Capítulo 4

386 43 1
                                    

— Estuviste un poco grosero con ella, ¿no crees?

Justin levanto la vista de la página de deportes del New York Times que estaba hojeando para ver que Kevin Gilí, su compañero de equipo y amigo desde hacía mucho tiempo, le miraba interrogante.

Estaban sentados en "su" mesa del Maggie's Grill, esperando que les sirviesen la comida. La temporada estaba a punto de empezar y volvían a su rutina habitual: coger el coche hasta Armonk para ir a entrenar, picar algo rápido después y luego coger de nuevo el coche para regresar a la Gran Manzana. Debería estar de buen humor. El entrenamiento había ido bien; los chicos iban tirando, ahorrando el sudor y la sangre de verdad para cuando la temporada empezase oficialmente. Parecían comprender que si querían ganar la Copa en primavera tenían que darlo todo, día sí y día también, fuera día de partido o no. Además, tenía un buen presentimiento sobre la temporada que estaba a punto de empezar. Pero entonces había irrumpido esa tal Kelsey McNeil en el vestuario, escupiendo propaganda corporativa, y su buen humor se había evaporado para ser sustituido por una abrumadora sensación de resentimiento que era incapaz de sacudirse de encima, sobre todo después de que ella tuviera las narices de decirle que era propiedad de Kidco.

Bebió un trago de cerveza y le devolvió la mirada a su amigo.

— No se lo merecía. Simplemente estaba intentando hacer su trabajo.

— Sí, ¿y sabes en qué consiste su trabajo, Kev? Consiste en poner orden entre nosotros para que esos trajeados de Kidco puedan ganar dinero a nuestra costa. ¡Qué les jodan! Les importa una mierda la integridad del juego, o cualquiera que juegue a él. No les debemos nada.

— Sigo pensando que no te pasaría nada por apuntarte a uno de esos actos solo para poner contentos a los contables. Así te los quitarías de encima. Mientras sigas negándote a ello, seguirá machacándote.

Justin se encogió de hombros.

— Que lo haga.

— Por Dios. — Kevin se recostó en su asiento, asombrado—. Eres un cabrón tozudo, ¿lo sabías?

Justin sonrió.

— Por eso llevo ganadas tres Copas Stanley hasta el momento, colega. Porque nunca me rindo, y nunca me doy por vencido.

— Tienes razón.

Justin dio un nuevo trago a su cerveza. Lo que le había dicho a esa señorita McNeil era cierto: si por voluntad le apetecía dedicar un tiempo a obras benéficas, lo haría. Pero estaba segurísimo de que no iba a hacerlo para que un máster en ciencias de los negocios, con teléfono móvil y esposa de bandera, se llenara los bolsillos a su costa. Había pasado quince años trabajando para conseguir un equipo ganador en St. Louis. Su derecho a hacer lo que le apeteciese se lo había ganado con creces, y ahora, lo que le apetecía era ser el mejor en lo que hacía sobre el hielo y pasárselo estupendamente con ello. A lo mejor Kevin tenía razón: a lo mejor su vida sería más fácil si jugaba siguiendo las reglas de Kidco. Pero a Justin no le importaba. Eran sus reglas o no había reglas, nada de "y si...", o "peros", ni nada por el estilo. Y si a los de Kidco no les gustaba, que se apañaran.

Volvió la cabeza, buscando a la camarera. El servicio era hoy lentísimo. ¿De qué iban? Kevin, leyendo sus pensamientos, puso los ojos en blanco.

— Enfría un poco los motores, ¿vale? La camarera llegará en un momento.

Justin se relajó. Era bueno que Kevin supiera siempre lo que le pasaba por la cabeza. Sobre hielo, era el extremo derecho que recibía los pases de Justin, su velocidad, su fuerza y su dureza eran casi tan legendarias como las de Justin. La prensa deportiva solía referirse a ellos como "Batman y Robín". Fuera del hielo, Justin confiaba en Kevin para explicarle la verdad desnuda y sin tapujos; era el único tipo en quien confiaba tácitamente. Si era demasiado bestia, Kevin se lo hacía saber. Y también se lo hacía saber cuándo pensaba que se estaba pasando un poco disfrutando de la vida nocturna de Nueva York.

ContactoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora