epílogo

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Myoi Mina, veintiún años, trastorno depresivo crónico. Ingresada el trece de marzo del dos mil veintidós. Sin ningún parentesco que pueda darle un buen cuidado, le ha sido concebido que permanezca internada en el pabellón de adultos del Hospital Psiquiátrico de Seúl. 

La chica nombrada, de cabello azabache, piel pálida como la leche y rostro aniñado, se hallaba sentada en las bancas de un pasillo blanco de hospital, mientras escuchaba su siguiente destino provenir de las bocinas, después de haber pasado en observación un par de semanas. Su rostro no atinaba a nada más que aflicción y derrota. Se sentía tan miserable como la desgracia pura, y más que eso, malditamente sola; sin que hubiese nadie que pudiese ayudarle a salir del hoyo en que se había sumergido, un charco de arenas movedizas. 

Una enfermera de vestido blanco, esbelta, guapa, le sonrió animadamente una vez tomó lugar a su frente. 

—Vamos —dijo ella, con la misma sonrisa, como si con tal cosa fuera a animarle. ¿Quién rayos podría animarse al saber que pasará el resto de sus días encerrada en un hospital? 

Myoi Mina ofendió a la mujer, que ya conocía, por lo bajo y en silencio se hizo su propio camino, guiándose de los letreros que guiaban en las aceras. 

Mientras caminaba, veía a todas las personas que caminaban por los alrededores; pacientes, mejor dicho. Con sus vestidos blancos, hombres y mujeres viejos, muy adultos, luciendo perdidos en los jardines y, al igual que ella, sin ningún atisbo de esperanza en sus semblantes, tan sólo que, ellos lucían más como si lo único que tuviesen en vida fuesen sus organismos y no sus mentes y cuerpo en sí. Un gran nudo se generó en su garganta tan pronto como analizó aquella imagen. ¿Era ese su destino? 

—Por aquí —oyó a la enfermera. Volteó hacia ella y entonces pudo ver la gran puerta de madera con una pequeña ventana en ella, y más arriba, el letrero anunciando que aquel era el pabellón de adultos. 

Su cuerpo entero tembló, su entrecejo, al igual que su mandíbula, tiritó de un modo muy notorio. Se preguntó porqué no simplemente murió con la intoxicación que ella misma se indujo, pues, morir en efecto sería mejor que tener que vivir allí el resto de sus días.

Le fue dado una nueva ropa. Al parecer, estaban los hombres y mujeres divididos. Al entrar al lugar, vio los diferentes cuartos en donde se hallaban los varones con un traje completo de pantalón y camisa azules, mientras que para ellas, éstos eran rosa. Mina siempre odio el rosa. Cuando era una niña, su madre siempre le vestía con vestidos y prendas de tal color, pero ella siempre terminaba ensuciándose y era castigada a golpes por ella, histérica y carente de razón; lo que conllevaba una mala vida familiar, la que le daba más que todo su esposo, un alcohólico sin remedio, que se desquitaba sus amarguras con ella... toda una lucha de años que, al final, les llevó a ambos a matarse finalmente.

Su primer noche allí, no fue grata. Mentalmente empezaba a entrenarse y entender que en un lugar así, lo normal no podía existir; mientras las demás pacientes dormían, probablemente ya acostumbradas, Mina no podía siquiera intentar cerrar sus ojos. El miedo abundaba en ella tan sólo de oír los gritos guturales de otros pacientes con menos cordura que la de todas allí, pues, temía que en cualquier momento algo llegara a pasarle. 

Terrible.

A las seis y treinta, sonó una campana, anunciando la hora de despertar. Como robots, todas pasaron a los baños, con agua fría y un pedazo de jabón justo para una sola persona. Usaban un paño pequeño para secarse y el tiempo para ducharse podía ser usado para apenas lavarse sus parte íntimas. Mina se sentía más miserable, y sin saber qué hacer, fue como acabó siendo la última en las duchas. Y entonces, ahí mismo, se soltó en llanto, que fue limpiado por el agua fría que caía sobre sí, y sin embargo, no pudo llorar tranquila, puesto que un grito de las enfermeras a su cuidado le llamó la atención e hizo salir rápido. 

Sins. (ChaeLisa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora