu también eres mío-

Fin

Historias DesvariadasWhere stories live. Discover now