5: LOS PRIMEROS CAMBIOS.

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No todos los días podía haber esos encuentros con las criadas: la disponibilidad no era siempre la misma. A pesar de eso, yo siempre lo intentaba, buscando un hueco, un lapso de tiempo que me permitiera estar con alguna. El hecho de que pasaran algunos días entre escarceo y escarceo, jugaba en mi favor; porque las pobres mujeres siempre terminaban con sus genitales escocidos, tan intensos eran los encuentros. Y así se recuperaban.

Era por ello que todas las mañanas me levantaba bien erecto, mi pobre pene pidiendo desahogo, en un lamento sordo que no era atendido. Y esa mañana, no era menos. Como la noche la había dormido de un tirón, permanecía dormido cuando amaneció. Así que la eficaz Milagros me tuvo que despertar. Ni siquiera la oí cuando tocó la puerta de la antesala, ni tampoco cuando lo hizo con la de mi dormitorio. No me enteré de su presencia, hasta que no estaba a mi lado, zarandeándome, para sacarme del sueño. Al fin abrí los ojos, perezoso, hasta reconocer a mi sirvienta.

—Buenos días, Milagros –saludé medio dormido–.

—Buenos días, señorito, ya veo que ha dormido muy bien –respondió ella–.

—Demasiado bien, si yo te contara... –aludí–.

—Venga, venga, señorito, no me sea perezoso, y levántese –se impuso, retirándome las sábanas de la cama–.

Y claro, pudo ver lo que era un grito en silencio de mi empinado pene, que formaba un tremendo bulto en la zona.

—¡Señor! –Suspiró la mujer–. Usted siempre tiene ganas, hay que ver. Todas las mañanas su cosa se despierta bien despierta, pidiendo guerra, y mortificando a esta pobre criada que sufre viéndole así.

Yo sólo sonreía, y, en un gesto de pillería, me despojé con rapidez del pijama, dejando mi verga recta a sus ojos.

—¡Ay, Señorito! Es usted un provocador: me tortura –comentaba Milagros–.

—Pues ven aquí, y no sufras más –dije yo, atrayéndola contra mí, haciéndola perder el equilibrio, cayendo ella sobre mí–.

La manoseé por todas partes. Apresé sus tetas, igual que sus muslos, y todo lo que pude acariciar. Con el revolcón sobre la cama, se le había subido el vestido, y mi polla, alegre, en posición de firmes, se rozó por sus piernas. La joven suspiraba, se resistía, se sentía llena de mis manos, amagaba con aflojar, y se debatía de nuevo. Hasta que en un momento de presteza, se pudo deshacer de mí, poniéndose en pie.

—Ay, señorito –decía fatigada, con la ropa y el pelo revuelto–. No hay nada más ahora mismo que me apetezca, que echar un polvazo con usted, pero ninguno de los dos tenemos tiempo; así que no insista, que ya sabe que no hay nada que hacer, aunque me arrolle el flujo hasta las rodillas.

Y yo sabía que así era. Por muchas ganas que tuviera Milagros de follar conmigo, no iba a ocurrir, si sus obligaciones no le daban tiempo. Me sonreía, sin embargo, del lenguaje que ya usaba conmigo, tal era el grado de confianza entre ambos. Sin embargo yo no di el brazo a torcer. Me puse de pie, y la ataqué por detrás, asiendo sus pechos, lamiéndole el cuello, el lóbulo de la oreja, notando como ya mi sirvienta era botín de mi actuar, con los primeros síntomas inequívocos de excitación. Estaba poniendo su resistencia verdaderamente a prueba.

—Señorito, se lo suplico, si le queda algo de sentimientos en su alma –rogaba ella desesperada–, no siga o lamentaremos las consecuencias para siempre.

Me asusté de su tono, y recobré la fuerza de voluntad necesaria para deponer mi actitud. Y luego me disculpé

—Perdóname, Milagros, tienes razón, como siempre. Por una vez en mi vida, no pensé.

Nuestra implacable educación [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora