Los que regresan

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Glamorgan, Gales, 1811

Recuerdo el día que le vi partir.

Se hizo al mar en un bergantín, una nave relativamente pequeña, diseñada para moverse con rapidez por el canal, para luego abordar un buque insignia que le llevaría a las Indias Occidentales.

Azul sobre blanco, con un uniforme perfectamente prensado y rango de teniente, desconocía la vida más allá de la academia de la Marina Real.

—Vas a concederme esta aventura —susurró en mi oído antes de plantar un casto beso en mi mejilla—. Cuando vuelva, tendrás tu casa, no solo la pequeña cabaña en el puerto. También tendrás propiamente un jardín y un huerto, tan lejos del mar como desees. A ver si se dan tus planes y ese hijo tuyo no se enamora de la Marina, como su padre.

Las muestras de afecto eran mal vistas, aún entre matrimonios. Debí haberle besado, dulce y profundo, abrazándome de su cuello y arruinando esa perfecta línea de su uniforme con una caricia desesperada y una marca de rubor.

Simplemente sonreí, tomando la mano del pequeño Dylan, quien no entendía que su padre estaría comisionado por dos años del otro lado del mundo.

Sus palabras me acompañaron todo el día. Encontré curioso y luego molesto que en planes futuros no se incluyese a sí mismo. Mi casa. Mi huerto. Mi hijo. Nada sería propiamente nuestro pues por fuerza, él era un hombre compartido. El tiempo que no pasaba a mi lado estaba destinado a pasarlo entre pinceladas de azul, que se harían más profundas con cada viaje.

Maldije entre dientes, mirando hacia la inmensidad que conectaba con el canal. Pienso que alguien decidió escucharme y de esa manera pragmática y hasta cruel que garantiza la naturaleza, me concedió su regreso. En menos de dos días mi esposo estaba de vuelta.

Aún vestía su uniforme, al menos la camisa. El azul de su chaqueta se hizo uno con el agua. Llegó tal vez más lejos de lo que él soñaba. El bergantín se hundió durante las primeras veinticuatro horas de haberse hecho paso al mar. Una tormenta le hizo perder el rumbo.

Mientras mis manos trazaban el rostro del hombre a quien juré amar eternamente, olvidé todo lo que se esperaba de una mujer decente. Aullé de dolor, como un animal. Nadie me detuvo cuando le besé. El sabor a sal, sellando el suave tejido ennegrecido de sus labios se quedó conmigo. Todos supieron, en ese momento, que sería su viuda, para siempre. Mas un beso no fue suficiente para decir adiós.

La primera vez que regresó pensé que ya no quedaba más en mí que él pudiese llevarse. Habían pasado dos meses desde su muerte.

Desperté sobresaltada, segura de haber escuchado mi nombre. Esperé paciente, recordando lo que decían las antiguas historias. Nunca respondas, hasta estar segura de quién llama. A veces, aturdidos por el sueño, confundimos ecos de muerte con la dulce voz de un ser querido. Y una vez se contesta, comenzamos a despedirnos de la vida...

Fue entonces que escuché al pequeño Dyl, hablando animado en la habitación conjunta. Mis pies apenas  tocaron el suelo. La puerta del cuarto estaba abierta, al igual que las ventanas. No había luna, solo el gris de una bruma espesa la cual parecía tener a mi niño en trance.

—¡Dyl, por el amor de Dios! Aléjate de la ventana.

Le abracé en la oscuridad. Sus ojos inocentes se posaron sobre mí y luego de abrazarme, exclamó triunfante.

—¡Es papá!

Volví a repetir su nombre. Dylan. Esta vez con terror. En un tiempo habían sido dos en la casa y ya me había acostumbrado a llamar a mi pequeño Dyl, con tal de no seguir arrastrando el recuerdo amargo de su padre.

OneirophobiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora