Rondas Nocturnas

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A veces despierto en medio de la noche. Abro los ojos a la verde presencia del reloj digital enclavado en la pared, justo cuando el pestañar de la pantalla convierte 3:59 en 4:00.

Cuando era chico, mi madre solía decir que si miras el reloj justo en hora de cambio al punto, alguien está pensando en ti. Me consta quien me piensa y quisiera por una, poder zafarme de sus ansias y deseos.

Su entrada se hace evidente en el decaer de la temperatura en la habitación. Dos, tres... diez grados. Un frío insoportable que se aloja en la base del cuello y cala la espalda. Pienso en cerrar la ventana, dejando afuera esa brizna de la luz de argento que insistente en esquivar la tela vaporosa de las cortinas y que al tocar el suelo se convierte en el arco de su pie. Pero esa sensación de pesadez que acompaña su presencia me lo impide.

He sido suyo desde el primer momento en que sus dedos rozaron los míos, haciéndome perder la consciencia. Desde entonces, apenas si puedo tratar de ser libre en mis sueños. Ella siempre me alcanza.

Se mueve leonina, haciendo suyo cada centímetro de la habitación. Sus pasos, imperceptibles al resto de los que duermen en camas cercanas, se convierten en el eco de caída de aguas que atormenta mi cabeza. Siento que me ahogo, entre el toque gélido que amorata la piel y la fina escarcha que se aloja en los pulmones al presentir su llegada. Todo es parte del ritual, de ese sentirse cercano a la muerte para empezar a añorarla, deseando el calor que ofrecen sus encantos.

Las yemas de sus dedos abren surcos en mi piel y la caricia que explora ansiosa se confunde con la estocada que entierra un puñal o el enganche de un anzuelo. Mis músculos tensos se rinden cediendo ante el correr de la sangre que me roba la vida y le alimenta. Atrapado entre sus brazos, mi cuerpo gira en un loco frenesí, buscando verle a los ojos, perderme en el oscuro de sus pupilas para olvidar el dolor que me provoca y tentarme a encontrar el camino a sus caderas. Puedo sentir esas garras negras que envenenan con su tacto mi espalda. Ella ha de deshacerme para unirme de nuevo. En la intimidad, sólo nuestro es el recuerdo de los girones de músculo, tendón y piel que caen sobre las sábanas. Su lengua ansiosa, antes de encontrarse con la mía, lame de apoco la médula oculta en mis huesos.

Probarla es caer rendido sobre primer suelo, la hierba recién creada en aquellos días cuando apenas se hablaron las palabras que formaron el paraíso. Es esperar que con sus suaves susurros se abran las puertas de lo prohibido. Es negar la luz, porque no importa vivir a su sombra. Sentirla sobre mí, dominando mi hombría, enroscada en mi torso, resbalando hasta mi entrepierna... siempre hambrienta. Me rindo, incapaz de otra cosa que seguir su ritmo mientras me hace el amor con sus manos, sus dedos y su lengua, prometiendo el placer con matices de desesperada angustia cuando al fin me permita penetrarla con el ritmo salvaje que su cuerpo exige.

Cada toque expone una herida, los recuerdos de viejos amores se hacen patentes en la piel. Es posible tocarlos, se manifiestan como pústulas negras que llenan mi cuerpo de agonía. Ella no cree en el amor, cree solo en la entrega y me lo ha hecho saber decenas de veces mientras se mueve sobre mi virilidad alerta y concentrada en ella. Su intimidad corroe, quema, revela las indiscreciones de las que hemos culpado a la pasión y las deja tatuadas en letras oscuras e hirientes.

Le he dado todo. He sentido sus labios posarse en mis pómulos y tras de un beso inocente ha alargado su lengua y afilado sus dientes para cortar mis ojos, dejando en su lugar cavidades vacantes destilando humor vítreo y dolor. Sus manos, siempre dispuestas a engañar mi cuerpo con la promesa de una caricia, han recorrido mi torso, disipando el frío con la férvida pasión de su piel canela hasta encontrar el punto perfecto. En ese momento descubre su sonrisa. Dientes alargados y en curva como amarillas cimitarras. El hambre se hace patente y ese salivar espeso cae desde sus labios volviendo a congelar hasta la sangre en el lugar que toca. Hurgando, como alguien que conoce el camino hasta un tesoro, no se molesta con manchar sus manos en carmesí o rasgar su propia piel para marcarme.

Deja su estampa, deshilvanando ese pútrido tejido de retazos de colores mortecinos contra el cortante de mis huesos. Excava hasta sacar el corazón de la cavidad del tórax. Cada noche muerde un poco, deleitándose en revivir las heridas ya sanadas. Muerde y mastica, disfrutando de la elasticidad de ese músculo latente, para luego abandonarlo y sellarlo una vez más en mi pecho...

 Muerde y mastica, disfrutando de la elasticidad de ese músculo latente, para luego abandonarlo y sellarlo una vez más en mi pecho

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¡Ah, como disfruto de pequeños monstruos!

Esta va dedicada a JM_Roy tiene todo lo que odias: relojes de alarma, gente que se despierta a medianoche y luz de luna en la ventana 😂

OneirophobiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora