Septiembre II: ¿Alumno?

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Tímido miraba ante cualquier sobresalto o risa de jóvenes, parecía un moderno Buda descubriendo el mundo. Me dirigía hacía el estadio de mi ciudad, por supuesto que caminando, ya que prefería no tener que relacionarme con tantas personas dentro de un bus. Sonreí al pasar por la casa de mi infancia y residencia de mi padre, no quise pasar a saludar para no retrasarme, por lo que seguí con mi camino mirando en derredor las casas y negocios que marcaron mis primeros años, que felices aquellos días.

Por aquí el jardín o guardería al que con mi madre traíamos a mi hermano de pequeño, por allá la panadería a la que acompañaba a mi tía mi yo niño. Todo seguía igual, pero como decía el buen Nicanor, el tiempo lo ha borrado todo como una blanca tempestad de arena.

Al llegar reconocí temeroso el lugar donde solía encumbrar volantines con mi padre y mi hermano mayor, mientras nuestra madre nos fotografiaba. Estiré las piernas, flecté rápida y avergonzadamente mis débiles articulaciones, y sin más preámbulo caminé unos segundos mientras configuraba la música, me ponía los audífonos y finalmente emprendía el trote.

Debo haber resultado gracioso las primeras veces que entre los experimentados y otros aficionados trotamundos comenzaba a trotar, con el buzo excesivamente "apitillado" de mi hermano mayor, los zapatos no aptos para el trote y los audífonos que cada tantos minutos debía reacomodar. Aun así lo hacía, gracias a las motivaciones que más tarde sabrán.

Como les contaba hace unos días, la tristeza mi invadió una tarde, sin ningún razón aparente mas que mis propios pensamientos, y por supuesto una pequeña ayudita de mis libros. Me sentía de pronto impotente e inútil, nada o cualquier cosa que intentara para cambiar el mundo, tal como decía haría mi hermano, lo veía sin rumbo. Yo no podría cambiar este mundo de mierda que me quería encerrado dentro de un metafórico clóset, de una sociedad que destruía a cada minoría y la barría luego bajo la alfombra... En fin, todas aquellas cosas por las que a diario veía se hacían protestas en Santiago y otras partes del mundo. Me sentía parte de nada.

Y fue precisamente lo que más me daba éxito aquellos días con lo que me desahogué, las golosinas. Aquella noche me comí cinco fusilazos que pagué con mi parte de las ganancias, al amparo de la noche y la soledad me dormí con los audífonos puestos y mi boca dulcísima de tanto chocolate.

Al otro día estaba como nuevo, repuesto totalmente de mi... ¿Crisis? Pues así comencé a llamarlas, porque efectivamente comenzaron a ocurrirme con bastante frecuencia, incluso durante las clases, en las que nada hacía. Lo único que podía restablecerme era nuevamente "emborracharme" de dulces para luego refugiarme casi como una necesidad, en el mundo onírico.

En mis crisis parecía que mi mundo moría, aunque mi nueva historia, nuestras ventas, y mis amistades siguieran perfectas, me negaba a ver las cosas de manera positiva, entraba en un estado en el que todo se transformaba en gris y lo único que deseaba era desaparecer, literalmente.

Fue precisamente en medio una de estas crisis, en las que decidí hablar de pronto a la olvidada Mika, y el tema de mis desvaríos esta vez fue ni más ni menos que...

— Nunca encontraré a una persona que me quiera, con todas mis inseguridades y lo mierda de persona que soy... —me hallaba al borde del llanto texteando al amparo de la medianoche, con las gotas de lluvia golpeando el techo sobre mi cabeza.

— No seas tan lapidario amigo, aunque suene a una mierda repetitiva, algún día llegará aquella persona, no desesperes —me tranquilizaba mi "Cosmika" amiga, pero mi melancolía nunca daría a torcer su brazo tan dócilmente.

— Mirame, soy horrible. Un idiota chico de quince años que ni siquiera llega al metro sesenta, tiene la cara llena de espinillas y va directo a convertirse en un puto gordo —era recurrente insultarme, odiarme y despreciarme en estos episodios.

Danza de espadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora