10: CUMPLEAÑOS FELIZ: LA CUEVA.

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Esa mañana, Milagros me había venido a despertar muy temprano. Refunfuñé y censuré su hacer, pues esa semana no había clases, ni teníamos por qué ponernos en pie tan pronto. Recordé, no obstante, que para ese día estaba prevista la llegada de nuevos invitados, después de que lo hubieran hecho los Montero pocos días antes.

—No se queje, señorito –me aclaraba ella–. No es mi capricho el venir a despertarle a esta hora, sino una orden de doña Virtudes. Los señores Montero tienen por costumbre levantarse temprano y la señora dice que por educación hemos de estar levantados ya para desayunar con ellos en el comedor. Así que tendrá que levantarse, asearse, y vestirse.

Milagros había descorrido las cortinas y toda la luz matinal llenó mi cuarto. Aún holgazaneando, seguí arropado en mi lecho, aunque ya despierto, saboreando los recuerdos de Eulalia la noche anterior. Pero mi asistenta tenía disposiciones claras, y estaba más que dispuesta a cumplirlas; así que retiró la sábana y manta que me cubrían. Y ya no había nada que hacer. Resuelto a levantarme, obsequié, no obstante, a mi sirvienta, con mi desnudez, y por supuesto, con mi erección, colocándome bocarriba.

—¡Qué vigor, señorito! ¡Quién tuviera su edad para presumir de ese brío! Y eso que este tiempo usted está siendo muy bien atendido por las señoritas, incluso con la visita de doña Eulalia –me hacía ver, con sarcasmo, mientras me guiñaba un ojo–. Aunque yo sabré si usted se ha portado bien con la señorita, cuando la vea la mirada –me retaba la mujer–. Pero por Dios, sea usted bueno, señorito, y déjeme de tentar con tal maravilla. Levántese de una vez por todas, y asese, se lo suplico –rogaba finalmente la criada–.

Y no quise prolongar su espera mucho más. La joven doméstica ya se estaba poniendo nerviosa. Así que, me levanté, y me dirigí al baño; no sin antes pasar muy cerquita de ella, casi rozándola.

—Es usted un diablo, señorito, lo que me hace sufrir –la oí aún decir mientras me perdía en el aseo–.

Cuando salí del baño aseado, ya Milagros se había ido. Me vestí con la mayor presteza que pude, y dejé el cuarto libre. Aún había que hacer la cama, y limpiarlo. Yo sabía que esa semana ella tendría mucho trabajo, por eso procuraba facilitárselo lo mejor podía.

Al llegar al comedor, ya se encontraban allí mis primas y mi hermana. Aún los invitados no habían llegado, aguardaríamos por ellos. Las niñas estaban sentadas muy quietas, y las sirvientas mantenían una pose de espera, de pie. Todos guardábamos un silencio solemne, y en mi mente aún flotaba lo sucedido con Eulalia.

No tardaron mucho los demás en aparecer. Cinco minutos más tarde aparecían por el salón los Montero, que saludaron con cortesía, a los que les contestamos con la misma porte. Iban acompañados de nuestra tía y doña Severa. El desayuno fue aburrido y monótono. Los mayores se dedicaban a hablar de sus cosas, y nosotros manteníamos la discreción que se esperaba.

Pero al fin aquel hastío finalizó, y quedé libre. Aunque el que yo quedase libre era como si siguiera prisionero de aquellas costumbres; porque las niñas debían acompañar a las mujeres al saloncito, para seguir charlando, mientras que don Moisés montaría un caballo y se dedicaría a seguir recorriendo la finca, con la compañía de Ernesto, de Alfredo o de Benito, y las criadas estarían demasiado ocupadas como para prestarme atención. Así que, resuelto a estar solo toda esa mañana, salí de la gran casa, y me dirigí hacia donde iba siempre.

En la casa había mucho revuelo: todas las criadas iban y venían alocadas, intentando que todo tuviese el mismo orden de siempre, aún cuando había más trabajo que hacer. Yo me cruzaba con ellas, y ellas me lanzaban miradas de complicidad, lastimosas por no tener cinco minutos conmigo; y yo les devolvía las mismas miradas. Afuera la cosa no era diferente. Trinidad iba y venía aprisa, sujetándose los faldones, y cuando me divisó me saludó con cortesía: pero en sus ojos había mucho más que eso, casi había deseo. Seguí mi camino y perdí de vista a Trinidad. Y ya cuando creía que no me encontraría a nadie más, casi pasada la casita donde habitaba el servicio, saliendo de ella me encontré con Milagros. Si bien es cierto que por su gesto se adivinaba que tenía prisa, ella me paró poniéndome la mano en el pecho, y muy cerca de mí, me habló.

Nuestra implacable educación [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora