El carruaje se desviaba a la izquierda del camino. Un individuo abría una cancela de madera, y nos internábamos por un sendero que transitaba entre una interminable arboleda. Lo seguimos durante largo rato. Cuando volví a mirar, al fondo pude divisar una grandiosa casa, que emergía orgullosa, inmaculadamente blanca. No pude evitar mi cara de sorpresa por su gran tamaño, ni tampoco mi hermana, que, a mi lado, contemplaba atónita lo mismo que yo. Delante, el cochero, arreaba a los caballos, y, obedientes a la orden, agilizaron el paso. No tardamos en llegar a la altura de la entrada principal. Mientras nosotros permanecíamos mudos de asombro, el cochero descendió de su ubicación, y desató un gran baúl de detrás del carro. Al percatarse que ninguno de los dos nos movíamos, él mismo abrió la portezuela para a continuación decir:
—Ya hemos llegado, señorito –se dirigía a mí, con la esperanza que de una vez nos decidiéramos a bajar–.
Desperté como de un sueño, le di un codazo a mi hermana, que reaccionó de inmediato, y ambos salimos. Delante de nosotros había un numeroso grupo de hombres y mujeres petrificados, mirándonos sin hacer la más mínima mueca. Me pareció ridícula aquella escena, con toda esa hilera de gente como estatuas. Iban todos impecablemente vestidos con sus uniformes, con guantes de un blanco que parecía competir con el de las paredes del edificio que se erguía ante nosotros. Cuando ya estábamos en el suelo, parados sin saber qué hacer, una mujer se adelantó, y caminó con aires de superioridad hacia nosotros. Iba vestida como si fuese una reina, con un elegante vestido, del que prendían toda clase de adornos; con joyas en su cuello y manos. Pude distinguir enseguida a nuestra tía, doña Virtudes. Mi madre nos había hecho prometer que bajo ningún concepto la llamáramos de otra forma que no fuese doña Virtudes, ni siquiera tía; y, en absoluto, que no se nos ocurriese otro trato que no fuese el de usted. Mi hermana y yo dimos nuestra palabra, y la cumplimos durante casi toda nuestra estancia en aquella mansión. La mujer llegó hasta nuestra altura, y nos miró como si fuésemos un par de insectos, con un aire de desprecio que hasta entonces jamás había sentido, elevando por encima de los demás toda su suficiencia.
Permaneció callada unos segundos, que me parecieron interminables, y ahí seguíamos, quietos, sin hacer nada; lo que se me seguía antojando absurdo. Elevaba su cuello como si quisiera que su mirar sobrepasase nuestras cabezas. Pero se fijaba en nosotros, vaya que se fijaba, porque no dejaba de marcar en su rostro esa mueca de insulto. Repentinamente, con una lentitud en sus movimientos grotesca, levantó una de sus manos y una mujer joven, perfectamente uniformada, con su melena negra bien recogida bajo la cofia, corrió a su lado, sujetándose los faldones con las manos enguantadas en aquel blanco inmaculado, para tener un paso más ágil. Cuando estuvo a su altura, por fin nuestra tía habló:
—Que los lleven al baño, y los aseen bien. Que les den ropa decente, y quemad esos harapos mal olientes que llevan –hizo una pausa con una aspaviento de asco, y continuó a continuación–. Que Petra revise todo el baúl, y lo que sea para quemar que lo eche a las chimeneas. Y después tú misma te encargarás de enseñarles toda la casa, y dónde no deben entrar. –ordenó finalmente–.
—Sí doña Virtudes, así se hará –contestó la otra, con una leve reverencia y agachando la cabeza, fijando su vista al suelo–.
Tras eso, nuestra tía, con el mismo ademán petulante de antes, y su exasperante parsimonia, abandonó el lugar, adentrándose en la casa. Cuando la figura de la mujer se perdió por el quicio, como si hubiesen accionado un mecanismo, la doncella que había atendido a la señora, reaccionó. Tocó las palmas, y voceó, ordenando enérgicamente:
—Petra, lleva ese baúl adentro y quema todo lo que esté viejo o sucio. Ascensión y Milagros, vosotras entrad a los niños, bañadlos, y adecentadlos. El resto volved a vuestros quehaceres. ¡Vamos rápido, no tenemos todo el día!
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Nuestra implacable educación [+18]
Ficción General•SOLO PARA MAYORES DE EDAD• Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre.