Capítulo 1: El puente

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Solté un grito de exasperación y volví a arrancar otra hoja de mi cuaderno para hacerla un bollo.

¿Por qué diablos no podía dibujar el maldito puente que tenía enfrente? No era la primera vez que trataba de dibujarlo, pero siempre había algo de mi dibujo que no me gustaba: medía mal las dimensiones, me equivocaba en las proporciones, no lograba dar con el tono exacto del color del agua que fluía debajo. Tampoco era un puente común, por lo menos no para mí: fue uno de los últimos lugares en donde estuve con mi hermana antes del accidente, antes de que mi vida diera un giro de 180 grados y todo lo que conocía se convirtiera en polvo.

―¿Por qué te gusta tanto este puente? ―recordaba haberle preguntado una tarde a mi hermana Abril.

Nos encontrábamos de pie sobre el puente de madera. Ella estaba contemplando el río debajo de nosotras con expresión sombría.

La verdad era que en ese entonces el puente no me resultaba bonito. Era viejo, sucio y estaba prácticamente en medio de la nada. La madera crujía cada vez que alguien daba un paso, lo que me hacía creer que podía partirse a la mitad en cualquier momento. Los alrededores, en cambio, sí valían la pena. Los árboles frondosos que lo rodeaban eran de un verde intenso y muchas de las ramas caían sobre nosotras. Siempre estaba intentando saltar para atrapar alguna hoja de mayor altura, pero no llegaba muy alto porque mi hermana me regañaba insistiendo en que el puente no era tan fuerte y que caeríamos al río. No me hubiese importado, el agua del río era tan cristalina que parecía una pintura hecha al óleo.

―Este puente siempre me hizo sentir mejor ―me confesó mi hermana, encogiéndose de hombros―. Ya no pasan muchas personas por aquí, pero estoy segura de que mucho tiempo atrás estuvo lleno de vida. Ahora este lugar es tan tranquilo que te hace olvidar de todo lo que sucede a tu alrededor. Me gusta venir aquí cuando me siento sola.

―Pero es feo ―fue mi respuesta, propia de una niña de ocho años.

Abril rio.

―¿Qué lo haría bonito? ―preguntó.

Lo pensé por un momento.

―Que estuviera pintado ―respondí, entusiasmada.

Yo pintaba y dibujaba desde que tenía uso de razón. Mi madre solía decirme que de pequeña para calmar mi llanto no me daban un chupete, sino crayones para dibujar. Era todo lo que quería y podía pasar horas pintando.

―Pues podemos pintarlo ―repuso Abril. 

La miré extrañada.

―¿Estás diciéndolo en serio? No podemos pintarlo, no es nuestro.

―¿Quién dice que no?

En ese entonces no sabía lo suficiente como para decir "la ley" y, de todas formas, a mi hermana probablemente no le importaría. Era propensa a meterse en problemas, igual que mi hermano.

―Pero... pero en todo caso sería tuyo, tú lo encontraste ―insistí.

―¿Sabes qué? Es nuestro ―me dijo sonriendo mientras se agachaba para estar a mi altura―. Será nuestro pequeño secreto, podremos venir a pintarlo cada vez que queramos.

Y así lo hicimos. No sabíamos de qué color pintarlo así que lo pintamos de todos los colores. Lo bautizamos "El puente arcoíris", aunque Abril murió antes de que pudiéramos llegar a terminarlo. La mitad del puente había quedado sin pintar, con su color grisáceo original. Al principio me dolía volver allí y verlo sin terminar. Me angustiaba volver sin mi hermana y sin los baldes de pintura. Con el tiempo me fui acostumbrando. Nunca lo podríamos terminar, pero era más real de esa forma: una mitad gris y la otra mitad llena de colores.

Nuestros DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora