Había oscurecido ya, cuando abandoné mis aposentos. Los candelabros de toda la casa habían sido encendidos, iluminando la morada. Bajé la gran escalera con parsimonia, sin pensar, sin mirar tampoco. Reinaba un gran silencio, no se oía nada.
Me dirigí al segundo salón, que habitualmente era el que solía usarse. Llamé con educación, y tras recibir el oportuno permiso entré. Allí estaba mi tía, mi hermana, las hijas de la primera, y doña Severa. Parecían formar una tertulia. Con educación me disculpé si las había interrumpido, pero ellas me apremiaron a que las acompañase. Mi cambio tan notable en mis maneras, mantenían muy orgullosa a doña Severa, y mi tía, por halagarla, aparentaba tener la misma jactancia. Allí permanecimos hasta que anunciaron la cena. Nos trasladamos al comedor y cenamos sin mayor novedad. Después de los postres, volvimos al salón, mantuvimos una breve conversación, y no mucho más tarde, me disculpé ante todos anunciando que me retiraba a descansar, con la excusa de estar listo mañana a primera hora para nuestras clases. Miré con el mayor disimulo a mi hermana, buscando su complicidad; pero en realidad no hacía falta. Ella ya se había levantado y hacía una reverencia a los presentes, explicando que subiría conmigo. Nos despidieron, y nos dirigimos a nuestros cuartos. No hablamos entre nosotros, porque en el pasillo estaba el diligente Ernesto, y por la casa pululaba Trinidad, como una abeja desorientada. Al llegar el momento en que cada uno se separaba, para entrar en nuestros dormitorios, sí que la hablé.
—Que descanses, hermana querida.
Ella percibió todo mi amor con la luz que emanaba de mis ojos.
—Hasta mañana, Daniel, cariño –respondía ella con el mismo fragor –
Me desnudé y dormí de un tirón hasta el amanecer.
Y así pasaron varios días, con la misma rutina constante entre esa gente. Durante todo ese tiempo no siempre se repitieron los escarceos sexuales que tuviera con Milagros. O bien porque no había tiempo, o bien porque estuviera ella indispuesta, o bien porque la vigilancia nos lo impedía. Eso hacía que la calentura, que siempre tenía, tuviera que desahogármela yo solito.
El día anterior, sin embargo, sí que Milagros había podido escabullirse hasta mi cuarto, entregándonos ambos, hasta la extenuación.
Cuando entró mi sirvienta para despertarme, esa mañana, yo ya estaba en pie, en el baño, aseándome.
—Buenos días señorito Daniel, gritó desde la puerta, ya dentro de la antesala.
—Buenos días, Milagros, puedes entrar, hay confianza –contesté burlonamente, pues sabía que ahí dentro estábamos seguros.
—¡Ay señorito, como es usted! –Exclamaba ella mientras reía con gusto–. Aquí tiene la toalla –me decía luego, ofreciéndomela–.
Me sequé y llegué hasta mi dormitorio. Milagros ya estaba preparándome la ropa.
—Déjeme vestirlo a mí, señorito Daniel. Ya sé que bien ha aprendido usted a ponerse todo eso, pero hágale ese favor a su Milagros. Déjeme vestirlo y poder adorar a mi dios –suplicó–.
—De acuerdo, Milagros, soy todo tuyo –dije–.
—¡Qué cosas tiene señorito! –exclamaba mi sirvienta, riéndose, pero sin azorarse. Después de todo lo que había pasado ya jamás habría rubor en mi criada por nada que yo pudiera decir–.
Me despojó de las ropas de dormir, y se quedó atolondrada, con la vista fija en mi pija, ida del todo, ausente de cualquier realidad.
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Nuestra implacable educación [+18]
Narrativa generale•SOLO PARA MAYORES DE EDAD• Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre.