Por fin había llegado el gran día. Durante la semana el malestar de nuestra tía hacia mí se fue relajando, hasta, llegado el viernes, casi desaparecer. A medida que se aproximaba la fecha del sábado, la tensión crecía en aquella casa sobre manera, especialmente para el servicio, pues los nervios eran aún mayores en doña Virtudes, y eso redundaba en una mayor presión sobre los criados. Poco a poco yo me había integrado a la vida rutinaria de aquella gente (los primeros días de la semana se me había vedado mi presencia en todo lo que no fuera el uso del comedor), participando en tertulias y dejándome ver.
Mi porte había sido del agrado de todos los invitados, por lo que mi tía se había sentido vencida a permitírmelo, pues sólo oía palabras de halagos hacia la educación que me estaba dando y su gesto al acogernos. Los guiños con las niñas habían sido constantes.
A la altura de la víspera de la celebración, imaginaba que todas ellas, ya, con todo lujo de detalles, tenían constancia de lo sucedido en la cueva entre Elvira, Eulalia y yo. Siempre que nuestras miradas se cruzaban, encontraba una sonrisa cómplice, y a veces, en los poquísimos momentos que estábamos a solas, recibía sus caricias en mis genitales, lo que me provocaba abundantes erecciones entre sus risas púberas. Durante toda esa semana, sin embargo, tuvimos oportunidad de repetir nada parecido que no fueran esas caricias esporádicas, que sólo nos acumulaban excitación. Las miradas que mis primas me dedicaban eran constantes, y en todas ellas se desprendía una lujuria más que evidente. Y, así, la inercia nos fue conduciendo hasta la última noche antes del gran día.
Todo parecía dominado por una gran excitación. Yo me quise recoger pronto, porque no quería que aquella vorágine me envolviera. Así que, estando todos en el salón grande, me despedí con mi mejor gesto, y subí a mi cuarto. Mientras me encaminaba hacia la gran escalera, aún oí mi nombre tras de mí. Al girarme, descubrí a mis dos primas.
—No queríamos que te fueses a la cama, sin nuestra particular despedida –me dijo Encarna–.
Yo las miraba sonriente.
—Ha sido un poco arriesgado eso que habéis hecho –contestaba yo–, pues está fuera de las normas de cortesía que se os supone.
—Cierto, Daniel –se apresuraba a explicar Araceli–. No te negaremos que se han sorprendido de nuestra actitud. Pero se nos presupone señoritas, y eso juega a nuestro favor. Nadie sospechará nada en nosotras, más que un repentino ataque de cariño hacia nuestro primo. Censurable, pues una dama debe saber dominarse, pero nada más.
—Y es que no podíamos dejar que te fueras sin nuestras buenas noches. Eulalia y Elvira nos pidieron que también tuvieras una despedida de su parte; a ellas les hubiera encantado estar aquí también, pero las cuatro mujeres con un hombre, hubiera sido ya escandaloso.
Y, sin más, al pie de la escalera, a la vista de cualquiera que tuviera dos ojos en la cara, mi prima mayor me asió la cabeza, la inclinó ligeramente hacia abajo (yo le sacaba escasos centímetros), y fundió sus labios con los míos, mientras su lengua entraba libre en mi boca; y ahí se perdía en cada rincón de mi paladar. Al mismo tiempo, había notado la mano de Encarna, como se había adueñado de mi pene por encima del pantalón, que crecía libre y desinhibido. Cuando Araceli, se separó, se cambiaron los papeles; y sentí ahora la boca Encarna, la más pequeña, repetir el mismo acto que su hermana antes realizara, y esta vez, la mano de Araceli era quien acariciaba el objeto del deseo.
—Sentimos habértela dejado así de dura, Daniel –se disculpaba Araceli, que ahora, junto con la mano de su hermana también acariciaba–; y que no podamos ayudarte a desahogar. Pero pronto, muy pronto, nos tendrás a las dos entregadas a ti. Y si te sirve de consuelo, querido primo, nuestros chichis están empapados también.
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Nuestra implacable educación [+18]
General Fiction•SOLO PARA MAYORES DE EDAD• Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre.