10-Piezas

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Se escondió de él como un paria de la sociedad, no quería verlo, no sabía exactamente por qué, hacía tiempo que no pensaba en base a los sentimientos. Pensaba tal vez que luego de aquello Sigmund simplemente no quisiese hacer nada más. Y por un segundo lo vio como a un peón más, tenía que ser usado para salir con otra estrategia, si caía, alguien más aparecería. Se repitió hasta creerlo.

Por no decir que fue obligado a asistir a los guardias, uniéndose a estos y defendiendo zonas aledañas al calabozo y al patio trasero. No se negó, tenía planes, y por más que le creyese al hermano Du Alpha, si quería obtener un rango, tendría que cumplir con su misión.

Tenía órdenes directas de solo hacer sus turnos, un grupo había sido enviado a defender otros sitios, no podían enviar a toda la fuerza militar contra los santos (sería una negligencia estratégica) para ello estaban los Dioses guerreros. Ellos sólo serían carne de cañón si la ocasión se concedía.

Ocasión que no sucedió.

Asgard estaba casi patas para arriba, o más bien, la zona del castillo, los aldeanos estaban a salvo, los atenienses no eran guerreros bélicos, ellos estaban ahí por una razón concisa y esa era su diosa. Admirable, desde el punto militar. Pero muy cursi desde su punto de vista personal.

Rotó varias veces, no tenía permitido entrar a los calabozos, y tampoco se sentía en posición de hacerlo, si las piezas caerían, pues caerían a su tiempo, las partidas de ajedrez tenían un tiempo establecido y tenía que ser paciente si quería ver una buena jugada.

Pasaron horas, horas que parecieron días.

Al anochecer la noticia llegó a el de la manera en que llegan las malas noticias. Y por primera vez, creyó que debía de ver como esa pieza se movía.

En el caos de la confusión, (de la casi inminente victoria ateniense), logró entrar al recinto de los calabozos, en su mayoría vacíos, una escasa cantidad con algunos prisioneros que se mantenían escondidos en las esquinas de aquella cajetilla de cerillos, abrigados por sus brazos en busca de calor.

Hoy Surt era gris, no era rojo como solía ser. Hoy no llamaba la atención, solo pasaba por alto al ir con el uniforme de los guardias. Así que la expresión que lo recibió al llegar a la prisión de Sigmund no lo sorprendió. Andreas estaba ahí con él, sentado al piso con algunos libros y una manta, al frente Sigmund amoreteado, con la venda cubriendo su ojo y mirando acusadoramente a la figura que se mostraba enfrente. También arropado con una manta. ¿Ahora mostraban consideración? No es como si pudiesen matarlo, pero claramente lo más lastimado ahí; era su espíritu.

Los dardos que nacieron de aquella mirada borraron por completo su primera conclusión. Aquella mirada era fuego.

No.

Era un huracán que amenazaba con sacar de raíz incluso al más de los viejos pinos del bosque, con tumbar el mismo castillo incluso.

Aquella mirada soplaba furia.

Antes que Andreas se levantara a correrlo, se quitó el casco, y las miradas cambiaron. No supo descifrar lo que decía la del guerrero, exactamente nunca había recibido una mirada así. Conocía las de desdén, las de odio, envidia, lujuria, y aquella lejana, inocente, que transmitía amor.

Esta estaba fuera de su catálogo.

Con la puerta abierta logró entrar y se arrodilló junto al rubio, aun bajo el escrutinio de aquel único ojo visible no supo darle nombre, tal vez en el futuro sabría que transmitía, pero si aún prometía lealtad, juntos lograrían lo imposible. Como había sido su plan desde el principio.

-Algo me hizo pensar que no volverías-. Sigmund susurro.

-Llegué a pensar eso, pero tenemos un acuerdo a final de cuentas... ¿no?-Se mostró con el mismo humor de siempre.

Pero con cierto recelo, al verse observado por un tercero. El médico podía ser inocente, y a la vez culpable, un día sus acciones hablarían por completo. Mientras tanto, todos serian culpables, excepto el.

- ¿Nuevo trabajo...?-.

-El mismo, solo... lo cumplo esta vez -Sonrió altanero. Recibiendo una revirada de ojos que se vio extraña con aquellas vendas.

-No cambias, ¿Qué sucede? Esta todo alborotado, incluso desde aquí puedo escucharlo y sentirlo, a mi hermano ir y venir, pero creo que es la fiebre que me tiene delirando, la herida se abrió y se infecto de nuevo -.

Inocente.

- Hilda, acaba de perder -Admitió sin vacilaciones. - Ó más bien, la entidad, que la poseía-

-... ¿entonces...? Son buenas noticias, ¿no? -.

-No, Siegfried murió, cayó en batalla al defender a Hilda...-.

-... -.

Un libro golpeo su espalda, y dirigió una mirada afilada de medio lado, el médico se lo había lanzado. Lo miraba con los ojos dilatados y parecía tener más artillería a mano.

- ¡¡ No sé qué pretendes!! ¡Pero este no es un momento para bromas! -.

- ¿Acaso me vez riéndome? -.

-Sí-.

- ¿Me ves ahora riéndome? - No hubo respuestas. El mismo se levanto a recoger su libro, y con una suave sacudida lo limpio del polvo del suelo.

-. . . El no debería de saber esas cosas, no aún, menos en su estado-.

-Creo que lo mejor es que lo sepa sin más dilaciones, es mejor que lo sepa por mí que por otro-.

Sigmund los miraba ahora distante, ¿Por la fiebre? ¿O por ambas cosas? Tal vez había sido brusco, pero nunca había tenido suavidad con las personas. O tal vez sí, pero era un recuerdo ahogado por capas de nieve, por una neblina espesa y borrado, en un pasado distante que ya dejaba de parecer suyo.

- ¿Por qué tu? -Demandó en saber el galeno.

Y posó una mano en el hombro cubierto del primogénito Du Alpha, dando un suave apretón y concediéndole una mirada, tal vez practicada, pero adecuada, sincera en su defecto.

-Porque es mi camarada-.

Todos serían culpables, excepto el y Sigmund.

El comienzo [ Sigmund x Surt ] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora