Golpeaban mi puerta. Lo oía con claridad. Abrí los ojos, y percibí que ya el alba había llegado. Milagros gritaba desde el otro lado, y recobré toda la conciencia de las cosas. Había soñado con los últimos recuerdos de mi madre y Adela; y antes, una figura extraña se me había aparecido. Lo recordaba todo con tanta claridad, que se me antojaba había sido real. Pero la inverosimilitud de que mi madre fallecida, se me hubiera aparecido ahí delante, me hacía dudar. Sin embargo, algo en lo más interno de mí, me hacía creer que así había sido; y, llevado por ese pensamiento, y las palabras en esa conversación, diciéndome que todo se me revelaría en forma de pensamiento, me decidí a confiar en mi instinto. Y mi instinto me decía que creyese. Y así lo hice. Supe que mi madre era ese pensamiento, que estaba conmigo, y que me guiaría. Yo sólo tenía que pensar en el bien del prójimo.
—Pasa Milagros, pasa –dije en voz alta, para que me oyese, viendo que ya aporreaba la puerta desesperada–.
—¡Ay señorito Daniel, qué tarde es! –La oía lamentarse desde la antesala, mientras irrumpía sofocada en la estancia donde yo reposaba en la cama–. Levántese rápido, por el amor de Dios –me suplicaba–, o me van a regañar como está mandado.
Viéndola tan turbada, no lo dudé, me despojé de las sábanas y me puse en pie.
—¡Virgen Santísima! – Exclamó poniendo tal cara de sorpresa que hasta yo me asusté–. ¿Es que usted siempre está así? –Atinó a preguntar–.
Miré. La erección que tenía era tan descomunal, que ahora entendía los juramentos de aquella mujer.
—He tenido un sueño –expuse–.
—Me lo puedo imaginar, señorito Daniel, pero no tenemos tiempo para eso ahora –hablaba apresurada mi sirvienta, preocupada de que estuviera listo–. Entre en el baño y aséese lo más rápido que pueda mientras yo le voy preparando la ropa. Ya tiene una jofaina con agua, jabón y una toalla.
No le hice perder más tiempo, no quería que llevase una riña por mi culpa.
—Lo haré todo lo deprisa que pueda, Milagros –decía mientras apresuraba el paso–, no te van a reñir por mi causa, te doy mi palabra.
Le cambió el semblante a la joven que se hallaba delante de mí. Mi preocupación porque no la reprendieran por mi causa, había hecho que en sus ojos volviera otra vez esa mirada amable con la que me despidiera la noche pasada. Me detuvo, empero, aunque yo iba con paso ligero, al llegar a su altura.
—Señorito Daniel –comenzaba a decir quedamente–, gracias por esa sensibilidad tan especial que tiene al preocuparse por mí. Lo he contado a algunas, pero palabra de Milagros que todo el servicio lo sabrá; y eso será bueno para usted, créame –finiquitó, colocándome su mano sobre mi rigidez, acariciándola durante un solo segundo para apartarla luego–.
Yo sólo la sonreí, y besé su frente. Ella se embarazó mucho: todas las normas de protocolo indicaban que ese no era comportamiento adecuado. Pero tampoco olvidaba que yo le había dicho que sólo sería así cuando estuviéramos retirados, que con otra presencia mi comportamiento sería escrupuloso. Y me sonrió con cariño.
Apenas tardé. Enseguida aparecí de nuevo, al lado de la cama, donde Milagros ya me había dejado la ropa. Estaba completamente desnudo, con mi firmeza ante sus deleitantes ojos, que no perdían detalle.
—Esto es por ti, Milagros –decía yo–, sé que te gusta y quiero que disfrutes mientras me visto, por ser tan cordial conmigo.
Y comencé a vestirme. Por un instante vi que ella hacía ademán de ayudarme. Pero yo no me detuve, y la sirvienta, al ver que lo hacía con diligencia, se mantuvo quieta. Un pensamiento agradable, me dijo que había obrado bien, pues aunque ella hubiera disfrutado más asistiéndome, para así poder acariciar el pene, la premura ahora era mucho más importante.
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Nuestra implacable educación [+18]
General Fiction•SOLO PARA MAYORES DE EDAD• Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre.