7: LA DECISIÓN.

9.7K 175 17
                                    

Así transcurría el tiempo en aquella casa, entre los devaneos con las criadas, las clases con doña Severa, cada vez menos exigentes, pero igual de tediosas que siempre, y la rutina que lo acaba envolviendo todo. Nuestro progreso en ese sentido era tal, que la mujer había cambiado notablemente su conducta hacia nosotros. De una actitud agresiva, había pasado a ser mucho más contemplativa, aunque sin perder un ápice de exacción. Ya no nos veía como dos potros salvajes, aunque siempre tenía tiempo para aducir un sin fin de carencias que aún teníamos. De todas formas, no dejábamos de ser unos simples adolescentes. Lo que doña severa no sabía era que yo estaba muy por encima, porque mi cualidad me permitía ser mucho más maduro que lo que mi edad indicaba.

Con lo que respecta al trato con las sirvientas, era lo más afable que se pudiera desear, ya absolutamente extendidos todos los comentarios sobre mí, que se habían convertido en mito entre aquellas paredes, sordos tan sólo para quien no lo quisiera oír. Cada vez que me cruzaba con alguna que ya había estado en mi intimidad, se afanaba por tocar mi bulto, ese culto, esa devoción que las envolvía; procurando no ser vistas. Y las que no, evidenciaban ese deseo en miradas perdidas a mi paquete, entregadas en una amabilidad que denotaba toda su disponibilidad.

Y así había pasado todo un mes. No podía disfrutar de las dádivas de la servidumbre a diario, y quien más acudía a mi lado, por su condición de mi asistenta, era Milagros, la que más gozaba de mis favores, y yo de los suyos. Cuando le refería a las demás detalles, no hacía más que engrosar algo que ya no sabía hasta qué punto entraba en la exageración.

El trato con mis primas había mejorado considerablemente. Sin embargo, notaba cierta rivalidad entre ellas, situación que no era del todo de mi agrado, mas, como quiera que aquello no sobrepasaba los límites razonables, no le daba mayor importancia. Ambas se mostraban especialmente seductoras, y desplegaban toda la amabilidad de las que eran capaces de desarrollar, rozando, incluso, la imprudencia en algunas ocasiones.

Doña Virtudes era la que menos cambio había mostrado hacia nosotros. Había desaparecido, eso era cierto, su desprecio; pero mantenía una altivez excesiva cuando estábamos en su presencia; como si intuyera algo que se le escapaba de su entendimiento. Si ella no mostraba la menor intención de que la fraternidad fuera más intensa, por nuestra parte tampoco lo procurábamos: dejábamos eso correr.

Por el contrario, mi hermana Adela era quien más me preocupaba. La inercia del comportamiento de aquella casa, hacía que no estuviera tan unido a ella como cuando vivíamos con nuestra madre, y eso me tenía inquieto. Sin embargo tampoco había notado una tristeza especial en ella, lo cual me dejaba algo más tranquilo. No obstante, nunca perdía la oportunidad de preocuparme por su estado anímico. Generalmente era después de comer, cuando más podía conversar con ella, interesándome por su moral. Lo solía hacer en esos paseos entre los árboles, ligeramente apartados de la casa, donde mayor intimidad podíamos gozar.

—¿Echas de menos algo? –Le preguntaba en una caminata, aquel mediodía–.

Ella me miró agradecida por mi intranquilidad, sonriendo mientras ambos nos habíamos sentados muy juntos, con nuestros pañuelos debajo, para no mancharnos.

—Aunque no te lo creas, Daniel, te diré que no –me respondía–. Pensaba que la ausencia de madre sería mucho más dura de llevar, pero, extrañamente, hay un estado de tranquilidad en mí. Además te tengo a ti, que infundes un cariño que difícilmente hace que tenga tiempo para estar triste.

—Me alegra oír eso. Pero en realidad yo me refería a si el hecho de que no estemos tanto tiempo juntos como antes, te afectaba en alguna manera –la quise hacer ver–.

Adela me miraba. Su rostro era toda una sonrisa, y al entender el sentido de lo que yo quería saber me respondió directamente:

—No te lo tomes a mal, Daniel; pero si te refieres a si echo de menos que nos toquemos como antes, y que nos corramos, te diré que estoy tan satisfecha sexualmente, como lo puedes estar tú –expuso, para mi sorpresa–.

Nuestra implacable educación [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora