¿Cuánto daño puedes recibir al tratar con la Yakuza?
(Todobaku)
Portada realizada por la EditoriaBNHA
Este escrito contiene vocabulario vulgar, escenas de violencia, violaciones, torturas, temas adultos y otras situaciones explicitas.
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Eijirou miraba con recelo al conbini* que resplandecía entre la oscuridad de la noche; revisó los bolsillos de su chaqueta, suspirando con pesar al saber que allí no había ni una moneda. No podía gastar mucho del dinero que tenía ahorrado en su mochila, por lo que se resignó a dormir sin comer otra vez.
Vaya mierda...
El pelirrojo chasqueó la lengua y puso en marcha su motocicleta. La noche era tranquila y una cálida brisa veraniega mecía los carmesíes cabellos que sobresalían del casco de Eijirou; no era una mala noche para dormir en el parque o en una estación de tren, pero aunque Japón, en su mayoría, es un país muy seguro y nadie intentaría robarle mientras duerme, kirishima no podía prometerse a sí mismo que al cerrar los ojos no llegaría un yakuza a secuestrarlo.
Su situación era casi como la de un pequeño niño, temiendo irse a la cama y que el monstruo que vive debajo de ella lo ataque. Pero Eijirou sabe que ese monstruo es real, que no se oculta bajo las camas, está suelto por las calles, armado y tatuado, persiguiéndolo hasta la muerte...
¡Quiéndiría que robarle a la Yakuza traería tantos problemas!
Kirishima alzó la comisura izquierda de su labio, riendo con ironía; nadie mejor que él sabría cuántos problemas puede dar la mafia japonesa.
De pequeño recuerda a su padre haciéndose elaborados tatuajes en la espalda y pecho, tatuajes que demoraban meses en estar listos y que él veía con fascinación antes de que el hombre los ocultara con sacos y camisas para ir a trabajar; a Eijirou le parecían varoniles.
Pero su progenitor se estaba metiendo en problemas con el Oyabun* y los cambios empezaron a sentirse en el hogar de los kirishima.
Una noche, el mayor volvió a casa y su meñique ya no estaba. La madre de Eijirou lloraba y amenazaba con irse pero él decía que no era nada, que estaba bien. El pequeño no se sorprendió cuando la mujer tomó sus cosas y se fue, tampoco se asombró cuando con el transcurrir del tiempo el hombre se apareció en el apartamento con más dedos mutilados.
Hasta que un día simplemente no regresó.
Kirishima sintió un cosquilleo en donde se encontraba el tatuaje de un tigre junto a una flor de loto en su espalda; miró sus manos cubiertas por guantes de cuero, sabiendo de la ausencia de los dedos meñiques y anular en la derecha, sin darse cuenta, había terminado justo como su padre.
Entre las sombras de los grandes edificios a las afueras de un barrio en el que kirishima se estaba adentrando, vislumbró unas siluetas desgarbadas con un andar bastante cómico. El pelirrojo sonrió como si le hubiesen regalado un premio. Se acercó y con los faros de su motocicleta alumbró a un grupo de jóvenes que se veían bastante trastocados y supo que había encontrado la oportunidad perfecta para vender un poco de la droga que le había robado a su Oyabun en el último encargo.